EL CATACLISMO
Nightingale comenzó el relato, pero Scarab continuó con él. La anciana estaba siendo demasiado moderada, trataba de minimizar el horror de una historia que era la esencia del horror mismo; como si temiera que el guerrero que tenía delante no fuera a soportarla.
La soportó. Palideció. Apretó la mandíbula con tal fuerza que Scarab pudo escuchar el crujido del hueso, pero Akiva aguantó.
Scarab le habló de la arrogancia de unos magos que habían creído que podrían reclamar el continuo al completo, y le habló de los faerer y de que los stelian habían sido los únicos en oponerse a su viaje. Le habló de la perforación de los velos, de cómo los doce elegidos habían aprendido a cortar el tejido de la existencia, una sustancia tan alejada de su comprensión que podrían haber sido aves carroñeras picoteando los ojos de Dios.
Y le habló de lo que habían encontrado —y liberado— en el extremo más alejado de uno de los velos más distantes.
Nithilam lo habían llamado ellos, porque las bestias no tenían lenguaje para ponerse nombre a sí mismos, solo hambre. Nithilam era la antigua palabra para designar el caos… y eso eran las bestias.
No había ninguna descripción de ellas. Nadie vivo las había visto jamás, pero Scarab sentía su presencia, menos allí que en su hogar, pero la percibía incluso en aquel momento. Estaban siempre allí. Jamás dejaban de estar allí. Presionando, absorbiendo, royendo.
Ser stelian significaba irse a dormir cada noche en una casa en la que los monstruos acechaban en el tejado, tratando de entrar a la fuerza. Pero el tejado era el cielo. El velo, en realidad, pero en las Islas Lejanas, donde todo era mar o cielo, estaba alineado con el cielo, así que ellos decían simplemente el cielo sangra, el cielo se mancha. Enferma, se debilita, se quiebra. Pero era el velo, formado de incalculables energías —el sirithar—, lo que los stelian nutrían, protegían y alimentaban cada segundo del día con su propia vitalidad.
Tal era su tarea. Así mantuvieron el portal cerrado cuando los faerer habían fracasado y ese era el motivo por el que sus vidas eran más cortas que las de sus disolutos primos del norte, que no aportaban nada y solo tomaban de aquel mundo al que habían acudido en busca de refugio para luego reclamarlo por la fuerza.
Los stelian aportaban energía al velo que unos locos habían dañado y lo sostenían bajo la martilleante fuerza del nithilam. Los monstruos. Pero eran más que monstruos, tan inmensos y destructivos que, para Scarab, solo resultaba adecuada una palabra: «Dioses».
¿Para qué existía una palabra así si no era para designar una inmensidad oculta como aquella? En cuanto a los «dioses estrella», durante tanto tiempo venerados por los suyos, para Scarab no eran más que un cuento para antes de irse a dormir. ¿Qué bien hacían unos dioses radiantes que solo observaban desde lejos mientras los dioses oscuros trataban de devorarte a cada instante?
Scarab imaginaba el nithilam como unas inmensas cosas negras que rebuscaban sin parar, con sus bocas enormes —palpitantes, cartilaginosas y succionadoras— adosadas al velo igual que anguilas resplandecientes enganchadas al cuerpo de una serpiente marina arrastrada hasta una playa, con el vientre pálido al sol, desesperada y moribunda mientras su parásito sigue palpitando. Sigue succionando. Enloquecido por extraer hasta la última gota vital.
Aquello no se lo contó a Akiva. Era su propia pesadilla, lo que ella veía cuando cerraba los ojos en la oscuridad y sentía cómo las bestias se revolvían contra el velo. Solo le dijo lo que contaba el mito, porque en el mito estaba la realidad: había oscuridad y monstruos grandes como mundos que vagaban por ella.
