ABERRACIÓN
«Hay una razón».
(¿Qué he hecho?)
«Hay una razón para el diezmo de dolor».
No habló. Nightingale transmitió todo a Akiva en silencio, con envíos, pero incluyendo más que palabras. Era recuerdo presentado ante él, con sonido, imagen y emoción desplegada para él, con miedo y tristeza. Era imposible malinterpretarlo. Akiva estaba delante de Nightingale y Scarab y las veía allí fuera y a los otros tres detrás de ellas. Pero, dentro, experimentó algo más, y se apartó de ello.
«Tranquilo. Eres hijo de mi hija».
Festival. Nightingale se la ofreció a Akiva en un recuerdo tan saturado de melancolía que comprendió, por su duración, lo que él solo no podía por falta de contexto: el amor de un padre por un hijo perdido.
«Deseo conocerte. Para ayudarte y no para hacerte daño. Así que debes escucharme. Eres hijo de mi hija, pero nunca supe de ti. Perdimos a Festival. Desapareció. Solo porque existes sé lo que fue de ella. Sé que mi amada hija se convirtió en concubina en el harén de un ángel belicoso que destrozó medio mundo».
No disfrazó la desolación que aquello le provocaba y Akiva se sintió la causa de aquel sentimiento, como si el tiempo retrocediera y él empujara a su madre a tomar la decisión que lo crearía.
«También sé que esto no pudo sucederle… contra su voluntad. Era stelian e hija mía. Era fuerte. Así que tuvo que elegirlo».
Los recuerdos eran tan fluidos que parecían del propio Akiva. Y, deslizándose bajo las palabras de Nightingale: una destilación pura de la mujer que había sido Festival, hermosa y afligida. ¿Afligida? Por su habilidad de zahorí para encontrar las vetas del destino y su compulsión para seguirlas, incluso hacia la oscuridad.
«Y por eso. Por eso debió de tener alguna razón».
De la mente de Nightingale pasó a la de Akiva la comprensión de que para muchos stelian el destino era tan real como el amor o el miedo: una dimensión de sus vidas con peso suficiente para moldearlas. Aquella sensibilidad a la atracción del destino se llamaba ananke. Si el ananke de un individuo era fuerte, bueno…, podía seguirlo o resistirse, pero con la resistencia llegaba una opresiva sensación de estar equivocándose que saturaba cada decisión que se tomaba.
«Y tú debiste de ser la razón».
Los recuerdos se desvanecieron, dejando un vacío en el que Akiva se perdió.
Tú, tú eran las palabras que se repetían en el vacío y que se unían a otras que estaban allí, a la espera.
«Mi hijo no quedará enredado en tus endebles hados», habían sido las palabras de Festival.
Pero antes de que pudiera empezar a asimilar aquello, un nuevo envío floreció en el espacio donde había estado Festival. Era muy distinto: frío, remoto e intenso.
«El continuo que es la grandiosa Totalidad está amarrado y delimitado por energías. Nosotros las llamamos velos. Tienen otros nombres, muchos, pero este es el más sencillo. Están más allá de nuestro alcance. Los velos son el principio y el refugio de todas las cosas, y sabemos que mantienen los mundos protegidos y diferenciados. Rozándose, pero separados, como se supone que deben de permanecer los mundos. Cuando se atraviesa un portal, se está transgrediendo un corte en un velo».
Velos, el continuo, la grandiosa Totalidad. Eran términos que Akiva no había oído, pero le fue entregada una explicación y había una reverencia en ella que rozaba la veneración. No era una representación ni un recuerdo, porque aquello era imposible. Nadie había visto el continuo. Era todo. La suma de los mundos.
Hasta aquel momento, Akiva había conocido dos: Eretz y la Tierra. Por el envío de Nightingale, entendió que existían… muchos.
Era vertiginoso. Lo que entrevió en la idea del continuo bastaba para que deseara caer de rodillas. Contempló el espacio, todo a su alrededor y expandiéndose. Y expandiéndose y expandiéndose, sin límite a su avance, sin límite a sus dimensiones. Como un dios alzando un millón de cabezas; una tras otra tras otra tras otra, abriendo un millón de bocas para liberar un rugido tremendo que retumbara en todo el universo…
«De los velos obtenemos la energía para la magia. Son el origen de todo. No es una cuestión menor. El poder no se puede tomar sin más. Hay un precio, un intercambio de energía. Eso es el diezmo».
—El diezmo de dolor —dijo Akiva. Pronunció las palabras porque no sabía cómo comunicarse de aquel modo, y vio que el ceño de Scarab se fruncía, mientras que el de Nightingale, que había permanecido fruncido, se suavizaba. Lo contempló con curiosidad y su respuesta transmitió una ligera pena.
