QUIERO
Eran dos veintenas de Ilegítimos y otras tantas quimeras. Todos los demás —el ejército combinado que había oscurecido el cielo de la cordillera Veskal— volarían hacia el sur para presentarse ante Astrae.
—Necesitaremos turíbulos e incienso —dijo Amzallag, que dirigiría la excavación de la catedral de Brimstone. Había perdido a su familia en Loramendi y estaba deseoso de marcharse y empezar. Los picos y las palas, las tiendas y las provisiones los tomaron del campamento de los Dominantes, pero aquel material especializado sería más difícil de conseguir, de modo que se decidió, por aquella razón y por otras, que volarían primero hasta las cuevas de los kirin que, en cualquier caso, estaban casi de camino.
Karou estaba impaciente por ver a Issa y era consciente también de que los que habían quedado en las cuevas llevaban mucho tiempo sin comida y —la mayoría, sin alas— carecían de los medios para salir a buscarla.
Además, aunque Akiva, Liraz y ella hubieran ocultado la noticia de momento, estaba la cuestión de Ziri. Nadie excepto ellos —y Haxaya— sabía que se había recuperado un alma del cuerpo del Lobo Blanco, así que Karou esperaba que todo el episodio del engaño pudiera barrerse bajo la alfombra de la Historia. Fue Thiago, primogénito del caudillo, el enemigo más feroz de los serafines, quien había cambiado de idea y se había aliado con los bastardos marginados del Imperio para adoptar un nuevo proceder. ¿Robaba aquello a Ziri el prestigio que merecía por su importantísimo papel en la victoria?
Tal vez. Pero Karou pensó que a él no le importaría. Tal vez, con el tiempo, incluso podrían contar la verdad. En cuanto al último hijo de los kirin, Karou sabía que tendrían que inventarse una buena historia para explicar su abrupto retorno, evitando cualquier relación con la muerte del Lobo Blanco. Pero como su desaparición había sido un misterio —simplemente no había regresado de la última sanguinaria misión ordenada por Thiago— y nadie excepto Karou había visto su cadáver, pensó que podrían arreglárselas. Parecía adecuado que reapareciera en el hogar de sus ancestros… y el suyo propio.
Tal vez Karou encontrara incluso tiempo para visitar la aldea de su infancia, en las profundidades de la montaña.
Por supuesto, su entusiasmo por regresar a las cuevas se debía a una razón más —la última, aunque no por ello menos importante—, y eran los oscuros y ramificados pasillos donde aquellos que lo desearan podían escabullirse fácilmente una hora o tres. O siete.
Y ella lo deseaba.
Liraz tenía su propia esperanza afilada. Se le clavaba en el corazón como una espina y no dijo ni una palabra de ella. Llevaba la punta del cuerno apretada en el fondo del bolsillo, pero la cantimplora la transportaba ahora Karou y Liraz echaba de menos su peso en la cadera. ¿Cuándo lo resucitaría? No se lo preguntaría. No habían hablado abiertamente de ello en ningún momento. En la empalizada no había parecido en absoluto necesario. ¡Con las lágrimas y la risa! Si alguien hubiera intentado decirle que lloraría sobre aquel pelo azul… bueno. Le habría lanzado una mirada gélida. Nada más que eso, porque otra cosa sería de salvaje.
No querrás parecer una salvaje, imaginó en la voz de Hazael, con su perezosa y burlona cadencia. Ahuyentarás a todos tus pretendientes.
Era un tema que solo él se habría atrevido a abordar. Liraz nunca había mirado a un hombre —o a una mujer— no… de aquella manera. Si Hazael hubiera sabido que la sola idea la aterrorizaba, sin duda no lo habría mencionado jamás. Él siempre había reforzado la confianza de Liraz.
«Cualquiera que se meta con mi hermana», había exclamado una vez, todo bravuconería, «tendrá que vérselas… con mi hermana», y luego se había escondido detrás de ella, acobardado.
Haz. ¿Qué habría pensado de ella ahora que estaba prendada… del aire que había dentro de una cantimplora? ¿Era eso, se había quedado prendada? Ella había presenciado las pasiones de sus hermanos, tan diferentes entre sí. Las de Haz eran volátiles, frecuentes y vividas con humor. Tal vez los Ilegítimos tuvieran prohibidos los placeres de la carne, pero aquello no le había detenido jamás. Se enamoraba como si fuera un pasatiempo y se desenamoraba del mismo modo. Liraz supuso que eso significaba que no se trataba de amor.
Akiva, sin embargo… Una sola vez y para siempre.
