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UN FINAL

¿Akiva?

Karou no entendía lo que estaba viendo. El cumplimiento de su deseo había sido muy simple. En cuanto el gavriel se desvaneció, supo dónde se encontraba Akiva: cerca pero escondido, en un rincón en las profundidades de las cuevas de los kirin que sus compañeros no habían explorado aún. Así que los guio hasta allí, haciendo numerosos virajes, para finalmente doblar aquella esquina y encontrar… a Akiva de rodillas.

Había otros cinco desconocidos de pelo negro. Karou escuchó lo que él les estaba diciendo pero no tenía sentido, y no corrió hacia él. No corrió. Sus pies no tocaron en ningún momento la piedra, pero llegó a su lado en un segundo y lo levantó junto a ella, lo miró, miró su interior. Derramándose dentro de él y dándose cuenta. De inmediato.

Aquello era un final.

Akiva parecía una hoguera casi apagada, lo había perdido todo, estaba vacío.

—Lo siento —dijo él, y Karou fue incapaz de comprender lo que podía haber sucedido, en cuestión de horas, para dejarlo así. ¿Dónde estaba la mirada expectante, alegre y viva, y la risa, el coqueteo, el baile, el deseo? ¿Qué le habían hecho? Se giró hacia los desconocidos… y entonces vio sus ojos.

Oh.

—¿Qué es esto? —preguntó ella, e inmediatamente tuvo miedo de la respuesta. Sin embargo, la esperó. Y tardó en llegar, o tal vez su percepción del tiempo estuviera distorsionada otra vez, pero entonces Akiva la abrazó y apretó los labios contra la parte alta de su cabeza, largo rato. Como beso podría haber estado bien, si hubiera aterrizado en sus labios. Como respuesta era muy mala. Se trataba de un adiós en toda regla. Lo sintió en la rigidez de los brazos de Akiva, en el temblor de su mandíbula, en la postura de derrota en sus hombros. Karou se apartó, lejos de la presión de esos labios que se despedían.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó. Con retraso, asimiló lo que le había escuchado decir antes que nada—. ¿Dónde te vas?

—Con ellos —respondió Akiva—. Tengo que hacerlo.

Karou retrocedió y lanzó una nueva mirada a aquel «ellos». El pueblo de Akiva, los stelian. Sabía que jamás se había encontrado con ninguno antes y no pudo imaginar lo que significaba que estuvieran allí en aquel momento. La anciana se hallaba más próxima y era muy bella, pero fue de la mujer joven de la que Karou no pudo apartar los ojos. Tal vez fuera la artista que llevaba dentro. En ocasiones, rara vez, ves a alguien que no se parece a ninguna otra persona, ni siquiera un poco, y que nunca, jamás podría ser confundido u olvidado. Aquella serafina era así. No se trataba de hermosura, y no es que no fuera hermosa, a su estilo afilado y oscuro. Era única, extrema. Ángulos extremos, intensidad extrema y una postura regia que revelaba mucho. Allí había alguien codicioso, pensó Karou, que había sabido exactamente quién era desde el día que nació.

Y se iba a llevar a Akiva con ella.

Porque fuera lo fuera aquello, ni por un segundo Karou se preguntó o temió que Akiva estuviera abandonándola por voluntad propia. Sintió la presencia de sus amigos y compañeros cerrando el espacio a su espalda. Estaban todos allí: Issa, Liraz, Ziri, Zuzana, Mik, incluso Eliza. Además de dos veintenas de Ilegítimos y más de dos veintenas de quimeras, todos dispuestos a luchar por Akiva cuando lo encontraran.

Pero lo encontraron sin luchar por sí mismo.

«Tengo que hacerlo», había dicho él.

Liraz fue quien respondió.

—No —exclamó, de aquella manera tan suya de dejar caer una certeza y colocarse encima como una leona protegiendo una captura—. No es así —y desenvainó la espada y se encaró con los stelian.

—Lir, no —Akiva alzó las manos inmediatamente—. Por favor. Guarda eso. No puedes vencerlos.

Liraz lo miró como si no lo conociera.

