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UN REGALO DE LA NATURALEZA

Las quimeras se habían elevado ya sobre las cumbres. La kasbah estaba detrás de ellos, el portal, justo delante, aunque Karou apenas podía distinguirlo. Incluso a tan escasa distancia, aparecía como una simple ondulación y había que lanzarse hacia él con confianza, y sentir cómo los laterales se abrían alrededor del cuerpo. A las criaturas voluminosas más les valía plegar las alas y atravesarlo a toda velocidad, aunque si se desviaban ligeramente hacia arriba o hacia abajo, no notarían resistencia alguna y pasarían de largo, permaneciendo en aquel cielo. Sin embargo, nada de eso sucedió. Aquella compañía sabía lo que hacía, y se fueron introduciendo uno tras uno a través del pliegue.

Llevó su tiempo que cada silueta que se aproximaba al portal desapareciera en el éter con un parpadeo.

Cuando llegó el turno de Virko, Karou le gritó a Zuzana:

—¡Agárrate!

Así lo hizo, y se lanzaron a toda velocidad a través de la grieta. Emylion y Mik pasaron a continuación, y como a Karou no le apetecía perder de vista a sus amigos, hizo un gesto con la cabeza al Lobo, que había retrocedido para asegurarse de que todo el mundo pasaba, tomó una última y profunda bocanada de aire de la Tierra, y desapareció.

Notó en la cara el suave roce de la misteriosa membrana que separaba ambos mundos, y pasó al otro lado.

Estaba en Eretz.

Allí el cielo no era azul; se elevaba blanquecino sobre sus cabezas, formando un arco, y adquiría un oscuro tono plomizo en la única línea del horizonte visible, perdido el resto tras la niebla. Por debajo de ellos había únicamente agua, y, en aquel grisáceo instante del día, ondeaba casi negra. La bahía de las Bestias. Había algo aterrador en el agua negra. Algo despiadado.

El viento era fuerte y azotaba a la hueste mientras recuperaba la formación. Karou se ajustó el jersey alrededor del cuerpo y tiritó. Los últimos miembros de la compañía atravesaron la grieta, con Uthem y Thiago al final. Los elementos de caballo y dragón de Uthem eran idénticamente flexibles, verdosos y ondulantes, y aparecieron como de la nada. La raza vispeng no poseía alas por naturaleza, de modo que Karou había tenido que echar mano de la creatividad para conservar su tamaño: dos pares de alas, el principal con aspecto de velas y uno más pequeño anclado cerca de las patas traseras. Su aspecto era bastante atractivo, aunque estuviera mal que lo dijera ella.

El Lobo había agachado la cabeza para atravesar el portal, y en cuanto estuvo al otro lado, se enderezó y echó un vistazo a las tropas que lo rodeaban. Sus ojos buscaron rápidamente a Karou, y aunque los detuvo en su rostro solo un instante, ella sintió que era —sabía que era— la principal preocupación de Thiago en el mundo, en aquel o en cualquier otro. Solo cuando supo dónde se encontraba, y se cercioró de que estaba bien, retomó la tarea que tenía entre manos, que era guiar a su ejército de forma segura por encima de la bahía de las Bestias.

A Karou le costó alejarse del portal y dejarlo allí, sin más, donde cualquiera podría encontrarlo y utilizarlo. La intención de Akiva había sido sellarlo a fuego tras ellos, pero Jael había cambiado sus planes. Ahora lo necesitarían.

Para regresar y desatar el apocalipsis.

El Lobo se colocó una vez más a la cabeza y tomó rumbo este, alejándose del horizonte plomizo y dirigiéndose hacia los montes Adelfas. En un día despejado, se habrían divisado las cumbres desde allí. Pero el día no estaba despejado, y no veían nada delante de ellos, a excepción de una neblina cada vez más densa que tenía sus ventajas y sus inconvenientes.

Una de las ventajas era que la niebla los mantenía ocultos. Ninguna patrulla seráfica podría avistarlos desde lejos.

Y una de las desventajas era que la niebla ocultaba a cualquiera… y serían incapaces de avistar a nadie —ni nada— desde lejos.

Karou se encontraba en medio del grupo. Acababa de colocarse junto a Rua para echar un vistazo a Issa cuando sucedió.

—Dulce niña, ¿aguantas? —le preguntó Issa.

—Estoy bien —respondió Karou—. Pero necesitas más ropa.

—Eso no te lo negaré —dijo Issa. De hecho, llevaba ropa (un jersey de Karou con el cuello descosido para adaptarlo a su capucha de cobra), lo que resultaba inusual en Issa, pero tenía los labios morados y los hombros le subían prácticamente hasta las orejas cuando temblaba. La raza naja procedía de un clima cálido, así que Marruecos había sido perfecto para ella. Aquella fría neblina no lo era tanto, y su gélido destino mucho menos, aunque como mínimo podrían protegerse de los elementos: Karou recordaba que había unas cámaras geotérmicas en el laberinto inferior de las cuevas, si todo seguía como años antes.

Las cuevas de los kirin.

Jamás había regresado al lugar donde había nacido, hogar de sus primeros años. Había planeado volver, tiempo atrás. Era donde Akiva y ella pensaban reunirse para comenzar su rebelión, si el destino no hubiera tenido otros planes.

