EMPERADOR POR UNOS DÍAS
El estado de ánimo mejoró gradualmente y Jael se abrió paso hacia su pabellón, arrastrando tras de sí un séquito de guardias. Los soldados de las torres de vigilancia le habían saludado al acercarse, y uno saltó para planear hasta él y avanzar a grandes zancadas a su lado.
—El informe —vociferó Jael, quitándose el casco y lanzándoselo al soldado—. ¿Los rebeldes?
—Los atrapamos en los montes Adelfas, señor…
Jael se volvió hacia él.
—¿Señor? —repitió. No reconoció al soldado—. ¿Es que no soy tu emperador al igual que tu general?
El soldado inclinó la cabeza, confuso.
—¿Eminencia? —aventuró—. ¿Mi señor emperador? Arrinconamos a los rebeldes en los montes Adelfas. Ilegítimos y quimeras juntos, si es capaz de creérselo.
Oh, Jael se lo creía. Dejó escapar una carcajada siseante.
—No miento, señor —dijo el soldado, equivocándose; de nuevo «señor».
Jael entrecerró los ojos hasta convertirlos en una fina rendija.
—¿Y?
—Se defendieron con valentía —respondió el soldado, y Jael imaginó el resto a partir de la sonrisilla de su subordinado.
Una defensa valiente significaba una defensa desafortunada. Era lo que esperaba, sobre todo después de haber visto el cadáver del Lobo Blanco, y era lo único que necesitaba saber de momento. La sangre de Jael bullía por la frustración reprimida, y sus músculos estaban tensos de rabia. Durante días se había comportado como un conejo dócil —un conejo castrado— en aquel infernal palacio, sin atreverse a dañar su reputación satisfaciendo sus apetitos. ¿Y todo para qué? ¿Para acabar espantado como un perro merodeador? Ni siquiera se había atrevido a matar al caído por temor a desacatar la prohibición de derramar sangre del bastardo Akiva.
Miró alrededor en busca de su mayordomo.
—¿Dónde está Mechel?
—No lo sé, mi señor emperador. ¿Puedo ayudarle yo?
Jael gruñó a regañadientes.
—Mándame una mujer —dijo, y se volvió para marcharse.
—No es necesario, señor. Hay ya una en vuestra tienda, esperándoos —el soldado mantenía aquella sonrisilla—. Como celebración de la victoria.
Jael retrajo la mano y golpeó con el dorso al soldado, cuya expresión apenas cambió mientras la bofetada le giraba la cabeza de este a oeste. Un hilillo de sangre apareció en su labio, pero no hizo nada para contenerlo.
—¿Tengo aspecto victorioso? —bramó Jael. Levantó las manos vacías—. ¿Ves todas mis armas nuevas? ¡Apenas me caben en las manos! ¡Esta es mi victoria! —sintió cómo se le enrojecía el rostro y recordó a su hermano, cuya cólera había sido famosa y mortífera. Jael se enorgullecía de ser una criatura astuta, no temperamental, y la astucia implicaba no matar con pasión sino con frialdad.
Así que apartó al soldado de un empujón —memorizó aquella sonrisilla para aplicar un castigo más adecuado después— y se fue derecho a su pabellón, arrancándose el ridículo atuendo blanco de la puesta en escena y siseando de dolor al tirar donde la seda abrasada se había endurecido sobre la piel tierna de la herida, reabriéndola.
Soltó una maldición. El dolor era un recordatorio palpitante de su fracaso y su vulnerabilidad. Necesitaba recordar su poderío. Necesitaba que su sangre circulara, que su respiración fluyera, para demostrar que él…
Se detuvo en seco. La cama estaba vacía.
Entrecerró los ojos. Entonces, ¿dónde estaba la mujer? ¿Escondida? ¿Acobardada? Bien. Le subió la temperatura. Aquello sería un buen comienzo.
—Sal, sal de donde estés —rugió, dibujando un lento círculo.
El pabellón estaba en penumbra; de las paredes de lona colgaban pieles para evitar que entraran el viento y la luz. No había ningún farol encendido. La única claridad procedía de las alas de Jael…
… y de las de la mujer.
Allí.
No estaba escondida. No estaba acobardada. Se encontraba en el escritorio de Jael. El emperador se enfureció. La muy zorra estaba sentada en su escritorio de guerra, lánguida en su silla, con todos los diagramas de campaña extendidos delante mientras giraba un pisapapeles a un lado y a otro sobre la palma. A Jael no le pasó desapercibido que su otra mano descansaba sobre la empuñadura de una espada.
—¿Qué estás haciendo? —gruñó él.
—Estaba esperándote.
No había temor en su voz, ni timidez, ni humildad. La luz de sus alas la iluminaba desde atrás y, además, parecía oculta bajo una sombra silenciosa, de modo que Jael solo pudo distinguir su silueta mientras se acercaba a grandes zancadas, dispuesto a arrancarla de la silla por el pelo. Y aquello era mejor que si hubiera estado escondida, mejor que acobardada. Tal vez incluso se resistiera…
Jael vio su rostro y vaciló antes de detenerse.
