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TOMAR TIERRA

A las 15:12 según el huso horario de Greenwich, bajo la mirada de todo el planeta, los ángeles tomaron tierra. Hubo varias horas, mientras la formación mantuvo su trayectoria de vuelo hacia el oeste desde Samarcanda, por encima del mar Caspio y Azerbaiyán, en las que su destino fue un misterio. Al pasar sobre Turquía continuaron avanzando hacia el oeste, pero hasta que los ángeles no cruzaron el meridiano 36 sin desviarse hacia el sur, no se descartó que pudieran estar dirigiéndose a Tierra Santa. Después de aquello, las apuestas se decantaron por la Ciudad del Vaticano, y las apuestas no se equivocaron.

Manteniendo la misma formación que durante el vuelo, en veinte secciones perfectas de cincuenta ángeles cada una, los visitantes se posaron en la grandiosa plaza de la basílica de San Pedro, en Roma.

Los científicos, estudiantes de posgrado y residentes que se habían congregado en el sótano del NMNH, en Washington, D. C., contemplaron la pantalla en silencio cuando, con un barroco atuendo apropiado a su título —Su Santidad, obispo de Roma, vicario de Cristo, sucesor del príncipe de los Apóstoles, supremo pontífice de la Iglesia universal, primado de Italia, arzobispo y metropolitano de la provincia romana, soberano del Estado de la Ciudad del Vaticano, siervo de los siervos de Dios—, el Papa se acercó a saludar a sus magníficos huéspedes.

Al mismo tiempo, se produjo un movimiento en la primera falange, la central. Era difícil captar detalles. Las cámaras se encontraban en el aire, sobre helicópteros, y desde aquella elevada atalaya, los ángeles parecían un encaje viviente de fuego y seda blanca. Algo exquisito. De repente, uno de ellos se adelantó —daba la impresión de que llevara un casco plateado con un penacho— y con un fluido movimiento, el resto puso una rodilla en tierra.

El Papa se aproximó, temblando, con la mano levantada en señal de bendición, y el representante de los ángeles hizo una ligera inclinación de cabeza. Los dos permanecieron de pie, el uno frente al otro. Parecía que estuvieran hablando.

—¿El Papa… acaba de convertirse en portavoz de la humanidad? —preguntó un aturdido zoólogo.

—¿Qué podría salir mal? —respondió un deslumbrado antropólogo.

Los compañeros de Eliza habían creado un centro de información a medida agrupando varios televisores y ordenadores en un aula común vacía. En el transcurso de varias horas, el tono de sus comentarios había abandonado casi por completo la teoría del engaño para dar paso a posibilidades más inquietantes como… si es cierto, ¿cómo es cierto, y qué significa, y… cómo logramos que tenga sentido?

En cuanto a las crónicas televisivas, eran una locura. Farfullaban jerga bíblica como si no hubiera un mañana, aunque, ey, ¡tal vez no lo hubiera! Catapún.

El apocalipsis. El fin del mundo. El rapto.

La pesadilla de Eliza, Morgan Toth —el de los labios carnosos—, empleaba un vocabulario totalmente distinto.

—Deberían tratarlo como una invasión extraterrestre —dijo—. Hay protocolos para eso.

Protocolos. Eliza sabía perfectamente lo que estaba insinuando.

—Las masas se lo tomarían muy bien —sugirió con una carcajada Yvonne Chen, una microbióloga—. ¡Es el segundo advenimiento! ¡Que despeguen los aviones a reacción!

Morgan dejó escapar un suspiro, como si estuviera mostrando una exagerada paciencia.

—Sí —dijo con la mayor condescendencia—. Sea lo que sea esto, agradecería que me separaran de ello unos cuantos aviones a reacción. ¿Es que soy el único que no es idiota en este planeta?

—Sí, Morgan Toth, lo eres —intervino Gabriel—. ¿Serás nuestro rey?

—Encantado —respondió Morgan, insinuando una reverencia y apartándose el largo flequillo ingeniosamente acicalado al enderezarse. Era un tipo bajito, con un rostro atractivo sobre unos hombros delgaduchos y encorvados y un cuello del grosor del meñique de Eliza. En cuanto a sus labios carnosos, mostraban una constante mueca de sarcasmo, y Eliza se sentía acosada en todo momento por el deseo de lanzarle cosas. Monedas. Ositos de goma.

Puños.

Ambos eran estudiantes de posgrado en el laboratorio del doctor Anuj Chaudhary, ambos beneficiarios de una beca de investigación altamente competitiva con uno de los principales biólogos evolutivos del mundo, pero desde el día que se conocieron, la animadversión de Eliza hacia aquel engreído muchachito blanco había sido como una náusea. De hecho, Morgan se había reído cuando ella le dijo el nombre de la destartalada universidad pública de la que procedía, asegurando haber creído que estaba de broma, y aquello fue solo el principio. Estaba segura de que Morgan no creía que ella se hubiera ganado su puesto allí, que algún tipo de discriminación positiva —o algo peor— debía explicarlo. En ocasiones, cuando el doctor Chaudhary se reía con algún comentario de Eliza, o se inclinaba sobre su hombro para leer unos resultados, reconocía las asquerosas conjeturas de Morgan en su mueca, y aquello la enfurecía. La ensuciaba, y también al doctor Chaudhary, que era decente, y estaba casado, y tenía edad suficiente para ser su padre. Eliza estaba acostumbrada a que la subestimaran, porque era negra, porque era una mujer, pero nadie lo había hecho antes de una manera tan vil como Morgan. Deseaba sacudirle, y aquello era lo peor de todo. Eliza era una persona apacible, incluso después de todo lo que le había sucedido, y la rabia que sentía la enojaba; que Morgan Toth pudiera transformarla, moldearla como un alambre con su personalidad absolutamente horrible.