Pero no, Karou no creía en la providencia. No había sido el destino lo que había desbaratado su plan, sino la traición. Y no era el destino lo que estaba recreándolo ahora —o al menos aquella retorcida versión de sombras chinescas, cargada de sospechas y resentimiento—, sino la voluntad.

—Te buscaré una manta o algo así —le dijo a Issa, o empezó a decirle, porque de repente algo vino hacia ella.

O se abalanzó sobre ella.

Sobre todos.

Una presión en la niebla descendente y, acompañándola, una certeza. Karou se encogió y levantó la cabeza para mirar hacia arriba. Y no solo ella. A su alrededor, los soldados estaban reaccionando en la formación. Descendían, desenfundaban armas, se apartaban de… algo.

Sobre sus cabezas, el cielo blanquecino pareció lo bastante cercano como para tocarlo. Era un claro, pero Karou notó que se le aceleraba el pulso y sintió un tamborileo, como un sonido demasiado bajo para escucharlo. Luego, repentino y acechante, rápido e inmenso, empujando un vendaval que apartó a los soldados como muñecos en una corriente, algo.

Grande.

Sobre ellos y tapando el cielo, pasando rápidamente, volando a ras de las cabezas de la compañía. Tan repentino, tan presente, tan enorme que Karou fue incapaz de comprender lo que sucedía. Cuando pasó, la rozó, y la estela de aire dejado por su peso la atrapó y la hizo girar. Era como la resaca del mar, y las cadenas de sus turíbulos salieron volando, se enrollaron a ella. Durante aquel oscuro instante en que estuvo dando vueltas pensó en la negra superficie del agua que se encontraba muy abajo, y en los turíbulos salpicando al caer —almas devoradas por la bahía de las Bestias—, y luchó por controlar su cuerpo… y sin más quedó libre, a la deriva en la extraña calma posterior. Las cadenas estaban retorcidas y enmarañadas, pero no había perdido nada, y lo único que faltaba era echar un vistazo para ver qué era: qué eran, oh. Oh, antes de que el opaco y blanquecino día se los tragara de nuevo, y desaparecieran.

Cazadores de tormentas.

Las criaturas más grandes de aquel mundo, exceptuando los seres secretos que el mar ocultara en sus profundidades. Con unas alas que podían cobijar o despedazar una casa pequeña. Eso era lo que la había rozado: el ala de un cazador de tormentas. Una bandada de aquellos gigantescos pájaros acababa de deslizarse por encima de la compañía, y un solo aleteo del que volaba más abajo había bastado para desperdigar a las quimeras. Antes de que en su mente quedara espacio para la sorpresa, Karou hizo un desesperado recuento de la hueste.

Encontró a Issa aferrada al cuello de Rua, sobresaltada pero bien. El herrero Aegir había dejado caer el fardo de armas —todas ellas perdidas en el mar—. Akiva y Liraz continuaban en su sitio, bastante adelantados, y Zuzana y Mik también iban por delante, no muy lejos, pero a suficiente distancia para escapar al latigazo de aquel batir de alas. Solo parecían estar un poco aturdidos, aunque boquiabiertos por la sorpresa, la misma sorpresa que Karou seguía manteniendo a raya. Los soldados se iban reuniendo, ninguno tan estoico como para no admirar las enormes siluetas ya desdibujadas en la niebla. Todo el mundo estaba bien.

Simplemente les habían sobrevolado unos cazadores de tormentas.

En su vida anterior, Karou había sido una hija de las alturas: Madrigal de los kirin, la última tribu de los montes Adelfas. Aquellas enormes criaturas habitaban entre las cumbres, aunque ningún kirin, ni nadie que Karou supiese, había visto jamás un cazador de tormentas tan cerca. Resultaba imposible abatirlos; eran muy escurridizos, demasiado rápidos para perseguirlos y demasiado astutos para sorprenderlos. Se decía que notaban los cambios más insignificantes en el aire y el ambiente, y de niña —cuando era Madrigal— Karou había tenido razones para creer que así era. Cuando los veía a lo lejos, a la deriva como motas en los rayos oblicuos del sol, levantaba el vuelo para seguirlos, ansiosa por conseguir una mejor perspectiva, pero en cuanto sus alas impulsaban su intención, las de ellos respondían y los alejaban. Jamás se había encontrado un nido, un cascarón, ni siquiera un cadáver; si los cazadores de tormentas incubaban sus huevos, si morían, nadie sabía dónde.

Karou acababa de conseguir aquella perspectiva mejor, y era impresionante.

La adrenalina invadió su cuerpo, y no pudo evitarlo. Sonrió. La visión había sido demasiado breve, pero había distinguido el espeso plumón que cubría el cuerpo de los cazadores de tormentas, que sus ojos eran negros, grandes como platos y cubiertos por una membrana nictitante, como los de las aves de la Tierra. Sus plumas lanzaban destellos iridiscentes, de ningún color en concreto sino de todos, dependiendo de la luz.

Parecían un regalo de la naturaleza, y un recordatorio de que no todo en aquel mundo estaba determinado por la guerra eterna. Karou se recompuso en el aire, se desenroscó una cadena de turíbulos del cuello y ascendió hacia Zuzana y Mik.

Sonrió a sus amigos, ambos todavía aturdidos, y dijo:

—Bienvenidos a Eretz.

—Olvida el pegaso —exclamó Zuzana con fervor y los ojos muy abiertos—. ¡Yo quiero uno de esos!