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LA POLICÍA DE LOS DESEOS

Lo que Zuzana dijo, para ser exactos, cuando bajó gritando del lomo del cazador de tormentas fue: «¡Oh, Dios mío! ¡Todas las montañas parecían iguales!».

Se habían perdido, aunque era francamente increíble que hubieran llegado tan lejos, por no hablar del estilo de su viaje.

Lo primero se lo debían principalmente a los mapas enterrados en la mente de Eliza, y lo segundo a la música y a que Mik hubiera encantado con su violín —uno nuevo y mejor que el que había dejado en la bañera de Esther— a una criatura voladora del tamaño de un barco pequeño. Aunque Zuzana no tuvo ningún problema en reclamar su parte del mérito; estaba segura de que su entusiasmo había sido la verdadera fuerza impulsora de aquella hazaña.

En cuanto Eliza les reveló que conocía otro portal —por el que su muchas veces tatarabuela había sido exiliada hacía mil años—, Zuzana estuvo preparada para marcharse. Daba igual que fuera a la Patagonia (dondequiera que estuviera aquello… Oh. Mierda. De verdad está tan, tan lejos. ¿En serio?), porque disponían de los medios para llegar.

Los deseos eran divertidos.

También eran escasos, irremplazables y sagrados por ser Brimstone quien los había acuñado, y no debían desperdiciarse como calderilla en un puesto de caramelos. Además, era probable que Karou necesitara los gavriels mucho más que ellos, aunque tampoco iba beneficiarle nada que no se los llevaran, así que el acuerdo al que llegaron fue el siguiente: se los llevarían. Sencillo. Y se esforzarían al máximo para hacerlo sin recurrir a los gavriels. Mik había bromeado una vez sobre la «policía de los deseos» mientras jugaban a pedir tres deseos en las cuevas y ahora se metía con Zuzana diciéndole que se había convertido exactamente en eso.

—¿Nada de habilidades de samurái? —había dicho poniendo ojos de cachorrito—. ¿O quizá algún otro superpoder cuidadosamente formulado?

—Podemos pedirle a Virko o a alguien que nos enseñe a pelear —había dicho ella—. No es un deseo imprescindible.

—Es un deseo de vago. Ese es su atractivo. Aprender cosas es difícil.

—Le dice el violinista a la artista.

—Vale. Vale —había respondido él con una sonrisa—. Sabemos perfectamente cómo aprender cosas —se había vuelto hacia Eliza—. ¿La científica e inteligente aprendiz de cosas quiere recibir un entrenamiento monstruoso con nosotros? Tenemos pensado convertirnos en tipos peligrosos.

—Me apunto —había respondido ella, así de fácil. Eliza Jones era un encanto.

De verdad. Incluso si no hubieran compartido un destino peculiar y un propósito loco, Zuzana aún habría querido ser amiga suya. Aquello no sucedía a menudo y le alegraba mucho, mucho que fuera así. Si Eliza hubiera sido una quejica, o una diva, o alguien que hacía ruido al masticar o algo así, aquel viaje podría haber sido una pesadilla.

Pero había sido impresionante.

Primero, tuvieron que llegar a la Patagonia (que resultó estar en su mayor parte en Argentina y un pedacito en Chile; quién lo hubiera dicho). Aquello solo requería dinero, que no les faltaba, ya que las cuentas de Karou seguían en orden pues aparentemente la malvada Esther las había dejado tranquilas. En tus narices otra vez, abuelita de pega. Zuzana había lamentado no poder regodearse al menos o, mejor aún, cumplir su amenaza, pero Mik había sido optimista.

—Tener que hacerse compañía a sí misma durante el resto de su vida es suficiente venganza —dijo él.

En absoluto imaginaban lo que le había sucedido.

Dio la casualidad de que Eliza también tenía unas ganas tremendas de venganza, lo que aumentó el cariño de Zuzana por ella. Parecía tan dulce con aquellos ojos grandes y hermosos…, pero sabía cómo alimentar un rencor. Aunque puso reparos a gastar un deseo en su peor enemigo, que parecía un debilucho muy rancio, Zuzana la convenció de que un shing —de los que tenían docenas y eran demasiado modestos para suponer un verdadero valor para Karou— podría ofrecerle una venganza satisfactoria.