—Me refiero a que, venga ya —exclamó él, haciendo un gesto hacia las pantallas de televisión. Parecía que el ángel con el casco y el Papa seguían hablando. Alguien les había acercado una cámara, esta vez en tierra, aunque no lo bastante para captar el sonido—. ¿Qué son esas cosas? —preguntó Morgan—. Sabemos que no se trata de «criaturas celestiales»…

—Todavía no sabemos nada —se escuchó decir Eliza, aunque lo último que deseaba hacer (Dios mío, qué ironía) era hablar en defensa de los ángeles.

Solo Morgan tenía la capacidad de irritarla de aquel modo. Era como si su voz —beligerante y con toques ofensivos— disparara un impulso instintivo que la empujaba a discutir. Lo único que él tenía que hacer era tomar partido por algo y ella sentiría la necesidad inmediata de oponerse a ello. Si él demostraba gusto por la luz, Eliza tendría que defender la oscuridad.

Y a ella no le gustaba nada, nada la oscuridad.

—¿Qué clase de científico eres? —le preguntó Eliza—. ¿Desde cuándo decidimos lo que sabemos antes de que existan datos?

—Me estás dando la razón, Eliza. Datos. Los necesitamos. Dudo que el Papa vaya a conseguirlos, y no escucho que el presidente los esté solicitando.

—Eso no significa que no vaya a hacerlo. Ha dicho que se están barajando todas las hipótesis.

—Una mierda. Entonces, si un platillo volante descendiera sobre el Vaticano, ¿le despejarían una pista de aterrizaje en medio de la maldita plaza de San Pedro?

—Pero no es un platillo volante, ¿verdad, Morgan? ¿Es que no ves la diferencia? —Eliza sabía que no valía la pena discutir con él, pero la exasperaba. Estaba fingiendo no captar lo delicada que era la situación arrastrado por la idea de que aquello lo diferenciaba como alguien superior, como si estuviera tan por encima de las masas que sus preocupaciones le resultaran pintorescas. ¿Cuán primitivas son vuestras costumbres? ¿Qué es eso que llamáis «religión»? Pero Eliza sabía que aquello era un tipo de amenaza totalmente distinto al que habría supuesto un platillo volante. Un aterrizaje alienígena uniría al mundo, igual que en una película de ciencia ficción. Sin embargo, los «ángeles» tenían la capacidad de escindir a la humanidad en mil afiladas astillas.

Cómo no iba a saberlo. Ella había sido una astilla durante años.

—No hay muchas cosas por las que la gente mataría y moriría de buen grado, pero esta es la mayor de todas —dijo Eliza—. ¿Lo entiendes? Da igual lo que creas, o lo que consideres estúpido. Si los que mandan llevan a cabo cualquiera de tus «protocolos», las cosas se van a poner feas ahí afuera.

Morgan suspiró de nuevo, masajeándose las sienes con las yemas de los dedos en actitud de ¿por qué tengo que soportar tal debilidad mental?

—No hay ningún escenario en el que las cosas se vayan a poner «bonitas». Necesitamos controlar la situación, no caer de rodillas como un puñado de campesinos deslumbrados.

Y entonces Eliza tuvo que morderse el interior de la mejilla, porque odiaba estar de acuerdo con Morgan Toth, pero en aquello coincidía con él. Llevaba años inmersa en aquella lucha; la de no volver a caer de rodillas, no volver a quedarse agachada, no volver a sentirse forzada.

Y ahora el cielo se abría y ¿llovían ángeles?

Era casi cómico. Tenía ganas de reír. De golpear algo con los puños. Una pared. La mueca de superioridad de Morgan Toth. Imaginó cómo la miraría si supiera de dónde venía. De lo que venía. De lo que había escapado. Alcanzaría un umbral de desdén sin par en la historia de la humanidad. O más bien de regocijo embelesado, asqueado. Le alegraría el año.

Eliza decidió cerrar la boca, lo que él consideró una victoria, aunque, por la brillante mirada de pez de Morgan, le dio la sensación de que tendría que haberse callado antes. Las personas con secretos no deberían buscarse enemigos, se advirtió a sí misma.

Y entonces, de manera clara y espontánea, como si de una respuesta se tratase, surgió de las profundidades de su memoria la voz de su madre:

—Las personas con un destino —dijo— no deberían hacer planes.

—¡Por el amor de Dios! —exclamó con un alegre gorjeo uno de los absurdos comentaristas, atrayendo la atención de Eliza de nuevo hacia la hilera de televisores. Estaba sucediendo algo. El Papa se había apartado para distribuir órdenes entre sus subordinados, y, arrastrando cámaras y micrófonos, un nuevo equipo de información se estaba aproximando a la carrera, dando bandazos.

—¡Parece que los visitantes van a hacer una declaración!