Si tardó en asimilar las implicaciones de aquella visita fue solo porque era inimaginable. Había desplegado cuatro mil Dominantes para aplastar a unos rebeldes que no llegaban a quinientos, y habían traído, habían traído el cadáver del Lobo Blanco como prueba, y además, los guardias…
A su espalda, el soldado al que no había reconocido habló desde la puerta, entrando sin ser llamado y sin recibir permiso.
—Debería hacer una aclaración —dijo, todavía con la sonrisilla—. No me refería a una celebración de vuestra victoria. Señor. Sino de la nuestra.
Jael balbuceó.
Liraz se levantó de la silla y desenvainó la espada con un suave movimiento.
—Karou —dijo Akiva mientras recorrían el campamento en silencio.
—¿Sí? —susurró ella. El campamento estaba desierto y resultaba escalofriante, pero Karou sabía que no seguiría así mucho tiempo. Las tropas no tardarían en regresar y, luego, permanecer allí resultaría peligroso. Si querían llegar hasta Jael, debían hacerlo ya.
Sin embargo, para sorpresa de Karou, Akiva rompió de repente el hechizo de invisibilidad.
—¿Qué haces? —susurró, alarmada. Estaban completamente a la vista de una torre de vigilancia, y la escolta personal de Jael apenas se había dispersado. Podían estar en cualquier parte. Entonces, ¿por qué Akiva no parecía preocupado?
¿Por qué parecía… sorprendido?
—Ese soldado —dijo, señalando el pabellón del emperador y al guardia que acababa de deslizarse dentro tras Jael—. Era Xathanael.
Liraz. Jael tuvo que parpadear porque el extraño manto de oscuridad se desplazó y pareció acompañarla mientras se apartaba del escritorio. Largas piernas, grandes zancadas, ninguna prisa. Liraz de los Ilegítimos se aproximó con una escolta de oscuridad; sus manos surgieron negras como la tinta por todas las vidas que había segado, y tantas o más había segado la oscuridad que la envolvía. Deslizándose como el mercurio, la sombra tomó forma a ambos lados del cuerpo de Liraz.
Había dos: aladas y felinas, con cabeza y cuerpo de mujer. Eran esfinges y sonreían.
«Ilegítimos y quimeras juntos, si es capaz de creérselo», había comentado el soldado que estaba a su espalda.
—Mi hermano Xathanael —dijo Liraz con absoluta tranquilidad, como si fuera una anfitriona y tuviera que hacer las presentaciones educadamente—. ¿Y conoces a Tangris y Bashees? ¿No? Tal vez por su nombre popular. ¿Las Sombras Vivientes?
Jael fue incapaz de creérselo, aunque lo estuviera viendo con sus propios ojos: Liraz, tan mortífera como espléndida, de pie entre las Sombras Vivientes. Las Sombras Vivientes. En un campamento como aquel, durante las campañas quiméricas, no había existido mayor terror que aquellas misteriosas asesinas.
Le recorrió un escalofrío helado. En el instante en que pensó en llamar a sus guardias se le vino encima la realidad, tardíamente y como una jaula: el campamento estaba prisionero, igual que él, y a aquellas alturas sus guardias lo estarían también.
Sus guardias tal vez, pero no su ejército. Jael concentró todas sus esperanzas. Aquellos soldados eran su salvación, de camino hacia allí y en número suficiente para derrotar con facilidad a aquella irrisoria fuerza. Números. Incluso Akiva tendría que esforzarse contra aquella cantidad. Jael no podía caer en la misma trampa que la vez anterior y permitir que le utilizaran como palanca. Miró a las esfinges. Una le guiñó un ojo y Jael se estremeció.
—Una estrategia audaz —dijo, e hizo una pausa—. Enemigos unidos.
—Es tu regalo a Eretz —contestó Liraz—, y me encargaré de que seas recordado por ello. Se te conocerá como el Emperador Por Unos Días, porque ese fue todo el tiempo que reinaste y, aun así, en ese período, no solo disolviste el Imperio, sino que lograste la extraordinaria hazaña de unir a enemigos mortales en una paz duradera.
—Duradera —se mofó Jael—. En cuanto esté muerto, os lanzaréis unos al cuello de los otros.
Una desacertada elección de palabras.
—¿Muerto? —Liraz lo contempló, sorprendida—. ¿Por qué, tío? ¿Estás enfermo? ¿Tienes planeado morir pronto? —Liraz había cambiado. No era el gato siseante e iracundo que había tratado de llevarse consigo en la torre de la Conquista.
«No hay nada en el mundo como cabalgar sobre una tormenta furiosa», había dicho él en aquella ocasión, burlón. Allí no veía ninguna tormenta, ni furia. Había una nueva quietud en ella, pero no la empequeñecía ni la marchitaba. Más bien, parecía engrandecerla. No era una simple arma, como le habían enseñado a ser, sino una mujer con dominio absoluto de su poder, rebelde y fuerte, y aquello era peligroso.
