(RESPIRA)
Karou se peinó. Con calma. Bueno, la calma era un ejercicio. (Respira). Soltó el peine. Era una reliquia kirin que había encontrado: un hueso tallado con una tosca silueta de un cazador de tormentas grabada en el mango. Iba a conservarlo.
(Respira).
Bajo la luz de una antorcha parpadeante de skohl, se echó un vistazo. Todavía llevaba la ropa de Esther. Seguía teniendo un aspecto bastante aceptable, aunque le desagradaba saber que llevaba las babas de Razgut en la manga. Había dejado algunas cosas en las cuevas cuando se marchó, pero estaban más sucias todavía. Se preguntó si alguna vez volvería a disfrutar de un armario lleno de prendas y del placer de elegir un atuendo —un atuendo limpio— con el que reunirse con su… ¿qué? ¿Cómo podía llamar a Akiva?
Novio sonaba demasiado terrestre. Amante era afectado, con intención de impresionar.
«¿Conoces a mi amante? ¿No es divino?»
No. Es decir, sí, era divino. No, no iba a llamarlo así, aunque se sintiera mareada por la urgencia de convertirlo en eso.
(Respira).
¿Compañero? Demasiado árido.
¿Alma gemela?
Una sensación cálida la recorrió. ¿Cuándo había sido aquello más cierto que con Akiva y ella? Y, aun así, como expresión, tenía ligeras connotaciones.
«¿Te gustan los Pixies? ¡Te juro que es como si fuéramos almas gemelas!»
Bueno, no tenía que llamarle de ninguna manera justo en aquel momento. Simplemente tenía que reunirse con él, y estaba bastante segura de que no le importaría lo que llevara puesto.
Akiva la había ayudado a conjurar el cuerpo de Ziri. Había aportado su dolor, después de insistir, y no había necesitado las mordazas, algo que resultó estupendo porque Karou no creía que hubiera podido tocar su piel desnuda para colocárselas sin disolverse de nuevo en el trémulo deseo que la había poseído en la grandiosa caverna. Se había sumergido en su estado de trance sabiendo que él estaba allí y, luego, cuando hubo terminado —con el nuevo cuerpo creado y estirado en el suelo, aunque todavía inanimado—, había salido de sí misma y había encontrado a Akiva contemplándola. Le había parecido que estaba como aturdido por la felicidad, e inmediatamente había florecido en ella el mismo sentimiento.
—Ha sido el máximo tiempo que he podido mirarte jamás —había dicho él.
—Pensaba que ibas a contemplar la resurrección —había señalado el nuevo cuerpo y se había enorgullecido al verlo. Era casi idéntico al verdadero cuerpo de Ziri, y pensó que podría pasar por él. Ni siquiera le había añadido las hamsas, en parte porque el verdadero Ziri no las había tenido, y en parte porque quería que se convirtieran en algo obsoleto.
—Tenía intención de contemplarla —había dicho Akiva, avergonzado, y se había rascado el pelo, corto y denso, de aquella manera tan suya—. Pero me distraje.
—No es justo. Yo no he podido mirarte a ti.
—Te prometo que me quedaré quieto para ti más tarde.
¿Más tarde? Había querido decir después. Después de que se hubieran saciado de no estar quietos.
(Respira).
—Acepto.
Y entonces, entonces, Dios mío, por fin: la sonrisa.
La sonrisa que ella jamás había visto con aquellos ojos, la que únicamente recordaba a través de los de Madrigal. Cálida y asombrada, una sonrisa tan hermosa que hacía daño. Formó arrugas en los ojos de Akiva y su belleza se le antojó extraordinaria, pero de otra manera, una manera mejor, porque reflejaba el asombro de la felicidad, y eso lo cambia todo. Completa los corazones y hace que merezca la pena vivir. Karou sintió que la llenaba, vertiginosa y delirante, y se sintió un poco más enamorada.
Él le había propuesto que terminara la resurrección en solitario, y ella había aceptado, porque Karou quería pasar un momento a solas con Ziri (como Akiva había imaginado que debería hacer) y ver cómo se abrían sus nuevos ojos: marrones y no de un azul helado, y sin tener que vencer la arrogancia de Thiago para que su alma resplandeciera a través de ellos. Había sido el momento más dulce hasta entonces en su carrera de resucitadora. Le había abrazado y le había sujetado entre sus brazos y le había contado que todo había acabado, que ya no tenía que esconderse. El alivio de Ziri había sido tan profundo que había aumentado el ya enorme agradecimiento de Karou por lo que había soportado en beneficio de todos ellos.