—No lo entiendes —dijo él—. En la batalla. Fueron ellos —Akiva volvió los ojos hacia los stelian, fijándolos en la anciana—. ¿No es así? Os enfrentasteis a nuestro enemigo por nosotros.

Ella negó con la cabeza.

—No. No fuimos nosotros —respondió, y Akiva parpadeó, confuso. Pero luego añadió, señalando con un gesto a la fiera joven que estaba a su lado—: Fue Scarab.

Y nadie habló. Recordaron la manera en que sus enemigos habían quedado flácidos en plena batalla y caído en picado desde el cielo. Una mujer. Una sola mujer había hecho aquello.

Liraz devolvió la espada a la funda.

—Por favor, cuéntame qué está sucediendo —susurró Karou, y cuando Akiva se volvió de nuevo hacia la anciana, pensó durante un brevísimo instante que estaba ignorando su súplica. En realidad, Akiva estaba haciendo una súplica propia.

—¿Lo harías? —preguntó él—. ¿Por favor? —Karou no tenía ni idea de a qué se refería, pero entonces se dio cuenta de que sucedía algo entre las dos mujeres: una discusión sin palabras. Más tarde entendería que habían estado debatiendo sobre si responder —enviar una respuesta— a la pregunta de Karou, y que Nightingale había ganado. Más tarde lo entendería todo.

A su mente —a las mentes de todos— llegó una experiencia con sensaciones y sentimientos tan completa que pareció una vivencia, y no fue algo que Karou deseara vivir. Descubrió por qué Akiva le había pedido a su abuela —su abuela— que los respondiera de aquel modo, porque ninguna verdad relatada podía igualar aquello. La envolvió y la traspasó: una historia de tragedia y horror innombrable, implacable y compleja y, aun así transmitida, de algún modo, con la máxima suavidad. La historia fue sencillamente entregada a su mente, comprimida y concisa, como un universo dentro de una perla. O como recuerdos metidos en un hueso de la suerte, pensó Karou. Pero aquella historia era mucho más profunda y terrible que la suya. Era como un sueño.

Igual que una pesadilla.

Y comprendió lo que le había sucedido a Akiva desde la última vez que lo había visto, porque ahora también ella era una hoguera casi apagada, lo había perdido todo, estaba vacía.

¿Cómo se asimila algo tan enorme y tan horroroso? Karou lo descubrió. Uno se queda jadeando y se pregunta cómo fue capaz de imaginar un final feliz.

Durante un largo instante, nadie habló. Su terror era palpable, su respiración más ruidosa de lo que debería haber sido. El envío de Nightingale había incluido, brevemente, una sensación de peso enorme y hambre salvaje y espasmódica y, ahora que lo sabían, ninguno de ellos lo olvidaría jamás: la presión del nithilam sobre la piel de su mundo.

Karou se encontraba a un simple paso de Akiva, pero le parecía un abismo. Su implicación en la historia había quedado clara en el envío, y no había duda: tenía que marcharse. La remodelación de un imperio les había parecido algo demasiado grande, y ahora era solo un aspecto secundario frente a la cuestión de la supervivencia de Eretz. Karou se tambaleó. Akiva la miró a los ojos y ella distinguió lo que él quería preguntar pero no preguntaría, porque el destino de Karou no era una ocurrencia de última hora que se pudiera unir al destino de Akiva. Karou no podía acompañarlo. Sin ella, no habría renacimiento para el pueblo quimérico.

Él era quien iba a quedarse con ella —«un compromiso previo», como le había dicho a Ormerod—, pero ahora no podía y, su historia, después de todo, no sería igual que la de Eretz: serafines y quimeras juntos, y una «manera diferente de vivir». Su historia era un simple aleteo entre millones dentro de un mundo sitiado y, una vez más, quedarían separados.

Fue Liraz quien rompió el silencio al final.

—¿Qué pasa con los dioses estrella? —preguntó con tono suplicante—. En el mito se enfrentan a las bestias y las derrotan.

