AMORATAR EL CIELO
—Más cazadores de tormentas —dijo el soldado Stivan desde la ventana, apartándose a un lado para dejar sitio a Melliel.
Era la única ventana de la celda. Cuatro días llevaban en aquella prisión. Tres noches se había puesto el sol y tres días había amanecido para iluminar un mundo que parecía cada vez menos lógico. Después de respirar hondo, Melliel miró al exterior.
El alba. Una intensa saturación de luz; nubes brillantes, un mar dorado, y en el horizonte un resplandor demasiado puro para mirarlo. Las islas eran como siluetas desperdigadas de bestias dormidas, y el cielo… el cielo seguía igual, lo que quería decir que había algo raro en él.
De ser un cuerpo, se podría haber dicho que estaba lleno de cardenales. Aquel amanecer, como los otros, desveló que se había teñido con nuevos tonos durante la noche; o más bien, desteñido: violeta, añil, amarillo pálido, el más delicado cerúleo. Las manchas, o hemorragias, eran enormes. Melliel no sabía cómo llamarlas. Cubrían todo el cielo y se extendían con el paso de las horas, se oscurecían y luego palidecían, desvaneciéndose por fin mientras otras ocupaban su lugar.
Era hermoso, y cuando Melliel y su compañía fueron conducidos hasta allí por sus captores, asumieron que se trataba de la naturaleza del cielo sureño. Aquel no era el mundo que ellos conocían. Todo en las Islas Lejanas resultaba bello y extraño. El aire era tan denso que tenía consistencia y las fragancias parecían propagarse por él tan fácilmente como los sonidos: perfumes, cantos de pájaros, cada brisa tan saturada de rápidas melodías y aromas como el mar de peces. En cuanto al mar, adquiría mil colores nuevos a cada minuto, y no todos azules y verdes. Los árboles se parecían más a los imaginativos dibujos de un niño que a sus adustos y erguidos primos del hemisferio norte. ¿Y el cielo?
Bueno, el cielo hacía aquello.
Pero Melliel ya había deducido que no era normal, como tampoco lo era el grupo de cazadores de tormentas que crecía día a día.
Allí fuera, sobre el mar, las criaturas se reunían en círculos, dando vueltas sin cesar. Soldado de Sangre de los Ilegítimos, Melliel, Segunda Portadora de dicho Nombre, no era joven y, a lo largo de su vida, había visto muchos cazadores de tormentas, pero nunca más de media docena en un mismo lugar, y siempre en el extremo más alejado del cielo, avanzando en hilera. Pero allí había docenas. Docenas entrecruzándose con más docenas.
Era un espectáculo extraño, pero podría haberlo tomado por un fenómeno natural de no ser por las caras de sus guardias. Los stelian estaban inquietos.
Allí estaba sucediendo algo, y nadie explicaba nada a los prisioneros. Ni lo que le ocurría al cielo, ni lo que atraía a los cazadores de tormentas, y tampoco cuál iba a ser su destino.
Melliel se aferró a los barrotes de la ventana, inclinándose hacia delante para abarcar la panorámica completa de mar, cielo e islas. Stivan tenía razón. Durante la noche, el número de cazadores de tormentas había vuelto a aumentar, como si todos los que existían en Eretz estuvieran respondiendo a algún tipo de llamada. Volando en círculos y más círculos, mientras el cielo sangraba, sanaba y se amorataba de nuevo.
¿Qué fuerza podía amoratar el cielo?
Melliel soltó los barrotes e, indignada, atravesó la celda hacia la puerta. La aporreó y gritó:
—¿Hola? ¡Quiero hablar con alguien!
Sus compañeros la miraron y empezaron a reaccionar. Los que seguían durmiendo despertaron en sus hamacas y bajaron los pies al suelo. Eran doce en total, todos los prisioneros estaban ilesos —aunque confusos respecto a la manera en que habían sido capturados: un repentino estupor tan absoluto que parecía un fallo cerebral— y la celda no era una mazmorra fría y húmeda, sino una estancia grande y limpia con una pesada puerta cerrada con llave.
