ESPERAR A QUE SE PRODUZCA LA MAGIA
Los estaban esperando.
Los que se habían quedado en las cuevas debían de haber apostado un centinela para que estuviera atento en todo momento a su regreso, porque cuando se aproximaron —con cuidado, por si algo había ido mal en su ausencia— se habían reunido todos en la entrada de la cueva para recibirlos y… fue agradable. Como regresar a casa.
Karou voló directamente a los brazos de Issa y permaneció allí tanto tiempo que las serpientes a las que la naja había llamado para que le hicieran compañía —serpientes ciegas de los húmedos pasillos inferiores de la cueva— la rodearon a ella también, pálidas y con un brillo tenue, uniéndolas a las dos.
—Dulce niña —susurró Issa—, ¿todo bien?
—Más que bien —respondió Karou, y se ruborizó de emoción, sabiendo que aquello era lo más cerca que jamás estaría de contarle a Brimstone que había comenzado: el sueño más improbable y el más dulce.
Después de los saludos hubo muchas noticias que compartir, aunque las abreviaron todo lo que pudieron. Los comentarios posteriores no habrían acabado de forma natural, pero Issa interceptó una mirada entre Karou y Akiva.
Era la mirada de la mecha encendida que hacía titilar el espacio entre ambos por el calor, e Issa apretó los labios en una sonrisa. Ellos no vieron que se había dado cuenta —no veían nada que no fuera el uno al otro— y cuando Issa dijo: «Bueno, imagino que nuestros viajeros estarán agotados» y comenzó a deshacer la reunión, no imaginaron que fuera por ellos.
Todo el mundo parecía compartir la sensación de regreso al hogar, incluso los Ilegítimos, y el grupo entero se retiró unido, junto a los que habían salido a recibirlos. Y cuando llegaron a la grandiosa caverna donde las quimeras podrían haber continuado para descender hacia la aldea que habían ocupado anteriormente, no lo hicieron, sino que se quedaron con los ángeles para preparar una comida juntos bajo las estalactitas.
Karou no tenía hambre. Al menos, no de raciones robadas a los Dominantes.
La invadió una sensación de mañana de Navidad. Bueno, no había disfrutado de muchas mañanas de Navidad en su vida. La que había compartido con Esther le había parecido más una obra de teatro: brillante y especial, pero para mirar más que para participar. Había pasado otras dos con la familia de Zuzana, y aquellas habían sido mucho mejores, y aunque no fueran exactamente unas niñas, se habían comportado como tales todo lo que habían podido. Los rituales navideños en la casa Novak eran inmutables, e incluso el hermano mayor de Zuzana, que con tanta intensidad había tratado de impresionar a Karou con su dudosa virilidad, había bajado a toda velocidad las escaleras en la mañana del día de Navidad para ver la magia que había tenido lugar durante la noche.
Era la sensación de la espera que llega a su fin. No una espera temerosa, sino una espera entusiasmada, de la mejor clase: la espera de que se produzca la magia.
Y la magia que Karou estaba esperando ahora, esperando y tratando de alcanzar —y sentía que la magia le devolvía el gesto, como el reflejo en un espejo en el instante anterior a que las puntas de los dedos rocen a sus gemelas en el cristal—, era de una variedad decididamente adulta.
No podía dejar de mirar a Akiva. Y cada vez que lo hacía encontraba los ojos expectantes del ángel o él sentía de inmediato los de ella y se volvía para que sus pupilas se unieran. Cada mirada era intensa, perfecta y vivaz. Había una sonrisa en los labios de Akiva, porque al final el fin de la espera se había vuelto divertido. Divertido solo porque casi había acabado y todo lo que no fueran… ellos… representaba un obstáculo. Aquel resistirse a marcharse era un entretenimiento, un juego para ver quién podía aguantar otro minuto y otro baile. Sus cuerpos —dos entre muchos— se sentían atraídos por el mismo imán, sin importar quién estuviera entre ellos.
Karou sintió como si su piel se hubiera despertado. Había estado dormida y ni siquiera se había dado cuenta, pero desde el beso en el cielo —más exactamente, cuando los labios de Akiva habían rozado la zona por debajo de su oreja— se había accionado algún tipo de interruptor. Breves y exquisitas ráfagas eléctricas recorrían todo su cuerpo, poniéndole la carne de gallina, provocándole escalofríos, oleadas de calor. No podía tener las manos quietas. Era la «química del amor», lo había aprendido en el colegio: dopamina, norepinefrina. Recordaba haber leído que un científico las había llamado el «cóctel del amor» y que Zuzana y ella no habían podido dejar de reírse como tontas de ello. Bueno, en aquel momento estaba inundada de ellas. Ruborizada y temblorosa, con un revuelo de mariposas en el estómago. Papilio stomachus. El ritmo de su corazón era un baile de claqué y respiraba superficialmente. Trató de tomar inspiraciones profundas para calmarse, pero cada una parecía una boya que se resistiera a hundirse. Estaba al borde de la hiperventilación, pero en el buen sentido, lo que sonaba estúpido, pero era como sentir el espectro completo de la excitación, desde los trinos del vértigo hasta la intensa y lánguida nota grave del placer anticipado, lenta y dulce como el sirope.
