PERSUASIÓN
Un ángel yacía moribundo entre la niebla. Mucho tiempo atrás.
Y el diablo debería haber acabado con él sin vacilar un segundo.
Pero no fue así. ¿Y si lo hubiera hecho? Karou se lo había preguntado de cien maneras distintas. Incluso lo había deseado en sus momentos de más profundo dolor en la kasbah, cuando lo único que veía era la muerte que había provocado su clemencia.
Si hubiera matado a Akiva aquel día o simplemente le hubiera dejado morir, la guerra habría continuado ininterrumpida. ¿Otros mil años? Tal vez. Pero no lo había matado y la guerra no había seguido.
«La edad de las guerras ha terminado», acababa de decir Akiva, y mientras Karou veía lo que estaba viendo sin lugar a duda, y mientras todo su ser se preparaba para el grito, su corazón se resistió. La edad de las guerras había terminado y Akiva no moriría de aquel modo.
El cuchillo se clavó en su corazón.
Pero el grito de Karou jamás brotó. Otro ocupó su lugar pero, primero; un ruido. Una fracción de instante después de que el cuchillo se hundiera en el pecho de Akiva… un golpe sordo. No era el sonido producido por un cuerpo al caer. Karou completó el giro de cabeza y su mirada dibujó un recorrido desesperado, asimilando lo que estaba viendo.
Akiva estaba allí de pie, inmóvil.
No se tambaleaba, no chorreaba sangre y ninguna empuñadura sobresalía de su corazón. Karou parpadeó, agitada, y no fue la única, aunque nadie experimentó la misma desesperación que ella había sentido un instante antes, ni la alegría que la invadió al localizar el cuchillo, clavado en la pared por detrás de Akiva. Nadie saboreó la sorpresa como ella mientras la verdad adquiría forma, pero todos los que estaban en la habitación la degustaron de algún modo.
Haxaya fue la primera en hablar.
—Invisible para la muerte —murmuró, porque no había duda de lo que acababa de suceder. Akiva no se había movido y la trayectoria no mentía.
El cuchillo había atravesado su cuerpo.
En aquel momento fue la mirada de Karou la que Akiva sostuvo y lo encontró algo aturdido, algo angustiado. Quiso preguntarle si él había hecho aquello. Tenía que ser así. Nadie, ni siquiera él mismo, sabía de lo que era capaz.
Razgut se había desplomado y gemía, se golpeaba la frente con los puños. Karou llegó hasta él de dos zancadas, lo tiró al suelo y rebuscó entre las sábanas por si había más armas. El caído no parecía notar siquiera su presencia.
Los Dominantes se mostraron recelosos, pero también asombrados ante la presencia de Akiva, y Karou pensó que ya no era necesario preocuparse de ningún ataque por parte de ellos. Pero no se relajó. Estaba lista para salir de allí y lo único que faltaba era la persuasión. Su plan en toda su simplicidad.
Al fin llegó el momento.
Una vez más, Akiva se enfrentó a su tío. Jael estaba callado, con el rostro contraído y pálido mientras su horrenda boca temblaba. Frente a un poder de aquella magnitud, había perdido incluso el valor para burlarse.
Akiva no había desenvainado sus espadas en ningún momento, así que tenía las manos libres. Alargó un brazo hacia su tío y colocó la palma sobre su pecho. El gesto pareció casi amistoso y los ojos de Jael giraron de nuevo en sus órbitas, tratando de comprender lo que le estaba sucediendo. No tardó mucho.
Karou contempló la mano de Akiva y recordó el día que regresó al portal de Brimstone en París, de mal humor por haber tenido que arrastrar unos cuernos de elefante por toda la ciudad, y había visto, por primera vez, una huella de mano abrasada en la madera. Al recorrerla con el dedo, se había llevado algo de ceniza. Y recordó a Kishmish carbonizado y moribundo en sus manos mientras su pulso aminoraba del pánico a la muerte, y cómo el lamento de las sirenas de los bomberos le había arrebatado su dolor —cómo le había arrebatado aquel dolor para empujarla a otro mayor— mientras salía corriendo de su apartamento para atravesar las calles hacia el portal de Brimstone y encontrarlo devorado por las llamas. Fuego azul, infernal y, en su aureola, la silueta de unas alas.