Había una letrina y agua para lavarse. Hamacas para dormir y prendas de una tela ligera para que pudieran quitarse las negras sobrevestes y las agobiantes armaduras, si así lo deseaban; algo que, a aquellas alturas, habían hecho todos. La comida era abundante y mucho mejor que a la que estaban acostumbrados: pescado blanco, pan tierno y ¡qué frutas! Algunas sabían a miel y flores, tenían pieles gruesas y finas, y eran de variados colores. Había unas bayas amarillas y ácidas y unas esferas con cáscara morada que no habían descubierto cómo abrir, ya que, comprensiblemente, les habían privado de sus cuchillos. Una de las frutas tenía afiladas espinas y escondía crema dentro; fue la que primero probaron, y otra que ninguno de ellos pudo soportar: una extraña y carnosa bola rosada, casi insípida y tan desagradable como la sangre. Aquellas las dejaron intactas en la cesta que había junto a la puerta.
Melliel no pudo evitar preguntarse cuál de aquellas frutas, si es que fue alguna, fue la que había enfurecido tanto a su padre, el emperador, cuando apareció misteriosamente a los pies de su cama.
Su llamada no recibió ninguna respuesta, así que golpeó de nuevo la puerta.
—¿Hola? ¡Que venga alguien!
Aquella vez se le ocurrió añadir un poco entusiasta «por favor», y le irritó que la llave girara enseguida, como si Eidolon —por supuesto, fue Eidolon— hubiera permanecido a la espera de escuchar el por favor.
La muchacha stelian estaba sola y desarmada, como de costumbre. Iba vestida con una sencilla túnica de tela blanca anudada sobre uno de sus morenos hombros; sobre el otro caía su negra cabellera recogida con enredaderas. Tenía los delgados brazos cubiertos con brazaletes de oro grabado, espaciados uniformemente, e iba descalza, algo que Melliel encontró embarazosamente íntimo. Vulnerable. La vulnerabilidad era una ilusión, por supuesto.
Nada en Eidolon sugería que fuera un soldado —ni tampoco nada sugería que ninguno de los stelian lo fuera, o que dispusieran siquiera de ejército—, pero aquella joven había estado, inequívocamente, al mando cuando el equipo de Melliel fue… interceptado. Y debido a lo que había sucedido después —Melliel todavía era incapaz de comprenderlo—, y aunque eran doce Ilegítimos curtidos en batalla contra una elegante muchacha, la idea de intentar escapar no pasó por sus cabezas.
Pero Eidolon poseía algo más que belleza, igual que las Islas Lejanas.
—¿Estáis bien? —preguntó la atractiva joven con acento stelian, el cual era capaz de suavizar hasta las palabras más bruscas. Su sonrisa resultaba cálida, y sus ojos de fuego propios de los stelian danzaron cuando los saludó con un gesto (una especie de ahuecamiento y ofrecimiento de la mano, un barrido con el brazo de dorados brazaletes que los abarcó a todos).
Los soldados murmuraron sus respuestas. Tanto hombres como mujeres estaban de algún modo fascinados por la misteriosa Eidolon de ojos danzarines, pero Melliel observó el gesto con desconfianza. Había visto a los stelian… hacer cosas… con solo aquellos gestos elegantes, cosas inexplicables, así que prefería que mantuviera los brazos a los lados del cuerpo.
—Bastante bien —respondió Melliel—. Para ser prisioneros —su propio acento empezaba a sonarle vulgar, comparado con el de ellos, y su voz, áspera y apagada. Se sintió vieja y desgarbada, como una espada de hierro—. ¿Qué está pasando ahí fuera?
—Cosas que sería mejor que no pasaran —respondió Eidolon suavemente.
Era más de lo que Melliel había obtenido de ella hasta aquel momento.
—¿Qué cosas? —insistió—. ¿Qué le pasa al cielo?
—Está cansado —dijo la muchacha con un titilar en los ojos que recordaba a las chispas de una hoguera al removerla. Se parecían tanto a los ojos de Akiva, pensó Melliel. Todos los stelian que habían visto hasta aquel momento los tenían así—. Dolorido —añadió Eidolon—. Es muy viejo, ¿sabes?
¿Que el cielo era viejo y estaba cansado? Una respuesta estúpida. Estaba burlándose de ellos.
—¿Tiene algo que ver con el Viento? —preguntó Melliel, pensando la palabra en mayúscula, para distinguirlo de todos los vientos que hubieran soplado antes de aquel.
De hecho, denominarlo «viento» era como llamar pájaro a un cazador de tormentas. La compañía de Melliel estaba aproximándose a Caliphis cuando los golpeó, apoderándose de ellos igual que plumas mudadas y empujándolos en la misma dirección de la que procedían, junto a todos los seres voladores con los que se topaba por el camino —pájaros, polillas, nubes y, sí, incluso cazadores de tormentas— y todo aquello que la superficie del mundo no hubiera aferrado con la fuerza necesaria, como la floración completa de los árboles e incluso la espuma del mar.