Zuzana le había contado el excelente tormento ideado por Karou para Kaz, y Mik y Eliza no habían podido evitar reírse mientras les describía el cuerpo desnudo de aquel Adonis haciendo una espasmódica danza de picores sobre la tarima de modelo. Pero había sido lo que acompañó a aquella venganza —las cejas en constante crecimiento de Svetla— lo que había inspirado a Eliza.

Había besado el shing como unos dados de la suerte antes de decir: «Deseo que el pelo situado entre la nariz de Morgan Toth y su labio superior crezca una media de tres centímetros por hora, desde este mismo momento hasta dentro de un mes».

Había siempre un instante en el que se dudaba si el deseo excedería el poder del medallón, pero el shing se desvaneció con su última sílaba.

—¿Te das cuenta —había dicho Mik— de que acabas de describir un bigote tipo Hitler?

Por el destello en los ojos de Eliza, dedujeron que sí. Sin embargo, la venganza no estaba completa si el sujeto no sabía quién era el responsable, así que había enviado al correo electrónico del trabajo de Morgan, una fotografía de sí misma con el dedo colocado sobre el labio a modo de bigote. Asunto: «Disfruta».

—Tenemos que hacerle lo mismo a Esther —había declarado Zuzana—. Ahora mismo.

Así lo hicieron, y comenzaron su viaje de la mejor manera posible: imaginando, en solidaridad, el horror desconcertado de sus enemigos.

Un largo vuelo, algunas compras de ropa de abrigo y provisiones, un largo trayecto en coche, una larga caminata —por la nieve; maldición, en el hemisferio sur era invierno— y llegaron. Estaban lo bastante cerca del portal como para pensar en emplear un par de gavriels en la capacidad de volar. Estuvieron a punto de hacerlo también, pero conservarlos se había convertido en una cuestión de honor, así que Mik propuso:

—Vamos a ver lo que hay al otro lado antes de decidir. Eliza puede subirnos.

Lo hizo, y así fue cómo descubrieron lo que nadie más en todo Eretz sabía:

Dónde anidaban los cazadores de tormentas.

Y lo que nadie podría haber imaginado: que les gustaba la música.

Y entonces fue oficial: Mik había conseguido realizar las tres tareas de cuento de hadas. ¿Y el anillo que le abrasaba en el bolsillo? ¿El que había parecido tan vulgar en el resplandeciente cuarto de baño de mármol de la suite real?

Resultó que, a lomos de un cazador de tormentas, parecía perfecto, con el mar al norte, ondeando por debajo de ellos y salpicado de icebergs y criaturas marinas que emergían del agua y que de ninguna manera eran ballenas. Mik no pudo apoyarse sobre una rodilla sin riesgo de caerse, pero dadas las circunstancias, daba completamente igual.

—¿Quieres casarte conmigo? —preguntó.

La respuesta fue sí.

—Cómo me alegra veros —gritó Zuzana al ver a Liraz y Ziri. ¡Ziri! ¡No el Lobo Blanco, sino Ziri! Oh. Eso significaba que debía de haber… Pero daba igual, ¿no?, porque allí estaba con su cuerpo kirin otra vez y su aspecto era bastante similar al natural. Sonreía ampliamente, guapísimo y, a su lado, Liraz sonreía ampliamente también, hermosa y riendo con desenfrenado asombro, riendo. Riendo como una persona que ríe. Liraz.

Aquello parecía casi más asombroso que hacer aparición sobre un maldito cazador de tormentas. Pero no lo era.

Porque nada era tan asombroso como aquello.

—¿Puedes decirles que no encontramos las cuevas? —le pidió Zuzana a Eliza después de que el ataque inicial de risa y exclamaciones en sus idiomas mutuamente incomprensibles hubiera empezado a calmarse.

Eliza hablaba seráfico, lo que resultaba útil, pero también ligeramente irritante porque acabó con cualquier argumento sensato que Zuzana pudiera haber presentado a favor de invertir un deseo en adquirir una lengua de Eretz. Aunque habría sido el quimérico, por supuesto.

