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CAPÍTULO PRIMERO

En resumen; Jael fue depuesto y los portales se cerraron sin que por ellos pasara ningún arma que provocara nueva destrucción. Los Dominantes fueron derrotados, dejando a la Segunda Legión, o el denominado ejército común, como fuerza principal del territorio. Eran el ejército más numeroso y siempre habían ocupado una posición intermedia entre los aristocráticos Dominantes y los Ilegítimos bastardos, así que si tuvieran que elegir —una inimaginable situación en la que se habían encontrado— apoyarían a los bastardos.

Bajo los auspicios de un comandante llamado Ormerod, a quien Akiva conocía y respetaba, habían tomado la decisión, invalidando de hecho la sentencia de muerte de los Ilegítimos y declarando el fin de las hostilidades.

Declarar el fin y conseguir el fin eran cosas distintas, y además de las tensiones que existían entre los ejércitos seráficos, la Segunda Legión estaba muy lejos de considerar compañeros de armas a sus enemigos quiméricos. De momento, habían hecho la misma promesa a regañadientes que los Ilegítimos unos días atrás, y Karou esperaba que no tuviera que ser puesta a prueba de la misma manera. Ellos no atacarían primero.

Una tregua no es una alianza, pero es un comienzo.

Se supo que había sido Elyon —después de la desconcertante victoria en los montes Adelfas— quien había acudido en lugar de Akiva al cabo Armasin para defender la causa rebelde y, claramente, lo había hecho bien. Ormerod y él escoltarían a Jael de vuelta a Astrae para que iniciara la nueva etapa de su vida. De capitán a emperador y a… pieza de museo.

El Emperador Por Varios Días iba a convertirse en protagonista de su propio zoo.

Nadie habría criticado a Liraz por matarlo, y nadie lo habría llorado. Pero cuando estaba junto a su cuerpo acurrucado, mientras se retorcía y gritaba, Liraz había descubierto que no sentía ganas de hacerlo. No solo por el bien de su recuento de víctimas y por estar harta de masacres, sino por la simple razón de que él deseaba que acabara con su vida.

En la torre de la Conquista había sido ella la que había llamado a la muerte para no enfrentarse al destino que Jael le había preparado.

—Mátame con mis hermanos o desearás haberlo hecho —le había escupido Liraz, y él había fingido sentirse ofendido.

—¿Preferirías morir con ellos antes que frotarme la espalda?

—Mil veces —había exclamado ella, atragantándose.

¿Y él? Se había colocado una mano sobre el corazón.

—Querida mía. ¿Es que no te das cuenta? Saber eso es lo que me atrae.

Ahora era ella la que descubría lo que atraía negar la muerte en vez de concederla.

—Estaba pensando —había cavilado Liraz mientras lo observaba—, que sería bueno que la gente viera con sus propios ojos el tirano del que la hemos liberado. Una cosa es oír hablar de lo horroroso que eres y otra contemplarlo de cerca.

Jael había dejado de retorcerse para alzar la mirada hacia ella, horrorizado.

—Acérquense y vean cómo es un emperador —había dicho Liraz, entusiasmándose con la idea. Estaba recordando lo que había presenciado en las Tierras Postreras, cuando Jael había ensartado las palmas de Ziri con espadas y le había obligado a tragar las cenizas de sus compañeros—. Acérquense y echen un ojeada, vean de lo que les hemos salvado, y caerán de rodillas para agradecérnoslo. Y posiblemente para vomitar.

A su salvaje respuesta —una retahíla de invectivas salpicadas de babas y una serie de contorsiones faciales que elevaron su monstruosidad a nuevas cotas—, ella había contestado únicamente, con suavidad:

—Sí, eso. Haz exactamente eso cuando se acerquen a mirarte. Perfecto.

En cuanto a la verdadera justicia, el Imperio carecía de cualquier sistema para impartirla, y nadie sabía cómo empezar a construir uno, por no mencionar un nuevo sistema de gobierno que ocupara el lugar del precario sistema imperial que acababan de derrocar. Y luego estaba la tarea de liberar a los esclavos, además de encontrar ocupación a los numerosos hombres y mujeres que no conocían otra manera de ganarse la vida que la guerra.

Si algo supieron aquella noche en la ladera de una colina en la cordillera Veskal, era lo mucho que no sabían. Básicamente, habían escrito «Capítulo primero» en la primera página de un nuevo libro y quedaba todo —todo— por escribir. Karou esperaba que fuera un libro largo y aburrido.

—¿Aburrido? —repitió Akiva, incrédulo.