—Los dioses estrella no existen —respondió Scarab, y junto a sus palabras llegó un breve y desolador envío: un cielo desgarrado y la comprensión de que no había nada en toda aquella vastedad que los cuidara, y ninguna ayuda en camino. Por muchos dioses que hubieran nombrado y venerado en tres mundos y más, ¿cuándo habían recibido ayuda jamás? Scarab añadió, con una voz que igualaba en desolación a sus palabras—: Y nunca existieron.

Fue lo peor, el momento más terrible de todos, y Karou lo recordaría siempre como la más negra de las sombras; el tipo de negrura que las sombras adquieren solo cuando se encuentran con la luz más brillante.

Porque, de repente, llegó otro envío hasta ellos. Desvaneció el anterior, brillante y cegador. Era luz, impresionante y abundante. Una sensación de luz. Un ejército de luz. Había siluetas dibujadas en ella, doradas y numerosas, y Karou supo quiénes y qué eran. Todos lo supieron, aunque las siluetas no concordaran con el mito. Aquello fue lógica onírica y sabiduría profunda del corazón. Eran los radiantes guerreros.

Los dioses estrella.

Karou vio cómo Scarab levantaba la cabeza bruscamente y Nightingale también. Interpretó su conmoción y supo que aquel envío no les pertenecía ni a ellas ni a los otros stelian, que parecían igual de atónitos.

Entonces, ¿de dónde procedía?

Aún.

Una palabra, pronunciada a la espalda de Karou por alguien de su propio grupo, y la voz le resultó familiar, pero demasiado inesperada para reconocerla en aquel primer instante. Tuvo que volverse para verlo con sus propios ojos, y parpadear, y mirar de nuevo antes de poder creerlo.

«Las personas con destinos no deberían hacer planes», bromearía Eliza más tarde, riendo, pero en aquel momento lo que dijo fue:

—No existen los dioses estrella aún.

Porque se trataba de ella. Eliza. Se adelantó y apareció beatífica, casi radiante. Había permanecido prácticamente olvidada entre la mezcla de criaturas de aquel mundo, y no era de extrañar, porque nadie sabía lo que era, no con exactitud. Les había dicho a Mik y Zuzana que era una mariposa, pero carecían de contexto para comprender lo que aquello significaba —sus implicaciones— y, de todos modos, era más que eso. Eliza era un eco, y más que eso también. Era una respuesta. El misterio brotaba de su piel; la cubría igual que una perla negra. En aquella Segunda Edad no existían serafines de ébano; los de Chavisaery habían perecido con Meliz, así que los stelian la miraron fijamente, sorprendidos.

Ella tenía los ojos clavados en Scarab, y Scarab en ella.

—¿Quién eres tú? —preguntó la reina, suavizada ya su severidad por el asombro.

Con una invitadora y brillante mirada, Eliza asintió con la cabeza, animando a Scarab a conocerla —a tocar el hilo de su vida— y Scarab lo hizo con la punta de un dedo de su ánima, una caricia ligera como una pluma que recorrió el hilo por completo. Eliza notó un escalofrío. La sensación era nueva y le puso la carne de gallina, y pensó que resultaba divertido que su cuerpo reaccionara de una manera tan corriente como la carne de gallina al roce de una dorada reina seráfica en el hilo de su vida.

Después de que Scarab leyera lo que contenía, todos vieron el baile del fuego de sus ojos y su expresión se volvió beatífica también.

Ninguno de ellos lo entendió entonces, excepto Eliza y Scarab. Ni siquiera Nightingale. Pero todos los presentes aquella noche en las cuevas de los kirin —serafines, quimeras y humanos— dirían después que sintieron, en aquel instante, que poco a poco se desvanecía una edad oscura y florecía una brillante. Fue un final solapado a un principio y fue emocionante y confuso, primario y terrorífico, eléctrico y delicioso.

Fue como enamorarse.

Scarab dio un paso adelante. Toda su vida había estado obsesionada por el ananke; la implacable atracción del destino. Había sido opresivo y había sido esquivo. Le había provocado incertidumbre y pavor. Pero jamás había experimentado la perfecta plenitud que estaba sintiendo en aquel momento, como una pieza de puzle que encaja. Culminación. Más que eso. Consumación.

