LEYENDA
—Mira.
Ziri vio el cazador de tormentas antes que Liraz. No lo señaló, solo exhaló la palabra para evitar que girara bruscamente en dirección contraria. Aquellos seres eran capaces de sentir los más leves movimientos desde distancias imposibles. De hecho, resultaba asombroso que volara tan cerca de ellos.
Estaba volando hacia ellos.
Liraz miró, y Ziri se sintió tan impresionado por el juego que hacía la luz de las estrellas al posarse en los hermosos planos y curvas del rostro de ella como por la visión de un cazador de tormentas acercándose. Más, de hecho, y sin ninguna dificultad. Miró cómo ella miraba y se asombró de su asombro.
Hasta que Liraz dijo, entrecerrando los ojos:
—Qué raro.
Ziri se volvió y descubrió que en el instante que había estado contemplando a Liraz, la criatura se había desviado hacia un lado y su trayectoria ya no conducía hasta ellos. Aún estaba lejos y, durante un segundo, no distinguió lo que había alarmado a Liraz. Iba planeando, ladeándose sobre una corriente ascendente. Era espectacular.
Ziri entornó los ojos.
—¿Eso es…?
—Sí.
La voz de Liraz sonó tensa por una buena razón. Aquello era raro, como… bueno, como un kirin y una Ilegítima volando juntos a la luz de la luna. Ziri pensó que en el futuro sería más complicado extrañarse de nada. Aun así, era extraño.
Se trataba del inconfundible resplandor de unas alas seráficas.
El primer pensamiento de Ziri fue que un ángel estaba tratando de atrapar al cazador de tormentas; que de algún modo lo estaba persiguiendo. Pero nada en su manera de volar sugería inquietud. El pájaro simplemente aleteaba y el ángel iba a su lado.
—¿Alguna vez has oído hablar de algo parecido? —preguntó él.
Liraz dejó escapar una leve risa, apenas una exhalación.
—No. Sé que Joram quería uno para su sala de trofeos. Durante un tiempo se convirtió en un deporte. Todo caballero y dama del Imperio con ganas de hacerle la pelota intentaron llevarle uno, pero no tuvieron suerte, y algunos murieron en el intento. Así que al final Joram tuvo que llamar a cazadores, tramperos. Los mejores. ¿Y sabes cuántos cazaron?
Era lo máximo que Liraz había hablado desde que la había encontrado en la entrada de la cueva, tan cautivadoramente muda, y de nuevo Ziri la contempló, olvidando a medias el cazador de tormentas y el misterio del serafín que volaba a su lado.
—¿Cuántos? —preguntó él.
—Ninguno.
—Me alegro.
—Yo también.
Ziri se dio cuenta, con una punzada de intensa melancolía, que aunque ella estaba contra el viento y su aroma especiado le llegaba tan intenso como un color, ya no podía detectar el otro; el perfume secreto, muy frágil, que ocultaba en su interior. Lo había inhalado cuando la había llevado en brazos, pero sus sentidos kirin estaban menos desarrollados que los del Lobo, así que se perdía para él. Bueno, siempre recordaría que estaba allí. Algo era. Ser el Lobo le había concedido aquello, al menos.
Mantuvieron la posición y observaron en silencio cómo el cazador de tormentas continuaba inclinándose y girando, acompañado por el ángel, que en ocasiones tomaba la delantera y en ocasiones se quedaba retrasado.
—Ven —dijo Liraz cuando empezó a alejarse de ellos, dirigiéndose hacia el norte—. Vamos a seguirlos.
Lo hicieron y descubrieron que su trayectoria era errática: los condujeron cerca de los acantilados donde el viento se canalizaba y soplaba con fuerza, y luego hacia arriba para volar en círculos alrededor de una cumbre menor, atravesando una zona de nubes. Finalmente, giraron y se dirigieron, una vez más, hacia Liraz y Ziri.
Vieron cómo el cazador de tormentas se aproximaba y, cuando estaba ya muy cerca, Ziri se dio cuenta de que la figura que volaba a su lado no era su única compañía. Había siluetas encima de él. No las había divisado antes porque, al no ser serafines, no emitían luz.
—¿Eso es…? —empezó a decir Ziri, perplejo.
—Creo que sí —susurró Liraz.
Lo era. Y, al ver a Liraz y Ziri, lanzaron gritos agudos en su extraño idioma humano. Por supuesto, Ziri no entendía lo que decían, pero el tono de triunfo era claro, como el de la alegría pura y delirante.
¿Y quién podía reprochárselo? Mik y Zuzana habían domesticado un cazador de tormentas. Iban a convertirse en leyenda.