UNA ELECCIÓN
Akiva no sabía lo que le pasaba. Estaba en los baños de la caverna, con el corazón desbocado, esperando a Karou.
Y luego ya no estaba.
El tiempo parpadeó.
«Existe el pasado y existe el futuro», les había dicho a sus hermanos y hermanas no hacía tanto. «El presente no es más que el breve instante que separa uno de otro».
Estaba equivocado. Solo existía el presente y era infinito. El pasado y el futuro eran meras anteojeras que la gente se colocaba para que aquella infinitud no la enloqueciera.
¿Qué le pasaba?
Había perdido la percepción de su cuerpo. Estaba dentro de aquel territorio mental, el universo privado, su propia esfera infinita donde acudía para trabajar con la magia, pero no estaba allí por voluntad propia y no era capaz de emerger.
¿Le habían llevado a aquel lugar?
Notaba una presencia. Percibía voces que pasaban lejos de su alcance. No las oía. Solo las sentía como ondas moviendo la superficie de su conciencia; igual que el roce de unos dedos en el extremo opuesto de una seda. No se ponían de acuerdo.
Las energías rivalizaban. La de Akiva no.
La suya estaba menguada, contraída. Lo que él sabía, lo único que sabía, era que no estaba donde debía estar. Karou llegaría y no lo encontraría. Tal vez ya hubiera ocurrido. El tiempo se había compactado. ¿Habían pasado diez minutos? ¿Horas? Daba igual. Necesitaba concentrarse. Solo existía el presente. Únicamente tenía que abrir los ojos en la dirección adecuada para aparecer en el instante deseado.
Pero había un número infinito de direcciones y carecía de brújula y, además, daba igual porque Akiva no podía abrir los ojos. Estaba apretado contra el fondo. Sujeto. Alguien le estaba haciendo aquello.
No estaba donde debía estar. Se encontraba atrapado. Qué impotencia… y justo en el instante en que había estado tan lleno de esperanza que apenas podía contenerla. Sentirse aplastado y sin voluntad, cuando Karou lo estaba esperando, cuando habían conseguido al fin un momento solo para ellos. Era intolerable.
Y Akiva no lo toleró. Empujó.
Enseguida, el trueno. El trueno como un arma, el trueno en su cabeza. Se alejó de él, pero no por mucho tiempo. El trueno es un sonido, no una barrera. Si aquello era todo lo que le estaba sujetando, entonces no se encontraba realmente atrapado. Reunió cada retazo de fuerza en un aullido silencioso y empujó. El trueno estalló dentro de él, despiadado, pero él también era explosivo e inquebrantable.
Y lo atravesó, cruzó y percibió el silencio y los colores que siguieron al violento avance y… su persona. Sintió su cuerpo. Sus límites, donde lo presionaban sobre la roca. Estaba tumbado en el suelo y no había caído hacia el silencio, sino hacia una pausa entre voces, con el aire aún tirante por el desacuerdo.
—No es el modo adecuado.
Era una voz de mujer, desconocida para él, con inflexiones más suaves que las del seráfico que conocía, aunque no totalmente extrañas.
—Ya hemos perdido bastante tiempo aquí —aquella voz sonó más aguda y más joven. Era también de mujer—. ¿Debería haberle permitido acudir a su cita? ¿Crees que le resultaría más sencillo marcharse después de haberla probado?
—¿Probado? Está enamorado, Scarab. Debes dejar que elija él.
—No hay elección.
—La hay. Tú la estás haciendo.
—¿Permitiendo que viva? Pensé que te alegraría.
—Me alegra —un suspiro—. Pero debe decidir él, ¿es que no te das cuenta? O siempre será tu enemigo.
—No me tientes, anciana. ¿Sabes lo que podría hacer con un enemigo así?
Se produjo otro silencio que retumbó, discordante por la conmoción. Akiva comprendió que estaban hablando de él, pero fue lo único. ¿Qué elección? ¿Qué enemigo?
Una de las mujeres se llamaba Scarab. Había algo en aquel nombre. Algo que Akiva sabía.
Cuando la otra habló, su voz sonó débil, elevándose de las profundidades de su sorpresa.
—Una cuerda de arpa, ¿te refieres a eso? ¿Es eso lo que harías con mi nieto?
Nieto. Al escuchar aquello, Akiva pensó, solo durante un instante: «Entonces no están discutiendo sobre mí». Él no era nieto de nadie. Él era un bastardo. Él era…
—Solo si me veo obligada a ello.
—¿Cómo podrías verte obligada? —aquello sonó como un grito—. Debes acabar con esa oscura idea, Scarab. Eso no es lo que somos. Nosotros no somos guerreros…
—Deberíamos serlo.
Golpes de confusión.
—Lo somos —continuó Scarab. Había un toque de tozudez en su voz y la determinación de la juventud colisionando con la vejez—. Y lo seremos de nuevo.
—¿Qué estás diciendo? —la defensora de Akiva (¿su… abuela?) estaba horrorizada. Estupefacta. Akiva lo supo porque la confusión de la anciana entró en él y la sintió. Entró en Akiva y se convirtió en algo suyo, del mismo modo que él había empujado su desesperación dentro de cada soldado en las cuevas de los kirin y ellos la habían convertido en suya. Aquella mujer lo había llamado nieto… y había otra pieza fundamental en aquel puzle. Scarab.
Junto a la audaz cesta de fruta que los stelian habían enviado como respuesta a la declaración de guerra de Joram había llegado una nota, sin firma pero con un sello de lacre que representaba un escarabajo de la especie scarab.
Los stelian.
