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NO NOS HAN PRESENTADO

Liraz fue incapaz de quedarse en la caverna grande. Se sentía demasiado transparente, así que se puso a deambular y acabó en la entrada de la cueva. Una de las quimeras sin alas estaba de guardia y ella la relevó, acomodándose en una repisa.

El sol se puso a su debido tiempo; la abertura en forma de luna creciente estaba orientada de tal manera que recibía hasta el último rayo. Liraz lo contempló y le dio la sensación de que el sol se fundiera al rozar las cumbres lejanas, esparciendo luz derretida y dorada por todo lo ancho del horizonte. El resplandor anaranjado vidrió todo el mundo intermedio, llegó hasta ella, la superó y penetró en la caverna hasta cubrir la superficie helada con un brillo cegador.

Y luego palideció y se apagó, pasando de los dorados a los grises, y fue en el instante en que el cielo mostraba su azul más intenso, en los segundos previos a que dejara paso a la absoluta oscuridad y se llenara de estrellas, cuando Liraz escuchó unas pisadas a su espalda y tuvo miedo de volverse.

Las pisadas eran lentas, un agudo clip, clip. Sonido de pezuñas. Aquel fue el primer indicio de su presencia —pezuñas— y no pudo evitarlo, era algo inculcado durante demasiado tiempo y demasiado profundo: sintió un arrebato de recelo, casi repugnancia. Era una quimera. ¿Qué le había sucedido? Solo porque alguien te salvara la vida no significaba que tuvieras que enamorarte de él.

¿Amor? Por los dioses estrella. Era la primera vez que aquella palabra se atrevía a formarse en su mente y solo para ser negada. Aun así, golpeó a Liraz en las entrañas con miedo, rechazo y deseos de huir.

Fue una verdadera lucha quedarse quieta. Tuvo que recordarse que no había hecho nada. Que no había dicho ni alentado nada. Ni antes de que muriera en su piel de Lobo, ni nunca. Entre ellos no había sucedido nada que lamentar ni de lo que alejarse y no existía ninguna razón para huir. Era solo un compañero, solo un…

—No nos han presentado.

El corazón de Liraz dio un vuelco. Se había acostumbrado a la voz del Lobo, aunque eso no significaba que le hubiera gustado. Incluso cuando Ziri la había hablado como él mismo —la única vez, los dos hundidos hasta el pecho en las extrañas aguas blandas de los baños—, había notado cierta aspereza en su tono, como si fuera a convertirse en un gruñido al final de cada exhalación. Combinaba perfectamente con las garras de sus manos y los colmillos de su boca. Crueldad latente.

Aquella voz, sin embargo. Era tan sonora como las flautas del viento de los kirin, naturalmente rica y suave.

Liraz se sabía su papel. Tras buscar la voz, respondió, avergonzándose al oír que le temblaba:

—Tú sabes quién soy yo y yo sé quién eres tú y…

—… y eso no va a bastar —la voz de él se entrelazó con la de ella, cambiando el guion. Y en el lapso posterior a sus palabras, Liraz escuchó cómo él esperaba. ¿Cómo se puede escuchar la espera? No lo sabía, pero pudo. Lo hizo. Él estaba esperando a que ella se volviera y Liraz no pudo posponerlo más.

Se giró, y Ziri de los kirin apareció frente a ella, y Liraz apenas pudo respirar.

Era alto. Eso lo sabía porque lo había visto luchar entre un grupo de Dominantes que habían parecido pequeños a su lado. Pero verlo desde lejos y verlo frente a ella y tener que echar la cabeza hacia atrás eran dos experiencias distintas. Liraz echó la cabeza hacia atrás. Y más atrás, recorriendo la longitud de sus cuernos, que aumentaban la sensación de altura hasta límites insospechados. Al menos, debían de ser tan largos como los brazos de Liraz, rectos, negros y brillantes. Intactos, percibió fugazmente —ningún extremo roto— y se preguntó qué habría sido de aquel recuerdo que había ajustado tan bien en su mano.

Era esbelto, con músculos largos y menos corpulento que Akiva o la mayoría de los Ilegítimos, aunque aquello solo acentuaba su altura, y sus hombros no eran en absoluto estrechos. Tras ellos descansaban sus alas, cerradas. Oscuras. Liraz imaginó su envergadura, teniendo en cuenta la altura que tenía. Iba vestido de blanco, algo que a ella le pareció inadecuado, y él debió de ver una arruga en su ceño porque agarró la camisa y dijo:

—Es del Lobo. No tenía nada… propio. Excepto —sonrió, y se señaló con ambas manos— todo lo demás. Supongo.

Fue la sonrisa. Ziri sonrió y Liraz lo vio a él.