Estaban sentados junto a la hoguera, comiendo raciones de los Dominantes. A Karou le intrigó ver a Liraz entre Tangris y Bashees en el extremo opuesto, y pensó que se hacían buena compañía mutua.

—Aburrido —confirmó Karou.

La Historia se ocupa de preparar la mente para calamidades de escala épica. Una vez, cuando estaba estudiando el total de víctimas en las batallas de la Primera Guerra Mundial, se había descubierto pensando: Aquí solo murieron ocho mil hombres. Bueno, no es mucho. Porque comparado con, digamos, el millón que murió en el Somme, no lo era. Las cifras tremendas insensibilizan para lo meramente trágico, y la Historia no hace un promedio con los días monótonos para compensar. Este día no murió nadie en el mundo. Nació un león. Las mariquitas almorzaron pulgones. Una chica enamorada fantaseó toda la mañana, descuidando sus tareas, y ni siquiera la regañaron.

¿Qué había más fantástico que un día aburrido?

—Aburrido en el sentido bueno de la palabra —aclaró ella—. Sin guerras que lo animen. Ni conquistas o redadas de esclavos, solo reformas y reconstrucción.

—¿Y cómo sería uno de esos días aburridos? —preguntó Akiva, de buen humor.

—Así —respondió Karou, aclarándose la garganta y adoptando lo que pretendía fuera la estirada voz de la Historia—: Once de enero, año del… neek-neek. El cuartel de Armasin es desmantelado para utilizar la madera. Se planea levantar una ciudad en el solar. Hay dudas respecto a la altura de una torre del reloj propuesta. Se reúne el consejo, discute… —hizo una pausa para aumentar el suspense, moviendo los ojos a un lado y a otro—. Llegan a un acuerdo. Torre del reloj debidamente construida. Verduras cultivadas y consumidas. Numerosos atardeceres admirados.

Akiva soltó una carcajada.

—Eso —dijo— es una falta de imaginación intencionada. Estoy seguro de que pasan un montón de cosas interesantes en esa ciudad inventada tuya.

—Está bien. Adelante.

—Está bien —Akiva hizo una pausa para pensar. Cuando habló, trató de imitar la voz de Historia de Karou—. Once de enero, año del neek-neek. El cuartel de Armasin es desmantelado para utilizar la madera. La ciudad que se planea construir en el solar es la primera con mezcla de razas en todo Eretz. Quimeras y serafines viven unos al lado de otros como iguales. Algunos incluso… —sus palabras se interrumpieron y, cuando reanudó el relato, fue con su propia voz, aunque en una versión tierna y cauta—. Algunos incluso viven juntos.

Viven juntos. ¿Se refería a…?

Sí. Se refería a eso. Akiva sostuvo la mirada de Karou con firmeza y calidez. Ella lo había imaginado o lo había intentado. Vivir juntos. Siempre con la irrealidad dorada y sin palabras de un sueño.

—Algunos —continuó Akiva— duermen juntos bajo una manta compartida y respiran mutuamente sus esencias mientras descansan. Sueñan con un templo perdido en un bosque de réquiems y con los deseos que pidieron allí… y que se convirtieron en realidad.

Karou recordó el templo del bosque; cada noche, cada instante, cada deseo. Recordó la atracción que la arrastraba hacia Akiva como una corriente. Su calor. Su peso. Pero no con aquel cuerpo. Para aquel cuerpo cada sensación sería nueva. Se ruborizó, pero no apartó la mirada.

—Algunos —añadió Akiva, esta vez con suavidad— no tendrán que esperar mucho.

Karou tragó saliva, tratando de recuperar la voz.

—Tienes razón —admitió prácticamente en un susurro—. Eso no es aburrido.

No tendrían que esperar mucho. «No mucho» seguía siendo espera, aunque en su mayor parte resultaba tolerable.

Lo no tolerable fueron las dos noches que pasaron en el campamento de los Dominantes, durante los que Elyon, Ormerod y otros cuantos más, incluido el centauro toro Balieros —en el puesto de Thiago—, se dedicaron a hacer planes hasta el amanecer de modo que Karou, que había decidido secuestrar de algún modo a Akiva en una de las tiendas de campaña vacías, jamás tuvo ocasión.

Lo tolerable fue la tercera mañana cuando se marcharon —por fin—, porque se marchaban juntos.

Aquello produjo cierta consternación. Ormerod sostenía que Akiva sería necesario en la capital, que aún tenía que ser conducida, suavemente o de cualquier otra manera, hacia aquella nueva era posterior al Imperio. Akiva respondió que se las arreglarían mejor sin la histeria que su presencia desencadenaría.