Todo esto para decir que Karou estaba muy excitada.
Akiva encontró sus ojos de nuevo. Saltó una chispa y un destello. Luz y calor recorriendo una mecha. No más risa. Karou vio que Akiva era incapaz de mantener las manos quietas junto al cuerpo. Cerraba los puños. Los abría, pero no encontrarían paz hasta que pudieran hacer lo que deseaban y la tocaran. Tenía el cuerpo tenso. Igual que ella. Ambos eran cuerdas de violín a punto de sonar.
Una pregunta en los ojos de Akiva, en la inclinación de su cabeza, en la posición de sus hombros. Todo su ser era aquella pregunta.
Y la respuesta fue muy sencilla. Ella asintió con la cabeza y, al parecer, el interruptor desconocido tenía una posición más, porque Karou pasó a ella. Su piel prácticamente resonó.
Por fin. Por fin.
Se volvió para escabullirse por el pasillo que bajaba hacia los baños. ¿Los baños? ¿De dónde había salido aquella idea? Notó calor en el rostro. Era una idea magnífica y… al volverse, vio a Liraz.
Liraz, que permanecía apartada, alta e inmóvil y siempre increíblemente erguida, como si alguien —Ellai tal vez— le hubiera atado una cuerda en lo alto del cráneo y no le permitiera relajarse. Vio su rigidez y la mirada de agónica incertidumbre en su rostro, y el interruptor que Karou acababa de descubrir hizo un ruido metálico. Corte de corriente. Ráfagas eléctricas fuera, temperatura de la piel normalizándose, cóctel del amor neutralizado. No más escalofríos, y el aire entró en ella como un ancla hundiéndose en el mar.
Por Dios, ¿qué le pasaba? Parpadeó. ¿El alma de Ziri seguía colgando de su cinturón y ella estaba a punto de…?
Sacudió la cabeza, con fuerza, rápido, y se recuperó. Akiva, al otro lado de la cueva, frunció el ceño. Karou le lanzó una mirada desamparada, tocó la cantimplora, y él comprendió. Akiva dirigió los ojos hacia Liraz, que vio todo aquel intercambio de mensajes y se mostró afligida.
Se reunieron en la misma puerta hacia la que Karou había pensado dirigirse, pero con un propósito distinto y un destino diferente.
—No tardaré mucho —dijo Karou.
—Te ayudaré —contestó Akiva, y ella asintió con la cabeza.
Karou había estado preparada para aquel momento desde antes incluso de que Ziri se cortara la garganta para convertirse en el Lobo. Cuando había estado perdido, cuando todas las patrullas habían regresado excepto la suya, ella había reunido lo necesario, todos los elementos para conjurar un cuerpo kirin tan fuerte y fiel como le fuera posible. Dientes humanos y de antílope, tubos de hueso de murciélago, hierro y jade. Incluso diamantes, guardados como un tesoro solo para él. Estaba todo junto en una pequeña bolsita de terciopelo con sus herramientas de resucitadora, guardado en las profundidades de la cueva con los turíbulos y el incienso.
Ingredientes para un Ziri.
Bueno, el ingrediente esencial para fabricar un Ziri se encontraba en la cantimplora. Sin embargo, quería elaborar aquel cuerpo tan parecido al original kirin como pudiera. Una idea surcó su mente.
—Espera un segundo —dijo, y atravesó la cueva hasta donde Liraz estaba sola.
—No tienes que hacerlo ahora… —empezó a decir Liraz.
Karou hizo un gesto con la mano, como quitándole importancia.
—¿Tienes el trozo de cuerno que te di?
Liraz se lo alargó, vacilante, como si lamentara separarse de él, y Karou deseó, suave y profundamente, que los sentimientos de aquella serafina fueran correspondidos, no solo por el bien de ella, sino por el de Ziri también, cuya soledad era más profunda incluso que la que Karou había sentido una vez. Ella, al menos, había tenido a Brimstone y el recuerdo de sus padres y su tribu. ¿A quién había tenido Ziri?
Que este sea otro improbable y glorioso comienzo, pensó.
—¿Quieres venir? —preguntó Karou, pero Liraz negó con la cabeza, así que la dejó allí, fuera del círculo de soldados, y se marchó a hacer aquella última tarea.