Entre los dos habían inventado la explicación más sencilla que se les ocurrió a su ausencia y regreso, y luego se había marchado. Karou pensó que le había alegrado tanto recuperar su aspecto kirin que había querido simplemente volar, aunque tal vez hubiera notado su propia distracción. O pudo haber sido por la noticia de quién había transportado su alma de acá para allá en una cantimplora y estaba allí fuera, en algún lugar de las cuevas, esperando.
Cualquiera que fuera la razón, Ziri se había marchado bastante rápido, y allí estaba ella, una vez completada su última tarea, con todo el tiempo para sí misma. Hizo una pausa, respiró hondo. Del bolsillo de su mochila sacó un pequeño objeto que había llevado encima desde la merienda de sultán en el suelo del árido hotel de Marruecos, un par de días atrás. Un capricho.
Un hueso de la suerte. Sonriendo, cerró la mano sobre él. Desde la primera noche había sido su ritual de despedida en el templo de Ellai: pedir un deseo. Estaba lista para retomar el ritual, pero sin la parte de la despedida; había tenido suficientes para varias vidas.
Salió. Caminó con el hueso de la suerte apretado contra el corazón. O empezó caminando, pero no tardó en avanzar deslizándose, flotando, sin tocar el suelo. Te vuelves perezoso, pensó, pero aquello no le preocupaba especialmente. Los pasillos serpenteaban. Su antorcha parpadeaba verdosa, alargando la llama y amenazando con apagarse cuando iba demasiado deprisa. Estaba casi consumida, pero no la necesitaría en cuanto estuviera con Akiva.
Y llegó a la entrada de los baños de la cueva. Mientras tomaba la curva, notó una alegría en la garganta dispuesta a murmurar, riendo, «Por fin, por fin, pensé que me moriría» sobre la boca de Akiva, sobre su garganta, hambrienta y riendo e impaciente y…
Akiva no estaba allí.
Por supuesto, murmuró una voz diminuta y fría en su corazón.
La sofocó. Aún. Akiva no estaba allí aún. Lo que resultaba extraño, porque había dicho que iría allí directamente. Bueno, no pasaba nada. No había razón para preocuparse. Tal vez se hubiera perdido. No. Karou conocía lo suficiente las capacidades de Akiva como para creer eso. Tal vez hubiera acudido a hacer algo, pensando que regresaría antes que ella. Karou había llegado rápido; Ziri no se había entretenido.
El agua tenía un color verde pálido y humeaba, los espacios con cristales lanzaban destellos y los velos de musgo de la oscuridad oscilaban donde los brotes más largos rozaban la corriente. Karou pensó en quitarse la ropa y meterse en el agua, pero solo brevemente, y no en serio. Un presentimiento le estaba atenazando los hombros. No estaba preparada para una sensación tan intensa y, entonces, se dio cuenta de que había estado esperando que sucediera algo malo desde que atravesaron el portal de Veskal. ¿Qué cosa mala? No lo sabía. Aquella pequeña y fría voz de por supuesto también lo ignoraba. La vocecilla simplemente sabía —Karou simplemente sabía, hasta cierto punto— que había sido todo demasiado sencillo.
Era una sensación en la espina dorsal, como la que había notado justo antes de la emboscada de los Dominantes. Echaba algo en falta.
Sí. Akiva. Eso era lo que echaba en falta.
Debería estar aquí.
Karou trató de ser sensata. Solo llevaba allí cinco segundos; Akiva doblaría la esquina en cualquier momento.
Pero no lo hizo.
Por supuesto, por supuesto. ¿Creías que realmente ibas a conseguir la felicidad?
El pulso de Karou se aceleró más y su respiración se volvió superficial, pero esta vez se trataba de pánico apenas contenido, no de deseo.
Akiva no llegó.
La antorcha de Karou chisporroteó y se apagó, y no tenía ningún fuego seráfico para iluminar su regreso por el pasillo. Tuvo que palpar el camino en la oscuridad, aferrando el hueso de la suerte intacto contra su corazón.