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NUNCA MÁS BLANCO

Jael movía las alas con ira, sin ninguna suavidad mientras regresaba a Eretz. Casi rasgó el portal cuando lo atravesó, deseoso de destrozarlo, de destrozar algo. Akiva. Sí. Quería ver al bastardo con el cuerpo atravesado de flechas, como un maniquí de práctica de tiro, balanceándose en el patíbulo del camino Oeste para que todo el que entrara lo contemplara con los ojos desorbitados.

Miró a su alrededor con inquietud. Maldito bastardo; podía estar en cualquier parte. ¿Había precedido a Jael a través del portal? ¿Vendría detrás? Según los términos de su acuerdo, en cuanto Jael hubiera regresado a Eretz, Akiva era libre de matarlo de cualquier modo excepto encendiendo la supurante huella de mano del pecho de su tío. Eso le dejaba multitud de opciones.

Pero Jael disponía igualmente de muchas. Más, porque no le retenía la honestidad, que reduce las formas de matar al enemigo.

No le pasó desapercibido que su propia supervivencia dependía de que su enemigo fuera honesto, aunque aquello no le obligaba de ninguna manera a seguir las mismas pautas. Al contrario, era crucial que él derramara sangre primero. No descansaría hasta que el bastardo estuviera muerto.

Una vez franqueado el portal, Jael no se quedó a supervisar el tedioso regreso de su ejército, sino que se marchó directamente al campamento, volando en medio de una falange de guardias con arqueros desplegados a los flancos por si aparecía Akiva.

El paisaje era muy similar al que acababan de dejar atrás: montañas color pardo y nada que ver. El campamento se encontraba en la ladera de una colina, a una media hora de distancia. En una explanada con pasto abatido por el viento se alzaban hileras de tiendas ordenadas para formar un tosco cuadrilátero, con torres de vigilancia en las esquinas y arqueros apostados en ellas por si se producía un ataque aéreo. Era una defensa básica. Allí arriba no había nada de lo que defenderse. El grueso de las fuerzas de Jael estaba desplegado al sur y al este para dar caza a los rebeldes.

¿Y cómo les había ido? No tardaría en saberlo.

Antes incluso de lo que creía.

Apenas avistó el campamento, vio lo que le aguardaba en la empalizada de picas.

Karou también lo vio, aunque desde una distancia mayor, y fue incapaz de contener su grito ahogado.

De la empalizada, hinchándose con el viento, colgaba un estandarte que había sido blanco y ahora se encontraba cubierto de sangre y ceniza. Lo reconoció de inmediato. El lema se leía claramente, aunque la cabeza de lobo del emblema central estuviera… tapada. «Victoria y venganza», ponía en quimérico. Era el confalón del Lobo Blanco: no la copia que él había colocado en la kasbah, sino el original, seguramente saqueado de Loramendi tras su caída.

Pero no fue el confalón lo que hizo exclamar a Karou. Si el estandarte hubiera sido lo único que de allí pendía, podría haberse interpretado como una señal de que el Lobo Blanco hubiera conquistado y ocupado aquel campamento. Pero con lo que colgaba frente a él, tapando el emblema del Lobo, tal confusión resultaba imposible.

Karou pensaba que había dominado la esperanza. Había creído, al pasar de nuevo por la ranura, que estaba preparada para la posibilidad —la probabilidad— de encontrarse con malas noticias.

Qué delirio.

En algún momento desde que dejó atrás a sus compañeros, había empezado a creer, sin confesárselo a sí misma, que todo saldría bien. Porque tenía que ser así. ¿No?

Pero no sucedió de aquel modo. No había salido todo bien.

Aunque lo hubiera sido, ya nunca más blanco, con una cuerda alrededor del cuello, colgaba el cuerpo manchado y destrozado de Thiago.

Y allí estaba la respuesta, antes de lo que esperaban, a la pregunta de lo que había sucedido cuando abandonaron el fragor de la batalla en los montes Adelfas y tomaron la dura decisión de completar su propia misión antes de regresar.

¿He hecho lo suficiente?, se había preguntado Karou entonces, sabiendo ya la respuesta. ¿He hecho todo lo que podía?

No.

Y sus compañeros habían perdido. Y muerto.

Akiva la agarró y la abrazó, y no dijeron nada sino que se quedaron mirando, desamparados, oscilando en el aire sobre la corriente constante de los aleteos de Akiva mientras Jael aterrizaba frente al cadáver del Lobo Blanco y soltaba una carcajada.