Indefensos, dando vueltas durante kilómetros. Atrapados y arrastrados —primero hacia el este—, mientras batían las alas para controlar sus cuerpos, y de repente… la calma. Breve y demasiado intensa, concediéndoles el tiempo justo para recuperar el aliento antes de que regresara toda aquella fuerza y los empujara de nuevo dando vueltas, aquella vez hacia el oeste, de regreso a Caliphis y más allá, donde finalmente los soltó. ¡Qué poder! Había sido como si el propio éter hubiera inhalado profundamente y soltado aire. Aquel fenómeno debía de tener alguna relación, pensó Melliel. ¿El Viento, el cielo amoratado, la concentración de cazadores de tormentas? Nada de aquello era natural, ni bueno.
La suave ternura desapareció del rostro de Eidolon, no hubo titilar en sus ojos.
—Eso no fue viento —respondió.
—Entonces ¿qué fue? —preguntó Melliel, esperando que aquella inesperada sinceridad durara.
—Un robo —respondió, y dio la sensación de que fuera a retirarse—. Perdonadme. ¿Algo más?
—Sí —dijo Melliel—. Quiero saber qué vais a hacer con nosotros.
Eidolon volvió la cabeza con un rápido movimiento de víbora, un gesto que sobresaltó a Melliel.
—¿Tan impacientes estáis de que os hagamos algo?
Melliel parpadeó.
—Solo quería saber…
—No se ha decidido aún. Vienen tan pocos forasteros por aquí… Creo que a los niños les gustaría veros. Ojos azules. Qué maravilla —las últimas palabras las dijo con admiración, mirando directamente a Yav, el más joven de la compañía, que era muy rubio. Se puso colorado como un tomate. Eidolon se volvió hacia Melliel con mirada contemplativa—. Por otra parte, Wraith ha solicitado que se os entregue a los principiantes. Para practicar.
¿Practicar? ¿El qué? Melliel no lo preguntaría; desde que había entrado en contacto con aquella gente, había visto cosas que sugerían una magia inimaginable. En el Imperio, aquellas artes habían desaparecido hacía mucho tiempo y la aterrorizaban. Sin embargo, los ojos de Eidolon parecían contentos. ¿Estaba bromeando? Melliel no sintió ningún consuelo. Tan pocos forasteros, había dicho la stelian. Melliel preguntó:
—¿Dónde están los otros?
—¿Los otros?
En absoluto segura de querer seguir adelante, Melliel respondió:
—Sí —y trató de que su voz sonara firme. Después de todo, su misión era descubrirlo. Su compañía había sido encargada de seguir el rastro de los emisarios desaparecidos del emperador. La declaración de guerra de Joram a los stelian había sido respondida (con la cesta de fruta), por lo que, obviamente, la habían recibido. Sin embargo, los embajadores jamás habían regresado, y varios destacamentos habían desaparecido igualmente durante su misión en las Islas Lejanas. En los días que llevaban allí, Melliel y su compañía no habían visto ni oído nada sobre otros prisioneros—. Los mensajeros del emperador —añadió—. No volvieron.
—¿Estás segura? —preguntó la muchacha. Dulcemente. Demasiado dulcemente, como la miel que enmascara el amargor del veneno. Y entonces, con parsimonia, sin apartar en ningún momento los ojos de los de Melliel, se arrodilló para tomar una fruta de la cesta que había junto a la puerta. Eligió una de aquellas esferas rosadas que los Ilegítimos no podían soportar. Tal vez se tratara de frutas, pero aquellas cosas eran básicamente bolas carnosas con un jugo rojizo dentro que se derramaba de un modo desagradable en la boca y estaba caliente.
La muchacha dio un mordisco y, en aquel instante, Melliel habría jurado que tenía los dientes afilados. Fue como un velo que se apartara de un tirón, y tras él, Eidolon, la de los ojos danzarines, se reveló como una salvaje. Su delicadeza desapareció; era… repugnante. La fruta estalló y ella inclinó la cabeza hacia atrás, sorbiendo y lamiendo para que el espeso líquido entrara en su boca. La columna de su garganta quedó expuesta mientras la masa rojiza se le derramaba por los labios y resbalaba, viscosa y opaca, hasta la blanca cascada de su vestido, donde brotó como flores de sangre, solo sangre; ella continuó sorbiendo la fruta. Los soldados se apartaron, y cuando Eidolon bajó de nuevo la cabeza para mirar fijamente a Melliel, su rostro estaba embadurnado de un rojo intenso.