El ananke se calmó. Sentirse liberada de él fue como el silencio cuando los gritos de un bebé se han vuelto insoportables y de repente cesan.

Permaneció delante de aquella mujer —aquella serafina llegada de ninguna parte que pertenecía a la línea desaparecida de Chavisaery, a quienes todo Meliz había venerado como profetas— y toda la incertidumbre y el pavor de Scarab… se desvanecieron.

—¿Cómo? —preguntó. ¿Cómo era posible? ¿De dónde había llegado Eliza? ¿De dónde procedía su envío y qué significaba?

¿Cómo? Eliza dirigió la mirada hacia Karou y Akiva, hacia Zuzana y Mik, y hacia Virko, que la había transportado en su espalda para alejarla de la kasbah y de los agentes de gobierno y quién sabe de qué más. Los cinco la habían rescatado de la infamia, la locura y una vida sin futuro. Gracias a ellos, estaba donde se suponía que debía estar, y sí, ahora tenía un futuro. Todos lo tenían y… vaya futuro. Recorrió con la mirada al resto de la compañía y sintió la misma plenitud que Scarab. Aquello era lo correcto. Aquello estaba predestinado y era al mismo tiempo imposible e inevitable, como todos los milagros.

—Creo que ha llegado el momento —fue su respuesta. Aquellas palabras pronunciadas con asombro iban cargadas de destino y, aunque la compañía no las entendiera, estaban desconcertados por la gravedad del momento y mantuvieron la boca cerrada.

Bueno. Excepto Zuzana. Mik y ella estaban agarrados el uno al otro, absorbiendo todo por los ojos y los oídos, y entendiéndolo también —las palabras, al menos— porque Zuzana se había metido unos cuantos deseos en el bolsillo, a la porra la policía de los deseos, y en cuanto habían llegado ante los desconocidos, había desvanecido dos lucknows, uno para ella y otro para Mik, para regalarse el idioma de los ángeles.

Sin embargo, no resultó de gran ayuda para interpretar lo que estaba sucediendo, así que Zuzana se aventuró a preguntar:

—Eh, ¿el momento de qué?

Una oleada de júbilo —y de alivio porque alguien hubiera dado voz a la pregunta que deseaban fuera respondida— los recorrió a todos. En serio. ¿El momento de qué?

—El momento de la liberación —respondió Eliza—. De la salvación. El momento de los dioses estrella.

—Los dioses estrella son un mito —intervino Scarab, insegura pero dispuesta a dejarse persuadir. Como los demás, la reina conservaba la imagen del envío de Eliza en su mente y no sabía qué hacer con ella. Solo sabía que quería creerla.

—Lo son —coincidió Eliza, sonriendo. Todos la contemplaban. Todos la escuchaban. Qué extraño que se convirtiera en el centro de aquel instante (aquel formidable instante en la historia de todos sus mundos)—. Mi pueblo pensaba que el tiempo es un océano, no un río —les dijo a todos—. No se aleja y desaparece, usado y gastado. Simplemente existe, eterno y absoluto. Los mortales debemos movernos a través de él en un sentido, pero eso no refleja su verdadera naturaleza, solo nuestras limitaciones. El pasado y el futuro son nuestros propios constructos.

»En cuanto a los mitos, algunos son inventados, pura fantasía. Pero algunos son reales. Unos ya se han vivido. Y en el vagar del tiempo, eterno y absoluto, otros no —Eliza hizo una pausa, reuniendo las palabras con las que lo comprenderían—. Algunos mitos son profecías.

Una raza de radiantes guerreros escuchó hablar del nithilam y viajó desde su lejano mundo para enfrentarse a ellos.

Aquellos fueron los dioses estrella que trajeron luz al universo.

En algún momento intermedio, Karou y Akiva habían salvado el espacio que los separaba. Ahora estaban agarrados mientras el asombro hacía que la cueva se tambaleara a su alrededor. Su despedida no estaba olvidada ni eludida. Su miedo había desaparecido, aunque no su tristeza. Sucediera lo que sucediera en las cuevas aquella noche, aún deberían enfrentarse a la separación. Loramendi esperaba, con todas aquellas almas en silencio bajo la ceniza. Karou seguía siendo la última esperanza de las quimeras, y Akiva era lo que era, inconmensurable y peligroso. Pero habían visto algo en aquel envío dorado, y el nuevo futuro que se presentaba ante ellos era tan magnífico como terrible.