Jael se tensó, tratando de escuchar alguna señal de que su ejército se acercaba. Ella debió de darse cuenta. Sacudió la cabeza con arrepentimiento, como si sintiera pena por él, y miró inquisitivamente al de la sonrisilla, que asintió con la cabeza.
—Bien —se volvió de nuevo hacia Jael—. Ven. Hay algo que deberías ver.
Jael no deseaba ver nada que ella quisiera mostrarle. Pensó en desenvainar la espada, pero la esfinge que le había guiñado el ojo se abalanzó sobre él como un borrón mitad gato, mitad humo y lo envolvió. Le invadió un sopor —un dulce y suave letargo— y perdió su oportunidad. Liraz lo desarmó como si fuera un niño o un borracho, lanzó su espada a un lado y lo empujó hacia la puerta para que saliera al campamento.
Antes que nada, vio al Terror de las Bestias justo delante de él. Jael se encogió, instintivamente. ¿Había venido a matarlo como dijo que haría, ahora que los guardias de Jael estaban desperdigados y lejos?
Pero el Terror de las Bestias no estaba ni siquiera mirándolo.
—¡Liraz! —gritó, y había una alegría en su voz que debería haber abrasado a Jael, pero él apenas la notó, fijo como estaba en lo que Liraz quería que viera.
La sombra de un ejército se aproximaba como una nube de tormenta por encima de sus cabezas. Era enorme y abarcaba todo el cielo visible.
Y no era el suyo.
Jael alzó la mirada, con la cabeza hacia atrás y todo lo demás olvidado, tratando de calcular frenéticamente la cantidad que representaban aquellas filas. No deberían haber incluido más de trescientos Ilegítimos, incluso si hubieran sobrevivido todos al ataque en los montes Adelfas. Incluso si…
«Se defendieron con valentía», había dicho el soldado de la sonrisilla, y así parecía. De las tropas que se cernían desde lo alto, una rubia franja vestía el negro de los Ilegítimos. ¿Y el resto? Había quimeras entre ellos, sí. No presentaban la misma formación regular que los serafines, pero qué se podía esperar de ellos: bestias salvajes, sin forma, tamaño o atuendo homogéneos. Eran un bestiario abierto, y que los dioses estrella ayudaran a los ángeles que se aliaran con ellos.
Pero, entonces que los dioses estrella ayudaran también a la Segunda Legión, ya que Jael distinguió, a través de una niebla de ira, que ellos formaban el grueso de aquella fuerza en vuelo, cargados de acero y con la sencilla armadura de su uniforme, sin colores, sin estandartes, sin cimeras ni escudos de armas. Solo espadas y escudos. Oh, cuántas espadas y escudos.
Y allí, desde lo alto de las montañas, se aproximaban sus propios Dominantes vestidos de blanco, superados en número y pillados desprevenidos, y Jael no tuvo otra opción que permanecer en tierra y contemplar a través de una brecha en el cielo cómo las dos fuerzas se encaraban. Salieron emisarios de ambos lados para reunirse en el centro y Jael escupió en la hierba, riéndose en la cara de los bastardos y las bestias, y aseguró:
—¡Los Dominantes jamás se rinden! ¡Es nuestro credo! ¡Yo mismo lo escribí!
Que luchen, deseó en aquel momento con un fervor que rozaba la plegaria. Que mueran, y tanto si ganan como si no, que se lleven a traidores y rebeldes con ellos a la tumba.
Estaban demasiado lejos para que pudiera ver quién hablaba en su nombre, y mucho menos adivinar lo que estaban diciendo, pero el resultado quedó claro cuando los Dominantes descendieron por el cielo —más allá de una elevación en la ondulante hierba y fuera de la vista de Jael— y tomaron tierra en actitud de… rendición.
—Tal vez no se estén rindiendo —dijo el soldado de la sonrisilla con falso tono consolador—. Tal vez tengan todos unas ganas tremendas de mear.
Jael no vio cómo entregaban las espadas. No le hizo falta. Sabía que había perdido.
Su Eminencia, Jael el segundón, Jael el cortado por la mitad —el Emperador Por Unos Días— había perdido su ejército y su imperio. Y, seguramente, ahora perdería la vida.
—¿A qué estás esperando? —gritó, abalanzándose sobre Liraz. Con un movimiento limpio y un bloqueo, Liraz lo tiró al suelo con la cara por delante, y de una patada bien dirigida le dio la vuelta, jadeante—. ¡Mátame! —suplicó entre toses, allí tirado—. ¡Sé que quieres hacerlo!
Pero ella sacudió la cabeza y sonrió, y Jael deseó aullar, porque su sonrisa incluía… planes, y entre aquellos planes no vio una muerte fácil para él.