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LA MAYORÍA DE LAS COSAS IMPORTANTES

Karou sostuvo un gavriel sobre la palma de la mano. Todo el mundo estaba reunido a su alrededor en la caverna grande. Quimeras, Ilegítimos, humanos. Y Eliza, fuera lo que fuera en aquel momento. Karou miró hacia donde la chica estaba apartada, al lado de Virko, y no supo qué era Eliza, pero sí que compartían algo: ninguna de ellas era totalmente humana, sino algo más, y cada una era única en su especie.

—¿Qué deseo vas a pedir? —le preguntó Zuzana.

Karou bajó los ojos de nuevo hacia el medallón, tan pesado en su mano. Brimstone pareció devolverle la mirada. Estaba fundido de manera tosca, pero aun así le recordó instantáneamente su rostro y su voz, tan profunda que parecía la sombra de un sonido.

«Yo también sueño con ello, niña», le había dicho en la mazmorra mientras esperaba a ser ejecutada, y Karou ansió poder enseñarle lo que había delante de ella en aquel momento (aunque ningún deseo sería capaz de lograrlo). Mira lo que hemos conseguido. Mira a Liraz y a Ziri, el uno al lado del otro. Apostaría cualquier cosa a que la piel de sus brazos, suficientemente cerca para rozarse, estaba electrizada como había estado la suya antes, cuando Akiva se encontraba a su lado. Y allí estaba Keita-Eiri, que solo unos días antes había levantado sus hamsas hacia Akiva y Liraz, riendo. Estaba junto a Orit, el ángel que durante el consejo de guerra había mirado con furia hacia el lado opuesto de la mesa, discutiendo con el Lobo sobre la disciplina de sus soldados. Y Amzallag, listo dentro del cuerpo que Karou le había fabricado —no enorme y gris como el anterior, ni horroroso— para partir y sacar las almas de sus hijos de entre las cenizas de Loramendi.

Estaban serios y unidos, como compañeros que habían luchado juntos y sobrevivido a una batalla imposible, y que llevaban consigo el misterio de lo sucedido, e incluso más que solidaridad. Después de la batalla de las Adelfas, había una acechante sensación de destino.

El destino. Una vez más, Karou fue incapaz de sacudirse la idea de que, si existía tal cosa, la odiaba.

En cuanto a la pregunta de Zuzana, ¿qué deseo iba a pedir a aquel gavriel? ¿Qué podía desear que le devolviera a Akiva, que apaciguara la violenta sensación que la invadía de que podrían lograr todo lo que habían creído necesario y aun así no se les permitiría tenerse el uno al otro? Brimstone había sido siempre muy claro respecto a los límites de los deseos.

—Hay cosas más grandes que un deseo —le había dicho cuando era una niña.

—¿Cómo qué? —había preguntado ella, y su respuesta la obsesionó mientras sujetaba aquel pesado gavriel en la mano y lo único que quería era creer que resolvería sus problemas.

—La mayoría de las cosas importantes —le había contestado Brimstone, y ahora supo que tenía razón. No podía desear que se cumpliera su sueño, ni la felicidad, ni que el mundo los dejara simplemente vivir. Karou sabía lo que sucedería. Nada. El gavriel permanecería allí, con el retrato de Brimstone acusándola de insensatez.

Pero los deseos tampoco eran inútiles, siempre que respetaras sus límites.

—Deseo saber dónde está Akiva —dijo, y el gavriel desapareció de su palma.