Y cuando le habló de Meliz, distinguió en él la comprensión y luego la pérdida. Fue un eco de lo que había visto antes, cuando Nightingale le había enviado la imagen de Festival. Tal vez la anciana hubiera pretendido ser amable. O tal vez la cegara el dolor de su propia pérdida. A Scarab le había sorprendido ver lo que provocaba en Akiva recibir a su madre en un envío —su primer envío, que su mente trataría desesperadamente de distanciar de la realidad— y luego perderla de nuevo tan abruptamente.
Y ahora Meliz. Meliz, corona del continuo, jardín de la grandiosa Totalidad. El hogar de los serafines y toda la elegancia de sus cien mil años de civilización. Contempló el rostro de Akiva mientras le entregaba la inimaginable profundidad de su propia historia, la grandeza de su linaje, la gloria de los serafines de la Primera Edad y… se lo arrebataba. Meliz, primero y último. Meliz, perdido.
Se recordó a sí misma lo que era Akiva, y se mostró insensible a las oleadas de pérdida y tristeza que lo recorrían, robándole cada una algo vital y dejándolo… más vacío de cómo ella lo había encontrado.
¿Era aquello lo que Scarab deseaba? ¿Empequeñecerlo? ¿Qué quería de él? No estaba completamente segura. Lo había perseguido para matarlo, pero la respuesta, ahora lo sabía, no era tan sencilla.
Tras la batalla en los montes Adelfas, en la que ella había segado los hilos de la vida de los soldados atacantes, guardándolos para comenzar su yoraya —aquella arma mística de sus ancestros—, se había convencido de que el hilo de Akiva sería la gloria de su arpa. Aquella vida para encordar su arma. El poder de aquel serafín bajo su control.
Y tal vez aquella fuera la respuesta. Tal vez había sido el fin hacia el que el ananke de Festival la había impelido en todo momento.
Scarab deseaba que su propio ananke fuera más claro al respecto.
En una cuestión era totalmente claro; el nithilam era su destino.
Y ella era el de las bestias.
Era consciente de su presencia en todo momento, pero cuando se echaba a dormir y la oscuridad formaba una bóveda sobre ella era cuando se sentía enfrentada a las bestias en la distancia. A través de una barrera, sí, pero siempre había existido —incluso antes de que surgiera cualquier esperanza sensata en que apoyarla— la… premonición de un desafío. De enfrentar poder contra poder, sin más barreras. Ella como enemiga de las bestias, igual que ellas lo eran de Scarab.
Ella como pesadilla de las bestias, igual que ellas lo eran de Scarab.
Scarab, azote de los dioses monstruo. Reclamando todos los mundos devorados.
Aún no existía ninguna esperanza sensata. Scarab se dio cuenta de que Nightingale sentía lo que estaba creciendo en su interior —no solo el inicio de la yoraya, sino su propósito— y cómo retrocedió, horrorizada. ¿Y quién no lo haría?
Los stelian habían construido su vida en aquella nueva era sobre la creencia de que el cataclismo no podía ser derrotado, sino solamente contenido. Así que lo contuvieron. Lo contenían y morían demasiado jóvenes y sin reconocimiento alguno, aceptando una tarea que sus antepasados habrían rechazado. Encogidos de miedo y derramando su vitalidad, sin pensar ni una sola vez en enfrentarse a su enemigo en la batalla, porque los enemigos eran devoradores de mundos y los stelian ya ni siquiera eran guerreros.
Y porque lo que arriesgaban, si fracasaban, era… todo lo que quedaba. Todo lo que quedaba. Eretz era el tapón que evitaba una avalancha de oscuridad que no conocería fin. Si los stelian fracasaban, los demás mundos desaparecerían.