De algún modo e instantáneamente, se convirtió también en algo… inevitable. Era como si el envío de Eliza se hubiera insertado en los hilos de todas sus vidas y se hubiera convertido en parte de ellos.

No había vuelta atrás.

Ziri había tomado la mano de Liraz cuando el primer envío oscuro los había atenazado, y aún la mantenía agarrada. Era la primera vez que cualquiera de los dos sujetaba la mano de otro y, para ellos, la inmensidad de lo que estaba sucediendo esa noche quedó eclipsada por el maravilloso sobrecogimiento producido por unos dedos entrelazados, como si aquello fuera para lo que las manos habían sido siempre en lugar de para sujetar armas.

Su asombro quedó también minado por la tristeza, ya que creció en ellos la convicción de que aún no habían terminado de sujetar armas.

Ni mucho menos.

Eliza era una profeta y una faerer, y lo primero fue magnífico porque les regaló aquel envío y todo lo que auguraba, pero lo segundo resultó más magnífico aún, porque ella era la culminación de su propia profecía. En su interior guardaba mapas y recuerdos. Mucho tiempo atrás, Elazael de Chavisaery había viajado más allá de los velos y cartografiado los universos que existían, y gracias a lo que los magos sedientos de poder le habían hecho a los doce, aquellos mapas pertenecían ahora a Eliza, y también los recuerdos de su antepasada sobre las propias bestias. Nadie vivo había contemplado el nithilam o recorrido los territorios que habían devastado, pero todo aquello estaba dentro de Eliza.

Si Scarab iba a enfrentarse al cataclismo, necesitaría un guía. E iba a hacerlo, y ahora contaba con uno.

Y más que un guía. Todos lo vieron. Scarab y Eliza se convirtieron en un destino establecido, en dos mitades formando un todo desde el instante en que se miraron por primera vez. Incluso Carnassial, en todo momento silencioso, renunció a sus esperanzas tan discretamente como las había mantenido hasta entonces.

En cuanto al resto de ellos, todos habían visto las siluetas en el envío y todos lo habían creído del mismo modo que los sueños, sin consideración ni duda.

«Algunos mitos son reales», había dicho Eliza. «Unos ya se han vivido. Y en el vagar del tiempo, eterno y absoluto, otros no».

El resto de ellos supo de inmediato dos cosas: quiénes eran los radiantes guerreros y qué eran.

El «qué» era sencillo, aunque no por ello menos importante. Eran los dioses estrella quienes, en el devenir del tiempo, aún no habían llegado a existir.

¿Y en cuanto al «quién»?

Las siluetas estaban inundadas de luz, magníficas y… familiares. Se vieron a sí mismos, cada uno de ellos, desde Rath, el muchacho dashnag que ya no era un muchacho, hasta Mik, el violinista del siguiente mundo y Zuzana, la fabricante de marionetas. Hasta Akiva y Liraz, que jamás dejarían de añorar que Hazael estuviera con ellos. Hasta Ziri de los kirin, afortunado después de todo, e incluso Issa, que nunca había sido una guerrera. Y hasta Karou.

Karou que, en una vida anterior, había comenzado aquella historia en un campo de batalla al arrodillarse junto a un ángel moribundo y sonreír. Se podría trazar una línea desde la playa de Bullfinch a través de todo lo que había sucedido desde entonces —vidas finalizadas y comenzadas, guerras ganadas y perdidas, amor y huesos de la suerte y rabia y remordimiento y decepción y desesperación y siempre, de algún modo, esperanza— hasta terminar justo allí, en aquella cueva de los montes Adelfas y en aquella compañía.

El destino hizo acto de presencia y se mostró nítido, pero aun así todos se quedaron sin aliento al escuchar a Scarab, reina de los stelian y guardiana del cataclismo, decir, con un fervor que los estremeció a todos, incluida a ella:

—Existirán los dioses estrella. Y seremos nosotros.