—Además —dijo— tengo un compromiso previo.

Cuando, al mirar a Karou, su expresión se suavizó, la naturaleza de su «compromiso» fue fácilmente malinterpretada.

—Sin duda, eso puede esperar —protestó Ormerod, incrédulo.

Karou se ruborizó, dándose cuenta de lo que todos estaban pensando… y no se equivocaban. ¿Llegará alguna vez el momento de la tarta? Haber besado por fin a Akiva no facilitaba la espera, sino que había avivado el hambre de Karou. Pero aquel no era el compromiso al que Akiva se refería.

«Déjame que te ayude», le había suplicado en las cuevas, cuando ella le había contado la tarea que tenía por delante. «Lo que más deseo es estar a tu lado y ayudarte. Y, si nos hace falta una eternidad, mucho mejor, porque será una eternidad contigo».

En aquel momento había parecido algo tan lejano… pero allí estaban. Trabajo que hacer y dolor que aportar y tarta en los bordes.

Los bordes, había prometido Karou, serían amplios. ¿No se lo habían ganado?

Liraz zanjó la cuestión manifestando que, de todas maneras, las quimeras necesitaban una escolta seráfica en aquel momento crítico, cuando estaban aún muy lejos de una paz sosegada y debían cumplir una misión de tal importancia. Habló con el mismo tono calmado e inquietante que había empleado en el consejo de guerra y provocó el mismo efecto: Liraz habló y surgió la verdad.

Era una habilidad que la serafina no había empezado a explorar, pensó Karou, mirándola con respeto creciente. Y le gustó mucho verla empleándolo a su favor y no en su contra.

Aunque no pudo ser únicamente la influencia que Liraz ejercía sobre ellos lo que empujó a los serafines, una vez que comprendieron la importante misión que iban a emprender las quimeras, a ofrecerse voluntarios.

Fue entonces, al mirar sus caras, cuando Karou notó la primera ráfaga de esperanza sosegada por el futuro de Eretz. Igual que cuando Liraz había admitido haberle cantado al alma de Ziri para que se metiera en la cantimplora, se le hizo pedazos el corazón.

Cada Ilegítimo que había a su alrededor se ofreció para acudir a Loramendi y ayudar en el rescate de las almas.

Eran todos guerreros; cada uno con sus recuerdos obsesivos y, la mayoría, con sus remordimientos. Ninguno había tenido jamás la oportunidad de… repoblar una ciudad masacrada. En cierto modo, aquello era lo que harían al rescatar las almas enterradas en la catedral de Brimstone: aquellos miles escondidos que habían elegido morir aquel día por la esperanza del renacimiento. La esperanza de Brimstone y la del caudillo: que una muchacha educada como humana, sin ningún recuerdo de su verdadera identidad y sin conocimiento alguno de la magia que albergaba en su interior, pudiera de algún modo, algún día, encontrar el camino hasta ellos y sacarlos.

Y la esperanza aún más grande: que hubiera un mundo al que mereciera la pena sacarlos.

Parecía una locura que hubiera llegado a suceder y, aunque Karou se encontraba entre varios cientos de soldados de ambos bandos que habían representado su papel en todo ello, fue como si un resplandor atrajera su mirada hacia Akiva, sin el que jamás habría sido posible. El hueso de la suerte. La vida de Ziri. El turíbulo de Issa. La propuesta de alianza. Todo. Él había estado presente en cada paso del camino. Pero, antes, mucho antes, había existido el sueño. El «deseo de vivir», como había dicho él una vez. Una manera diferente de vivir.

De vez en cuando, en su vida humana como artista, le había sucedido que hacía un dibujo mucho mejor que cualquier otro que hubiera hecho antes y que la asombraba. Cuando aquello ocurría, era incapaz de dejar de mirarlo. Lo contemplaba una y otra vez a lo largo del día, e incluso se despertaba en mitad de la noche solo para echarle un vistazo, con asombro y orgullo.

Mirar a Akiva era igual.

Él clavó los ojos en ella igual que ella en él, y había hambre en el encuentro de sus miradas. No era simplemente pasión o deseo, sino algo mucho mayor que contenía aquellas cosas y muchas otras. Era hambre y saciedad al mismo tiempo. Anhelar y satisfacer, sin apagar jamás el deseo.

Y ya fuera por la intervención de Liraz o por la intensidad de aquella mirada, nadie se molestó en seguir discutiendo. Y, de todas maneras, ¿bajo qué cadena de mando se encontraba Akiva? ¿Quién podía ordenarle qué hacer? Por supuesto que acompañaría a Karou.