A Akiva no le dijo nada de aquello. Ya le había contado todo excepto su propio papel en aquella historia. Debería haberle resultado sencillo acabar. Mirad lo que ha hecho. Pero Scarab sintió que la abandonaba la voz. De manera incoherente, mientras se enfrentaba a la desolación que había provocado dentro de él, Scarab recordó la manera en que Akiva había sonreído —a ella aunque no a ella— y el resplandor que había brotado de él en aquel momento, y la alegría, y cómo aquel descubrimiento la había hecho tambalearse, igual que un principiante que descubría el lexica y sentía por primera vez todo un rutilante lenguaje secreto. Lo había visto de nuevo en los baños de la cueva donde él había permanecido a la espera de… de lo que ella había llamado, dirigiéndose a Nightingale, «su cita», sin querer utilizar la verdadera palabra que lo definía. Aquello que la encantadora extranjera de pelo azul avivaba en él y el brillo que nacía de ello.
Akiva estaba enamorado.
Era una lástima, pero no era problema de Scarab. Al lado del nithilam, era como una huella en la ceniza; fugaz y fácil de borrar.
La pausa de Scarab se prolongó demasiado y Nightingale, con gran delicadeza, trató de retomar el relato como una madeja de hilo para tejer la última pieza y que ella no tuviera que hacerlo.
Scarab sacudió la cabeza, encontró la voz y le contó el resto a Akiva.
Y lo sintió dentro de su pecho cuando él cayó de rodillas. Pensó en Festival, a quien no había conocido, llamada por un feo destino a medio mundo de distancia: entregar su propia santidad a un rey tirano para engendrar a aquel hombre —Akiva de los Ilegítimos—, quien, por alguna razón inefable, era más poderoso que todos los demás.
El feo destino de la propia Scarab era hacerlo caer de rodillas, aunque pensó que Festival lo habría entendido. El ananke abre surcos tan profundos que solo se puede seguir su trazado o vivir tratando de escalar los bordes para escapar. Scarab no iba a intentar escapar. En todo momento se había estado dirigiendo hacia aquello, desde que escuchó hablar de un arpa encordada con vidas arrebatadas. Antes incluso, desde el momento en que las energías se unieron para crearla. Su camino se encontraba delante de ella y Akiva formaba parte de él.
Había realizado aquel viaje para dar caza y matar a un mago.
Regresaría de él armada para dar caza y matar dioses.
Hubo un tiempo en el que solo existía oscuridad y monstruos tan grandes como mundos que vagaban por ella. Amaban la oscuridad porque ocultaba su fealdad. Dondequiera que otra criatura conseguía crear luz, ellos la extinguían. Cuando nacían estrellas, se las tragaban, y parecía que la oscuridad sería eterna.
Pero una raza de radiantes guerreros escuchó hablar de ellos y viajó desde su lejano mundo para enfrentarse a aquellos seres. La batalla entre la luz y la oscuridad fue larga y muchos de los guerreros murieron. Al final, cuando derrotaron a los monstruos, quedaban vivos cien de ellos, y aquellos cien fueron los dioses estrella que trajeron luz al universo.
Akiva trató de recordar la primera vez que había escuchado el mito. Monstruos que devoraban mundos y vagaban en la oscuridad. Enemigos de la luz que se tragaban las estrellas. ¿Se lo había contado su madre? No lo sabía. Cinco años apenas la había tenido, y muchos años habían pasado desde entonces para borrar los recuerdos. Podría haberlo aprendido en el campo de entrenamiento, como propaganda para forjar su odio hacia las quimeras, porque así era como el Imperio había retorcido el cuento: un mito de creación tan horroroso que resultaba estúpido.
Él se lo había contado a Madrigal en su primera noche juntos mientras permanecían tumbados sobre su ropa en una orilla musgosa, pesados y perezosos por el placer. Les había hecho reír.
«El feo tío Zamzumin que me fabricó a partir de una sombra», había dicho ella. Absurdo.
O no. Scarab les daba unos nombres distintos a los que Akiva conocía, pero tenían su propia lógica. En el Imperio, el sirithar se había convertido en el estado de calma en el que los dioses trabajaban a través del guerrero, así que el nithilam había sido su opuesto: el fragor sin dioses en plena batalla para matar en vez de morir. En otro tiempo, aquellos nombres habían significado algo sobre la naturaleza de su mundo. De algún modo, la realidad se había perdido.