Akiva abrió los ojos y se incorporó en un solo movimiento. Estaban en una caverna: parecía la cueva de los kirin, y las inquietantes flautas del viento que sonaban eran las de esta, así que Akiva sintió alivio en el fondo de su mente. No lo habían sacado de allí. Karou no estaría muy lejos. Podría encontrarla y arreglarlo todo.
Las dos mujeres estaban delante de él y se sobresaltaron con su repentina sacudida. Pero ninguna de las dos saltó, ni retrocedió. Scarab ni siquiera abrió los ojos con sorpresa, sino que los fijó en él, y Akiva se quedó de nuevo quieto, congelado en su intento de levantarse e intensamente consciente, como lo había sido en otra ocasión —cuando sintió la presencia invisible en la cueva— de lo insignificante que era su vida.
Y lo frágil.
Lo mantuvieron inmóvil y clavaron sus ojos en él. Lo único que Akiva hizo, ya que no podía moverse —y además era lo único que deseaba en aquel momento— fue devolverles la mirada.
No había visto un stelian desde que, con cinco años, lanzara una última mirada de desesperación por encima del hombro a su madre mientras lo apartaban de ella. Allí había dos mujeres y la mayor… Akiva no podía decir que se pareciera a Festival porque no recordaba el rostro de su madre, pero al mirarla sintió como si la recordara. Scarab la había llamado «anciana», pero no lo era, aunque tampoco fuera joven. Las preocupaciones habían dejado rastro en ella, hundiendo sus ojos, marcando arrugas en las comisuras de su boca. Llevaba el pelo recogido en una trenza que rodeaba su cabeza como una corona, salpicado de hebras plateadas tan brillantes que parecían un ornamento. En sus ojos aún había rastros del estremecimiento producido por la conmoción anterior, y una tristeza profunda, muy profunda. Con ella, desde la primera mirada, Akiva sintió una sensación de parentesco.
Con la otra, sin embargo…
Llevaba la melena negra suelta y revuelta. Vestía una túnica gris tormenta que envolvía su delgada silueta con pliegues oblicuos, atada a los hombros para dejar al aire unos brazos de piel oscura que estaban cubiertos de la muñeca al hombro con brazaletes dorados y espaciados uniformemente. Su rostro era severo. No como el de Liraz o el de Zuzana, cuya seriedad se debía únicamente al gesto, sino esculpido así desde un principio. Afilado, con el ceño duro y atento de un halcón, formando una línea de sombra sobre sus ojos. Los ángulos de sus mejillas y su mandíbula parecían cincelados, aunque tenía la boca carnosa y misteriosa como único toque de suavidad.
Hasta que sonrió, eso sí, y Akiva vio que tenía los dientes afilados.
Retrocedió.
Y se dio cuenta de que había otros junto a las dos mujeres: otra mujer y dos hombres, cinco en total. Los demás habían permanecido en silencio y así continuaron, pero los contemplaban con ardiente intensidad.
—Eres listo —dijo Scarab, captando de nuevo la atención de Akiva. Y, entonces, él se dio cuenta de que ella tenía los dientes normales, blancos y rectos—. Supongo que no deberíamos subestimarte —se volvió hacia la otra mujer—. ¿O lo has liberado tú, Nightingale?
Nightingale. La mujer negó con la cabeza sin apartar la mirada ni un instante de Akiva.
—No, mi reina —¿reina?—. Pero no lo amarraré de nuevo. Ha llegado el momento de concederle la dignidad que le corresponde por nacimiento y de hablar con él.
—¿Hablar conmigo sobre qué? —preguntó Akiva—. ¿Qué queréis de mí?
Scarab fue quien respondió, lanzando una enigmática mirada de soslayo a Nightingale. Su arrogancia era regia, así que, si no lo hubiera escuchado ya, Akiva habría descubierto en aquel momento que se trataba de una reina.
—Se ha tomado una decisión en tu nombre. Yo la he tomado.
—¿Y cuál es?
—No matarte.
No fue una verdadera sorpresa, después de lo que había escuchado por casualidad, pero dicho con tanta franqueza resultaba contundente.
—¿Y qué he hecho para que mi vida sea cuestionada? —seguro de su propia inocencia, a Akiva le sorprendió la vehemente respuesta.
—Mucho —exclamó Scarab, mordiendo el aire—. Jamás lo dudes, vástago de Festival. De justicia, ya estás muerto.
Akiva trató de levantarse, pero continuaba retenido.
—¿Puedes soltarme? —preguntó y, para su sorpresa, ella lo hizo.
—Porque no te tengo miedo —dijo Scarab.
Él se puso en pie.
—¿Por qué deberías? ¿Por qué debería amenazarte, incluso si pudiera? ¿Cuántas veces me he preguntado por el pueblo de sangre de mi madre? Y ni una sola con intención de dañaros.
—Y aun así nadie había estado tan cerca de destruirnos en más de mil años.
—¿De qué estás hablado? —exclamó él. Ni siquiera se había acercado a las Islas Lejanas y jamás había visto ningún stelian. ¿Qué podía haber hecho?
Nightingale intervino.
—Scarab, no te burles de él. No lo sabe. ¿Cómo podría?
—¿Saber el qué? —preguntó Akiva, más calmado esta vez, porque cuando procedían de Scarab, iracundas, las acusaciones parecían absurdas, pero no así cuando llegaban de Nightingale, tristes. La intrusión en su mente. La ráfaga de poder que lo recorría. La manera en que se sentía… desechado después, como si aquella energía lo hubiera utilizado y no al contrario. Vacilante, preguntó:
—¿Qué he hecho?