El silencioso y sufridor Akiva. Liraz pensó que jamás había sentido una afinidad con él mayor que la que sentía en aquel momento. Y él no era el que había cambiado, sino ella. Qué curioso. Albergar un anhelo como aquel, con todo el miedo que conllevaba. Debería haberlo odiado. Y parte de ella lo hizo. Los sentimientos son estúpidos, seguía insistiendo una voz en su interior, pero era una voz cada vez más apagada. La más intensa apenas la reconocía como suya.
Quiero, decía y parecía proceder de lo más profundo de su ser, de un lugar donde, tal vez, hubiera muchas cosas esperando pacientemente a ser descubiertas. La verdadera risa, por ejemplo. Como la de Haz: estrepitosa, fácil, con los músculos relajados y libre. Las caricias también, aunque solo de pensarlo se le aceleraba el corazón.
Sabía lo que Haz diría. Le lanzaría una mirada petulante y afirmaría:
«¿Ves? Hay una manera mucho mejor de activar la circulación que la batalla», y añadiría, sin duda alguna, porque se lo había dicho suficientes veces: «Y por favor, destrénzate el pelo. Me duele solo de mirarlo. ¿Qué ha hecho para merecer un castigo así?»
Al imaginarlo, Liraz se rio un poco, y tal vez llorara también un poco por la nostalgia, pero nadie lo vio, y sus lágrimas se congelaron antes de que golpearan las montañas, porque habían ascendido bastante hacia los montes Adelfas. Lanzó una mirada a Karou, lo suficiente para captar el destello plateado de la cadera donde se bamboleaba la cantimplora.
¿Cuándo?, se preguntó.
¿Y luego qué?
Durante el viaje, Akiva se sintió dividido.
Por un lado estaba el recuerdo de besar a Karou y todo lo que le había dicho, y lo que había pensado decirle pero no le había dicho —que era la mayor parte—, y el tumulto que sentía dentro cuando recorría con los ojos su silueta en vuelo, con las manos deseosas también de recorrerla… Ella debería haber sido su único pensamiento. Pasarían una noche en las cuevas de los kirin para hacer un alto en el camino y sabía que no sería otra noche separados. Esas ya se habían terminado, al fin, y sentía una gran presión en el pecho, como si tuviera una burbuja dentro: alegría y deseo y un grito formándose, un alarido de gozo sin palabras dispuesto a salir de su interior y formar ecos.
Lo único que quería era llegar a la entrada de la caverna, saludar rápidamente a quienes estuvieran esperándolos, soltar el equipo en el suelo cubierto de hielo y dejarlo allí. Agarrar a Karou de la mano y alejarse con ella, corriendo hacia el interior de las cuevas, cada vez más adentro. Tomarla en brazos y abrazarla y reír contra su cuello sin dar crédito a que al fin fuera suya y que el mundo al fin fuera de los dos. Aquello era lo único que quería.
O más bien, era lo único que quería querer.
Pero había algo que se entrometía en su mente. Llevaba ahí algún tiempo. La última vez que lo notó fue al escuchar los relatos de la victoria en los montes Adelfas y al contemplar el vago desconcierto de quienes la estaban narrando. La lógica onírica de todo ello y cómo lo habían aceptado porque había sucedido. Igual que habían aceptado lo ocurrido en las cuevas cuando se enfrentaron por primera vez los unos a los otros, ensangrentados, dispuestos a matar y morir, algo que al final no sucedió.
Pero ya había sentido antes aquella intrusión. Cuando había buscado el sirithar en la batalla de los montes Adelfas y obtenido truenos en su lugar. Y antes de aquello, cuando había notado una presencia en la cueva con él, o creído notarla. E incluso antes, desde la primera vez que había conseguido el verdadero sirithar, un estado de poder para el que su mente carecía de contexto y que le dejaba, después, como una figura minúscula arrastrada por una fuerza catastrófica: una riada o un huracán. Era incapaz de controlarlo. De algún modo podía invocarlo, pero aquello no era en absoluto lo mismo.
Le había hablado a Karou de un «esquema de energías», y aquello era algo real; un lugar que él había recorrido a ciegas desde sus primeros titubeos con la magia. Sentía la inmensidad que había en su interior, el espacio ilimitado, y se sentía humilde ante ello, pero… no se trataba de eso.
Lo que más le preocupaba era la sospecha de que cuando alcanzaba el sirithar —es decir, aquello que él había decidido llamar sirithar, porque era la única palabra que conocía para un estado de excepcional nitidez— no estaba alargando la mano hacia su interior, sino hacia el exterior. Más allá. Y que lo que respondía —el origen del poder— no era él, ni era suyo.
Entonces… ¿qué era?