«El dolor es un medio. El más sencillo y el más tosco. El diezmo de dolor es… utilizar un arado para arrancar una flor. ¿Es eso todo lo que sabes?»
Akiva asintió con la cabeza. Era desconcertante aquella conversación sin palabras.
—No todo —objetó Scarab en alto—. O no estaríamos aquí.
Cómo lo miró, con qué reproche. Akiva empezó a comprender.
—El sirithar —dijo con voz ronca.
La mirada de Scarab se aguzó.
—Entonces, lo sabes.
—No sé nada —respondió él amargamente, sintiéndolo con más intensidad que nunca.
Al notar su aflicción, Nightingale se acercó a él. Alargó la mano y Akiva sintió, igual que en otra ocasión, una fresca caricia en la frente, y supo que había sido ella quien había evitado que obtuviera el poder en la batalla de las Adelfas, y quien le había confortado después brevemente. Al instante, supo algo más que lo dejó atónito: el enigma de la victoria en los montes Adelfas. Habían sido ellos, por supuesto.
Aquellos cinco ángeles, de algún modo, habían cambiado el curso de la corriente frente a cuatro mil Dominantes. En numerosas ocasiones a lo largo de los años, Akiva había tratado de imaginar la magia que poseían sus parientes, pero jamás había supuesto un poder así.
Nightingale habló esta vez en alto, sin transmitirle nada más con la mente, y Akiva se alegró, especialmente cuando escuchó lo que tenía que decirle.
Ninguna fresca caricia podía suavizar aquello.
—El sirithar es la energía en sí misma, la materia en bruto de los velos. Es… la cáscara del huevo y la yema también. Protege y nutre. Da forma al espacio y al tiempo, y sin él solo habría caos. Preguntaste que qué habías hecho. Tomaste sirithar —sus palabras sonaron tristes—. Tanto de una vez que pagar el diezmo correspondiente te habría matado cientos de veces, pero no lo hizo, porque no entregaste tu diezmo. Hijo de mi hija, no entregaste nada, solo tomaste. Eso no debería hacerse y es algo muy grave. Lo que Scarab ha dicho es cierto. Te seguimos hasta aquí para matarte…
—Antes de que tú mataras a todo el mundo —intervino Scarab. Sin ninguna delicadeza. No importaba.
Akiva estaba sacudiendo la cabeza. No como negación. Los creía. Sentía la verdad de aquella afirmación y la respuesta a la pregunta que le había estado carcomiendo. Pero aún no lo comprendía.
—No sé nada —repitió—. ¿Cómo podría yo matar…?
A todo el mundo.
La voz de Nightingale surgió ronca.
—No entiendo por qué el ananke guio a mi hija a tu creación. ¿Por qué los velos traerían al mundo su propia destrucción?
Ananke. Ecos y reverberaciones del destino.
—¿Destrucción? —dijo Akiva, vacío. Toda su vida le habían dejado claro que él no era su propio dueño, que era simplemente un arma del Imperio, un eslabón en una cadena; incluso su nombre era prestado. Y se había liberado, se había reclamado a sí mismo. Había reclamado su vida como un medio para la acción —acción elegida por él— y había creído que por fin era libre.
Aún no entendía lo que Nightingale le estaba diciendo, ni por qué Scarab ponía en cuestión su vida, pero comprendió lo siguiente: que todo el tiempo había permanecido atrapado en la red de un destino mucho mayor de lo que jamás había soñado.
Su corazón se desbocó y Akiva descubrió que no era libre.
—No debería tomarse sin entregar diezmo —repitió Nightingale. Lo dijo con pesadez, significativamente, como para asegurarse de que lo entendía. Había consternación y desconfianza en su mirada, y atisbos de otras cosas (¿reproche?, ¿posiblemente asombro?)—. Nadie puede hacerlo —añadió con los ojos firmes, y una palabra llegó hasta Akiva (no pudo distinguir si en un envío o desde su propia mente).
Aberración.
—Pero tú lo has hecho en tres ocasiones. Akiva, tomar sin entregar el diezmo debilita el velo —Nightingale desvió la mirada hacia Scarab. Tragó saliva—. Al debilitar el velo… —vaciló. Akiva supo que había llegado el momento. Allí estaba la verdad. Avanzó a bandazos tras los ojos de Nightingale y era tan profunda y sombría como ninguna historia jamás contada. Akiva recibió ecos, jirones. Los había escuchado antes. Elegidos. Caídos. Mapas. Cielos. Cataclismo. Meliz.
Bestias.
Nightingale trató de evitar las palabras, pero Scarab no se lo permitió.
—Tú querías hablar con él, ¿no? Entonces, habla. Cuéntale lo que hacemos, hora tras hora, en nuestras lejanas islas verdes, y lo que tiene que agradecernos. Cuéntale por qué hemos venido en su busca y lo que ha estado a punto de echarnos encima. Háblale del cataclismo.