—Tendremos que aprender seráfico también —había dicho Mik con un suspiro que no engañó a Zuzana ni por un segundo.

—¿Aprender a resucitar y a volvernos invisibles y a pelear y ahora también idiomas no humanos? ¿Qué es esto, el colegio?

Pero Eliza no estaba traduciendo y Zuzana se dio cuenta de que estaba mirando fijamente a Ziri, estupefacta. ¡Oh! Claro. Su cuerpo. Había visto su cuerpo en la fosa. Aquello iba a necesitar alguna explicación.

—Es él —confirmó Zuzana—. Te lo contaremos luego.

Así que se hicieron las traducciones —para Liraz, que luego traducía al quimérico para Ziri— y luego los guiaron de nuevo hacia el sur mientras les preguntaban cosas como de dónde venían y si el cazador de tormentas tenía nombre. Cuando Zuzana divisó la abertura en forma de luna creciente, se dio cuenta del fallo que tenía la grandiosa visión que había imaginado: entrar planeando y hacer que todo el mundo se cayera de culo por el asombro y los aleteos fuertes como tornados de la criatura.

El cazador de tormentas —que no tenía nombre— no iba a caber por la abertura. Maldición.

Tuvo que interrumpir la charla trivial y hacerse comprender:

—Necesitamos público. Esto tiene que ser presenciado y relatado a lo largo y ancho del mundo. Cantado. Quiero que escriban canciones sobre esto. ¿Os importa? ¿Podríais ir a buscar a todo el mundo? ¿Y a Karou?

Llegado aquel punto, Ziri y Liraz se mostraron tímidos y raros, y Mik sugirió con delicadeza que tal vez Karou y Akiva estuvieran… ocupados.

¡Choque de emociones! ¡Emoción al pensar que al fin Karou y Akiva estuvieran «ocupados»! E injusticia por que coincidiera con su propio momento de gloria.

—Pero podemos interrumpirlos por esto, ¿verdad? —suplicó. En aquel instante, estaban planeando en círculos, evitando el momento en que tendrían que desembarcar y entrar en las cuevas a pie.

—No —contestó Mik con sensatez.

—Pero…

No.

—Está bien. Pero quiero que nos vea alguien.

Todo el mundo los vio. Liraz fue a buscarlos y se arremolinaron en la abertura, y hubo gratificantes exclamaciones de asombro y gritos. Zuzana escuchó el afectuoso bramido de Virko («¡Neek-neek!») y luego sintió, por fin, que había llegado el momento de terminar aquella travesía.

Acercaron la gigantesca criatura tanto como pudieron a la pared de roca, bajaron de su lomo medio saltando y medio lanzándose, y abrazaron su enorme cuello en señal de agradecimiento y despedida. Supusieron que se marcharía y los dejaría, aunque esperaron que no fuera así («Si no lo hace, le pondremos nombre»), y se quedaron mirando, anhelantes, mientras se elevaba más y más hasta que fue solo una silueta recortada en la brillante bóveda del cielo.

Solo entonces, al volverse hacia las quimeras y los serafines reunidos, se dieron cuenta de que algo iba mal. Había pesadumbre en su actitud y… Karou estaba allí. No estaba ocupada. ¿Por qué no? ¿Y por qué estaba allí, lejos de ellos? ¿Y dónde estaba Akiva?

Karou los saludó con la mano y les regaló una breve sonrisa de asombro y un gesto con la cabeza, y sus ojos mostraron sorpresa al ver las alas de Eliza, por supuesto, pero ni siquiera aquello la arrastró a recibirlos. Estaba hablando con Liraz y Liraz había dejado de reír como una persona que ríe. Había recuperado su apariencia más terrorífica. Con los labios apretados y las aletas de la nariz blanquecinas por la ira, más salvaje de lo que jamás hubiera parecido el Lobo Blanco.

Zuzana olvidó toda su gloria y corrió hacia su amiga.

—¿Qué pasa? ¿Qué, qué, qué? Por Dios, Karou, ¿qué?

—Akiva —Karou parecía perdida. Muy perdida. Así no era como se suponía que debería estar—. Se ha ido.