En aquel momento, Akiva descubrió que los monstruos eran reales.
Que cada segundo de cada día golpeaban el velo del mundo.
Que el pueblo con el que compartía parte de su sangre vivía entregado a apuntalar aquel velo con su propia fuerza vital.
Y que él… él… había estado a punto de desgarrarlo.
Estaba arrodillado. Era solo vagamente consciente de haber caído. Los faerer habían provocado solo la mitad de aquel cataclismo. En su ignorancia, él había estado a punto de completarlo.
«No solo ignorancia», envió Nightingale a su mente. Se puso de rodillas frente a él mientras Scarab permanecía donde estaba, impasible. «Ignorancia y poder. Forman una combinación terrible. El poder es tan misterioso como los propios velos. El tuyo es mayor que el de cualquier otro. No podemos arrebatártelo sin matarte y no deseamos hacer eso. Pero tampoco podemos dejarte aquí y esperar que lo contengas por ti mismo».
Y Akiva comprendió la elección que no era tal.
—¿Qué queréis de mí? —preguntó con voz ronca, aunque ya lo sabía.
—Que vengas con nosotros —respondió Nightingale en alto. Su voz sonó dulce y triste, pero Akiva miró por encima de su hombro hacia Scarab y no vio en ella tristeza ni clemencia. Su abuela añadió con mucha suavidad—: Vuelve a tu hogar.
Hogar. Parecía una traición incluso escuchar aquella palabra, más todavía porque cuando lo hizo estaba mirando a Scarab. Un hogar sería lo que Akiva formaría con Karou. Un hogar era Karou. Akiva sintió que su futuro se desenmarañaba entre sus manos. Pensó en la manta que aún no existía, el símbolo más sencillo y profundo de su esperanza: un lugar para amar y soñar. ¿Tendrían que rasgarla en dos, Karou y él, y llevarse cada uno su mitad deshilachada allí donde sus destinos estuvieran determinados a conducirlos?
—No puedo —contestó Akiva con desesperación, sin pensar en lo que aquello significaba y que podría interpretarse como su elección.
Nightingale lo miró con una arruga de decepción en la comisura de los labios. En cuanto a Scarab, su rostro no reveló nada, y aun así le dejó muy claro a Akiva lo que implicaba aquella decisión para que no lo malinterpretara. En dos ocasiones anteriores se había sentido debilitado por una repentina e intensa percepción de su propia vida. Aquella era la tercera y llegó acompañada de un envío más crudo que el de Nightingale, inconfundiblemente de Scarab, que no fue cruel, solo despiadado. Akiva comprendió que no había espacio para la compasión, no para ella. Era reina de un pueblo esclavizado por una carga tan grande que la totalidad del continuo dependía de ellos. No podía flaquear jamás, y no lo hizo. Aquello era fuerza, no crueldad. Su envío fue una imagen: un filamento resplandeciente sujeto entre dos dedos y la comprensión de que el filamento era la vida de Akiva y los dedos, los de ella, y que acabar con él sería tan fácil como chasquearlos.
Y lo haría.
Pero Akiva sintió algo más en el envío y le sorprendió. Sería más seguro para todos, y más sencillo para ella, matarlo en aquel momento. Y no solo más sencillo, no solo más seguro: había algo que no comprendía en la imagen de aquel filamento resplandeciente. Una cuerda de arpa. Scarab y Nightingale habían discutido sobre ello antes, y Akiva sintió que la reina de algún modo salía ganando al matarlo.
Pero no quería hacerlo.
—¿Bien? —le preguntó Scarab.
Y fue una elección sencilla. La vida primero. Después de todo, hay que estar vivo para conseguir lo demás.
—De acuerdo —respondió Akiva—. Iré con vosotros.
Y, por supuesto, porque Ellai estaba allí —diosa de fantasía que había apuñalado al sol y traicionado a más amantes de los que jamás ayudó—, Karou entró en la cueva en aquel preciso instante y le oyó.