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UNA RÁFAGA DE CHISPAS

Karou siguió a Akiva fuera del Palacio Papal, invisibles los dos, así que cuando se acercó a él fue con algo de torpeza. Pero solo durante los primeros segundos de asombro.

Ni siquiera había pensado hacerlo. Bueno, no fue lo que se dice un accidente. No tropezaron el uno contra el otro. Fue solo que su cuerpo reaccionó sin pensar primero.

Karou sabía dónde estaba Akiva por el calor y el movimiento del aire, y su intención era seguirle hasta la cúpula de San Pedro. Desde allí, los cuatro planeaban contemplar el éxodo de Jael y, sin ser vistos, escoltar al ejército de Dominantes de regreso a Uzbekistán y a través del portal hasta Eretz.

Pero parte de Karou seguía en equilibrio a lomos del filo de aquel cuchillo arrojado, escuchando el grito en el que casi se había convertido. No podía ver a Akiva para asegurarse de que estaba bien, y por eso se sentía incapaz de recuperar el aliento. No había ninguna victoria que celebrar aún, excepto la de estar vivos, y eso era lo único en lo que Karou pensaba cuando alargó la mano hacia él. Estaban sobre la plaza, con las columnatas curvas de Miguel Ángel por debajo de ellos como brazos abiertos.

Karou extendió el brazo hacia donde tal vez estuviera el hombro de Akiva y encontró su ala. Aquello levantó una ráfaga de chispas y él se volvió al sentir la caricia, sorprendido, así que ella se tambaleó hacia él y Akiva la sujetó contra su cuerpo y… eso fue todo lo que hizo falta.

Los imanes chocan y rápidamente se juntan.

Las manos de Karou encontraron el rostro de Akiva y sus labios fueron detrás. Torpemente, salpicó besos de agradecimiento por su cara invisible. Estaba abrumada y sus labios aterrizaban donde podían —en la frente, luego en la mejilla, luego en el puente de la nariz— y con el profundo alivio del momento apenas notó la sensación de su piel contra la de ella: el calor y la textura de Akiva —al fin— en sus labios.

Karou llevó una mano al corazón de Akiva para asegurarse de que no había sido un espejismo, que estaba verdaderamente entero e ileso. Lo estaba, así que la palma, satisfecha, se unió a la otra para deslizarse hasta donde el cuello de Akiva se unía a su mandíbula y sujetar su rostro y calcular la ubicación de sus labios.

Akiva no esperó a que ella los encontrara.

Con un golpe de sus alas se impulsó por el aire con tal fuerza que Karou quedó más unida a él que cuando se habían abrazado en la ducha, pero esta vez su rostro no estaba contra su pecho, ni sus pies plantados en el suelo.

Karou entrelazó las piernas con las de Akiva. Deslizó las manos por su cuello hasta su pelo y sujetó su cabeza mientas él la arrastraba, dibujando espirales.

Por fin. Por fin se besaron.

La boca de Akiva estaba hambrienta y era dulce y apetitosa y delicada y cálida, y el beso fue prolongado y profundo y cualquier unidad de medida excepto infinito. Eso no lo fue. Un beso debe finalizar para que otro comience, y así sucedió, una y otra vez.

Un beso dio paso a otro beso y, en el absorbente mundo de su abrazo de ojos cerrados, Karou tuvo la sensación de que cada beso incluyera el anterior. Era como una alucinación: un beso dentro de un beso dentro de un beso, cada vez más y más profundo y más dulce y más cálido y más embriagador, y Karou esperó que el equilibrio de Akiva los estuviera guiando porque ella había perdido toda percepción propia. No existía el arriba ni el abajo; solo bocas y caderas y manos…

… y entonces notó el calor y la textura de Akiva. La suavidad, la agitación, la realidad.

Un beso mientras volaban invisibles sobre la plaza de San Pedro. Sonaba a fantasía, pero la sensación era muy, muy real.

Y luego una sonrisa compartida moldeó sus labios y las carcajadas brotaron entre los dos. El alivio los hizo jadear, y también la falta de oxígeno, porque ¿quién tenía tiempo para respirar? Descansaron la frente y la punta de la nariz del uno en las del otro e hicieron una pausa para que todo reposara. El beso, sus respiraciones y todo lo que habían hecho.

Los soldados humanos patrullaban por debajo de ellos, preguntándose qué sería aquella repentina ráfaga de chispas, mientras Karou y Akiva giraban en el aire, sostenidos por la magia y unos lánguidos aleteos y unidos por una atracción que habían sentido desde el mismo instante de su primer encuentro en un campo de batalla mucho tiempo atrás.

Karou tocó de nuevo el corazón de Akiva, para asegurarse.

—¿Cómo lo hiciste? —preguntó en voz baja, con la cabeza aún aturdida por el beso—. Lo de antes.

—No lo sé. Nunca lo sé. Simplemente llega.

—El cuchillo te atravesó. ¿Lo sentiste? —deseó poder verle, pero como no era posible, mantuvo una mano sobre el rostro de Akiva y la frente contra la suya.

Notó cómo asentía con la cabeza y su aliento le rozó los labios cuando respondió.

—Sí y no. No sé cómo explicarlo. Estaba allí y no estaba. Vi cómo se clavaba en mi pecho y seguía adelante.

Karou permaneció en silencio un instante, asimilando aquello.

—Entonces, ¿es cierto lo que dijo Jael? ¿Que eres… invisible para la muerte? ¿No voy a tener que preocuparme nunca de que puedas morir?

—No creo que sea cierto —Akiva recorrió con los labios el contorno del rostro de Karou, como si de aquel modo pudiera verla—. Pero me habrías resucitado, en cualquier caso.

¿Habría sucedido así si Akiva hubiera muerto? ¿O habrían perdido el control de la situación y los habrían derrotado? Karou no quería ni pensarlo.

—Claro —respondió con falsa alegría—. Pero no seamos descuidados con este cuerpo, ¿vale? —le acarició con la nariz—. Puede que sea tu alma lo que amo, pero estoy bastante apegada también a su recipiente.

Su voz se había ido apagando mientras hablaba y la respuesta de Akiva fue igualmente suave y profunda.

—No puedo decir que sienta escuchar eso —dijo él, y deslizó su rostro por el de ella para besarla debajo de la oreja, provocándole unos escalofríos eléctricos que recorrieron instantáneamente todo su cuerpo.

Karou dejó escapar una débil exclamación de sorpresa que sonó como el «Oh» de «Oh, Dios mío», pero sin el «Dios mío», y luego vio, por encima del hombro de Akiva, la ascensión de las primeras hileras de Dominantes desde el Palacio Papal cuando el ejército de Jael volvió al cielo.