Ni las pezuñas, ni los cuernos que había examinado lentamente, sino su interior. Era como debía ser y, en cada aspecto, sorprendente e impactante. Su belleza kirin era de un tipo abrupto y salvaje. Cuernos afilados, pezuñas afiladas y el corte de sus alas afilado también. Él era ángulos y oscuridad, lo opuesto a ella: una criatura lunar para el sol de Liraz, una cortante sombra para el resplandor de ella. Pero aquello era únicamente su aspecto físico. Fue en su sonrisa, en sus ojos y en su actitud de espera —seguía esperando— donde ella lo vio y lo reconoció. Fuerza y elegancia y soledad y anhelo.

Y esperanza.

Y duda.

Estaba allí, inmóvil, para que Liraz lo evaluara, y aquello la avergonzó. Lo vio en su quietud. Tenía miedo de que ella lo considerara una bestia y… ¿cómo iba a asegurarle algo que ella misma, cinco segundos antes, había dudado? Cómo iba a decirle que era maravilloso y que estaba abrumada: muda no de aversión, sino de asombro.

Lo intentó.

—Yo… Tú… Es…

No le salió nada más. Ni una palabra. Aquello estaba resultando un fracaso. Era incapaz de hacerlo. ¿Qué había creído, que podría rescatar algo de amabilidad de su interior cuando se había pasado toda la vida reprimiéndola? Por cómo estaba actuando, rígida como una tabla y muda como las desoladas estalagmitas que la rodeaban, Ziri iba a pensar que le desagradaba. Tenía que intentarlo con más fuerza.

Entonces… asintió con la cabeza.

Oh, estupendo. Haz eso un poco más. Al menos ya no pareces una estalagmita.

Colocó un brazo alrededor de sus costillas, con fuerza, y el otro lo levantó como para detener el movimiento de su cabeza, pero acabó tapándose la boca con la mano, como para evitar incluso hablar.

¿En serio? ¿Aquello era realmente lo mejor que podía hacer? Ziri estaba viendo cómo Liraz se convertía en un nudo, con una mano sobre la boca en un gesto fácil de malinterpretar, y fue entonces cuando un atisbo de incertidumbre surgió en sus grandes y perplejos ojos marrones —marrón dulce—, lo que empujó a Liraz a realizar un último y monumental esfuerzo.

—Me gusta —susurró, y su mano no impidió que siguiera asintiendo como una loca, pero amortiguó sus palabras, así que Ziri no la entendió.

Inclinó la cabeza con actitud interrogante.

—¿Cómo?

Liraz apartó la mano y dijo tan claramente como pudo, que no fue mucho:

—Me gusta. Quiero decir que me gustas —y luego se tapó otra vez la boca y se ruborizó. Estaba a punto de pedir a aquella mortífera diosa quimérica de los asesinos que apareciera y acabara con su miseria cuando el atisbo de incertidumbre se desvaneció de los ojos marrones de Ziri.

Lo que hizo su sonrisa a continuación debería haberla irritado, porque se amplió divertida —a su costa, por su extremo desconcierto, y Liraz jamás había sido capaz de tolerar las bromas—, pero no se quedó ahí. La sonrisa siguió evolucionando, de divertida a puramente satisfecha y a profundamente aliviada. Era tan encantadora que Liraz la sintió en el corazón.

—Bien —dijo él—. Tú también me gustas.

Y ella se ruborizó aún más, pero él también se estaba sonrojando, así que no fue tan terrible.

No, siguió siendo terrible. ¿Y ahora qué? ¿Se suponía que debería hilvanar más frases incoherentes? Tal vez pudiera enumerar las otras cosas que le gustaban, como imaginaba que haría un niño, solo que… bueno, no le gustaban demasiadas cosas, así que la lista sería corta y solo le serviría para rellenar un instante.

Ella no quería rellenar un instante. Quería vivir uno. Vivir muchos.

¿Y cómo, en el nombre de los dioses estrella, se hace eso? ¿Era demasiado tarde para aprender?

—Bueno —dijo Ziri. Luego movió los hombros, dibujando círculos con ellos, y abrió las alas como un abanico. Se expandieron y, en aquel espacio cerrado, parecieron tan grandes como las de un cazador de tormentas. Tras aclararse la garganta, Ziri añadió—: Una de las peores cosas de ser el Lobo era no poder volar. Ahora voy a hacerlo —se movía con torpeza y su voz titubeaba mientras señalaba hacia el exterior de la abertura en forma de luna creciente donde el instante de azul más puro había dejado paso al negro, y las estrellas empezaban a aparecer, densas como azúcar.

Oh. Claro. Liraz se sintió casi —casi— aliviada de que aquello acabara, así podría escabullirse. Derretirse. Maldecirse. Morir un poco.

Ziri se aclaró otra vez la garganta y la miró. Tan serio. Tan ilusionado.

—¿Quieres… acompañarme?

¿Volar? Eso era algo que Liraz sabía hacer. Ni siquiera tuvo que enfrentarse a pronunciar la única sílaba del sí. Solo tuvo que asentir con la cabeza.