MUCHO MÁS QUE SALVADA
Eliza se despertó del sueño para encontrarse todavía soñando. Había estado a mucha profundidad, era consciente de ello, y supuso que debía de estar emergiendo a través de capas de sueños, como saliendo de la tierra por una de esas minas a cielo abierto que son como el infierno convertido en realidad. A cada nivel se aproximaba más a la consciencia.
Pero tenía que ser un sueño, aunque solo fuera porque desafiaba a la realidad.
Estaba sentada sobre un escalón. Hasta ahí, resultaba bastante real. Había una chica junto a ella: era pequeña, pero no una niña. Una adolescente bonita como una muñeca y con los ojos muy abiertos. La miraba fijamente.
La chica tragó saliva de forma audible y dijo en inglés, vacilante y con cierto acento:
—Eh. ¿Perdón? O… ¿de nada? Lo que te parezca… más apropiado.
—¿Perdón? —dijo Eliza. En realidad quería decir «¿Qué?». ¿A qué se refería la chica? Pero ella pareció tomarlo como una respuesta a su pregunta.
—Perdón, entonces —respondió, desanimada. Mantenía los ojos muy abiertos y no parpadeaba. Eliza echó un vistazo al joven que había a su lado. Reconoció el mismo asombro en sus ojos.
—No era nuestra intención —dijo él—. No sabíamos que… fuera a suceder… esto. Salieron… sin más.
Se refería a las alas: alas de ensueño creciendo en los hombros de ensueño de Eliza. Al despertar —si la transición de un sueño a otro podía llamarse despertar, aunque supuso que no, por mucho que lo pareciera—, había sido consciente del cambio que había sufrido, sin confirmarlo visualmente y sin sorpresa, como sucede en los sueños. Giró la cabeza para ver lo que ya sabía.
Alas de fuego vivo. Agitó los hombros y sintió el movimiento de sus nuevos músculos mientras las alas respondían, flexionándose y lanzando una hermosa lluvia de chispas. Eran lo más hermoso que Eliza había visto jamás, y el asombro brotó en ella.
Aquel era un sueño mucho mejor que al que estaba acostumbrada.
—Siento lo de la camisa —dijo la chica.
Al principio Eliza no sabía a qué se refería, pero luego se dio cuenta de que la prenda colgaba suelta y hecha jirones, como si las alas la hubieran desgarrado al crecer. Apenas parecía relevante, excepto por una cosa. Era un detalle inesperado para un sueño.
—¿Cómo te sientes? —preguntó el joven, solícito—. ¿Has… regresado?
¿Regresado? ¿Adónde o… de dónde? Eliza se dio cuenta de que no tenía ni idea de dónde se encontraba. ¿Qué era lo último que recordaba? Que estaba en un coche en Marruecos, sintiéndose desgraciada.
Miró a su alrededor y vio la curva en un estrecho callejón que casi podría haber sido un escenario. Adoquines y mármol, emblemáticos geranios rojos alineados en el alféizar de una ventana. Cuerdas con ropa tendida sobre su cabeza. Todo indicaba «esto es Italia» tan claramente como la imagen del desierto que Eliza había visto a través de la ventanilla del avión le había dicho «esto no es Italia». Incluso había un anciano con tirantes apoyado pesadamente en su bastón, tan paralizado como un recorte de cartón, mirándola fijamente.
El presentimiento de que aquello no era un sueño fue al principio como un cosquilleo. El bastón del anciano tenía cinta adhesiva enrollada alrededor del mango. Uno de los geranios estaba seco y había basura y ruido. Bocinas metálicas fuera de la vista, una breve pelea canina y una especie de sonsonete amortiguado por encima de todo: el sonido del enjambre de muchas voces distantes. ¿Los estruendos y defectos del mundo entrometiéndose en un sueño? Fue entonces cuando Eliza empezó a comprender.
Pero para comprender la situación de verdad, tuvo que escuchar su interior.
La sensación de agitación interna se había calmado. Las cosas que sabía y estaban enterradas ya no trataban de salir. Eliza tardó un momento en entender por qué, aunque era muy sencillo; habían dejado de estar enterradas.
Ahora las sabía.
Eliza comprendió lo que era ella. Darse cuenta de aquello fue el equivalente mental a una grabación a cámara lenta que se proyecta al revés: un gran destrozo que abandona el suelo y se eleva para reconstruirse sobre una mesa. Té que se alza de un charco y regresa a su taza por el aire para aterrizar cuidadosamente sobre una bandeja. Libros que saltan de un montón desordenado, batiendo las tapas como alas, y ascienden hasta colocarse en una estantería.
Juicio surgido de la locura.
Estaba todo allí y seguía siendo terrible —y terrible y terrible— pero ahora permanecía en silencio y era suyo. Estaba salvada.
—¿Qué me habéis hecho? —preguntó Eliza.
—No lo sé —respondió la chica, preocupada—. No sabíamos lo que te pasaba, así que pedimos un deseo general con la esperanza de que la magia supiera qué hacer.
¿Magia? ¿Un deseo?
—Yo sé lo que me pasaba —dijo Eliza, dándose cuenta de que era cierto. Había una explicación para las cosas que sabía y estaban enterradas, y no era que fuera la encarnación del ángel Elazael.
La euforia y la devastación se fundieron en una nueva emoción, indefinible, a la que no supo cómo reaccionar. Sabía qué le había ocurrido y no era lo que más había temido.
—No era yo —dijo en alto, y aquello fue lo que produjo la euforia.
La culpa del sueño no era —y nunca había sido ni nunca sería— suya.
Pero el cataclismo era real. Lo comprendió plenamente en aquel momento y aquello fue el origen de la devastación.
Se llevó las manos a la cabeza, se la sujetó y le resultó familiar bajo los dedos («Soy yo, Eliza») pero, dentro, tanto su cabeza como ella abarcaron un vasto territorio nuevo.
Los jóvenes la estaban mirando con el ceño fruncido, preguntándose probablemente si no estaría más loca que antes. No lo estaba. Lo sabía con total seguridad. Su cerebro, su cuerpo, sus alas parecían tan bien calibrados que los sentía como una de las creaciones más perfectas de la naturaleza. Una doble hélice. Una galaxia. Un panal. Entes tan improbables y sorprendentes que invitaban a imaginar que la creación tuviera voluntad y una inteligencia salvaje.
No la tenía.
No fue aquello lo que Eliza descubrió. Nadie podría jamás descubrirlo. Pero… sabía el origen.
De todo.
Estaba entre las cosas que sabía y que habían dejado de estar enterradas, que ahora formaban parte de ella, ordenadas y entretejidas. Era tan hermoso que quiso adorarlo, aunque supiera que no tenía conciencia. Tendría tanto sentido como venerar al viento. Eliza comprendió que la magia y la ciencia eran la cara y la cruz de la misma moneda brillante.
Y contempló el Tiempo desplegado ante ella, como una sección de ADN separada. Conocible. Posiblemente incluso navegable.
Su mente tembló a la orilla de aquella nueva inmensidad. Hacía unos momentos había pensado que estaba salvada. Ahora veía que estaba más que salvada. Mucho más que salvada.
—Bueno —dijo, tratando de no llorar mientras contemplaba a sus salvadores con toda la calidez que sus ojos eran capaces de transmitir—, ¿y quiénes sois vosotros, chicos?