Como un depredador, pensó Melliel, levantando la cabeza de un cadáver reciente.
—Junto a vuestro odio, nos trajisteis vuestra carne y vuestra sangre —dijo Eidolon con la boca goteante, y resultaba imposible recordar siquiera la elegante muchacha que parecía hacía solo un instante—. ¿Qué pretendíais al venir aquí, si no era entregaros a nosotros? ¿Creísteis que os conservaríamos así como sois, con los ojos azules y las manos negras y todo lo demás? —levantó la cáscara vacía de la fruta y la tiró. Golpeó el suelo de baldosas.
No podía referirse a… no. Las frutas no. Melliel había visto cosas, sí, pero su mente no admitiría aquella posibilidad. Simplemente no. Era una broma horrorosa. La repugnancia la envalentonó.
—Jamás fue nuestro odio —dijo—. Nosotros no podemos darnos el lujo de elegir a nuestros enemigos. Somos soldados —dijo soldados, pero pensó en esclavos.
—Soldados —repitió Eidolon con desdén—. Sí. Los soldados y los niños hacen lo que se les manda —hizo una mueca al tiempo que los contemplaba a todos, y añadió—: Los niños se libran cuando crecen, pero los soldados simplemente mueren —simplemente mueren. Cada palabra una pulla, y entonces la puerta se abrió sin que nadie la tocara y la muchacha apareció al otro lado de ella sin haberse movido, de pie en el pasillo. Ya había hecho aquello antes: que el tiempo pareciera titilar con efecto estroboscópico, dejando pasos perdidos por el camino como segundos arrancados y devorados.
Devorados igual que aquellos coágulos de líquido rojizo que no era sangre, que no podía ser sangre.
Melliel se obligó a decir:
—Así que, ¿vamos a morir?
—La reina decidirá qué hacer con vosotros.
¿La reina? Era la primera mención a una reina. ¿Era ella la que había enviado a Joram la cesta de fruta que había acabado con catorce Espadas Rotas balanceándose en el patíbulo del camino Oeste y una concubina tirada por la alcantarilla en una mortaja?
—¿Cuándo? —preguntó Melliel—. ¿Cuándo lo decidirá?
—Cuando regrese a casa —respondió la muchacha—. Disfrutad de vuestra carne y vuestra sangre mientras podáis, dulces soldados. Scarab ha ido de cacería —entonó sus palabras como una canción—. De cacería, de cacería —una sonrisa mezclada con un gruñido, y Melliel vio de nuevo que tenía los dientes afilados… y luego no. Tiempo estroboscópico, realidad estroboscópica. ¿Qué era real? Un chasquido, una imagen intermitente y la puerta se cerró, Eidolon desapareció, y…
… y la estancia quedó a oscuras.
Melliel parpadeó, se sacudió una repentina pesadez y miró a su alrededor. ¿A oscuras? El eco de las palabras de Eidolon seguía resonando en la celda —de cacería, de cacería—, así que solo podía haber transcurrido un segundo, pero no había luz en la habitación. Stivan también parpadeaba, y Doria, y los demás. El joven Yav, apenas salido del campo de entrenamiento y aún con una redondeada cara infantil, tenía lágrimas de horror en sus ojos azules, muy azules.
De cacería, de cacería, de cacería.
Melliel se volvió hacia la ventana e, impulsándose con las alas, se encaramó a ella y miró al exterior. Como temía. Ya no era por la mañana.
Ya no era de día. La oscuridad de la noche ocultaba los cardenales del cielo, y las dos lunas se encontraban altas y desdibujadas; Nitid en cuarto creciente y Ellai una simple línea. La plateada luz de ambas apenas alcanzaba a rozar el borde de las alas de los cazadores de tormentas mientras giraban en sus infinitos círculos.
De cacería, repitió la voz de Eidolon —eco o recuerdo o fantasía—, y Melliel se apoyó contra la pared mientras todo un día perdido pasaba por ella y desaparecía, acercándola con cada minuto robado al que sería el último. Sintió un escalofrío. ¿Morirían allí, todos ellos? No podía creer la insinuación de Eidolon sobre la fruta —no lo haría—, aunque el recuerdo de la carne densa entre sus dientes seguía provocándole arcadas.
Puede que los stelian fueran serafines, pero allí empezaba y terminaba su parentesco. En la mente de Melliel la silueta de su misteriosa reina —¿Scarab?— empezó a tomar la forma de algo terrible.
De cacería, de cacería, de cacería.
Cazando, ¿el qué?