En todo el mundo, en el mismo instante, docenas de puertas, todas marcadas con huellas negras de mano, habían sido engullidas por el mismo fuego antinatural.
Aquello había sido obra de Akiva. Todos los serafines eran criaturas de fuego, pero prender las marcas desde la distancia era algo propio de él y le había permitido destruir hasta el último portal de Brimstone en un instante, aislando a su enemigo sin previo aviso.
Cuando Karou había visto en las cuevas de los kirin la piel ampollada en el cadáver de Ten, con la marca de la mano de Liraz claramente abrasada en su pecho, su pensamiento había sido aquel.
Bajo la palma de Akiva apareció humo. Jael probablemente lo oliera antes de sentir el calor a través de la ropa, aunque tal vez no, ya que no vestía armadura sino las prendas festivas que había imaginado asombrarían a la humanidad. Fuera por el calor o por el humo, Karou descubrió una luz de comprensión en sus ojos y el pánico mientras luchaba por apartarse de aquella mano que lo presionaba. Esperaba que Haxaya no le cortara la garganta por accidente.
El grito de Jael fue un gemido vacilante y Karou lo contempló mientras Akiva retrocedía. Allí estaba: abrasada en el pecho de Jael, hedionda y ennegrecida, con la carbonilla desprendiéndose ya para dejar a la vista la herida en carne viva de debajo. Una huella de mano sobre su cuerpo.
Persuasión.
—Regresa a casa —dijo Akiva—, o la encenderé. Dondequiera que tú estés, dondequiera que yo esté. Eso no importa. A menos que hagas lo que digo, te abrasaré hasta reducirte a nada. No quedará ni siquiera ceniza que indique dónde estabas.
Haxaya soltó a Jael y se hizo a un lado. Su cuchillo ya no era necesario, así que limpió la hoja con la blanca manga del emperador. Jael se desplomó como si sus piernas no pudieran sostenerlo, con dolor, rabia e impotencia contenidos en el gesto. Parecía estar lidiando con la situación, tratando de comprender todo lo que había perdido.
—¿Y luego qué? —estalló por fin—. ¿Qué pasará cuando regrese a Eretz con tu marca? Arderé entonces. ¿Por qué debería hacer lo que me pides?
La voz de Akiva sonó firme.
—Te doy mi palabra. Obedece. Regresa a casa ahora. Márchate con tu ejército y nada más. No desencadenes el caos. Simplemente vete y jamás encenderé la marca. Te lo prometo.
Jael soltó un resoplido de incredulidad.
—Me lo prometes. Me dejarás vivir, así sin más.
Karou miró a Akiva mientras él elaboraba su respuesta. Había mantenido la calma desde el momento que Jael había aparecido en la habitación y había logrado ocultar el profundo odio que aquel hombre despertaba en él.
—Yo no he dicho eso.
¿Estaba pensando en Hazael? ¿En Festival? ¿En el futuro que estaban a punto de evitar, en el que las armas habrían transformado Eretz en algo más brutal incluso de lo que sus ciudadanos habían conocido hasta entonces?
—No te abrasaré —Akiva dejó que su rostro reflejara el concepto que tenía de su tío—. Esa es mi única promesa, y no significa que vayas a seguir vivo —dejó que la repugnante imaginación de su tío se pusiera a funcionar—. Tal vez tengas una oportunidad —sonrió ligeramente—. Tal vez me veas llegar —se apoyó en el silencio y dejó que se prolongara y, luego, de repente, lo interrumpió—. Aunque probablemente no.
Karou siguió el ejemplo de Akiva y se desvaneció también. Virko y Haxaya lo hicieron un instante después, cuando Akiva lanzó su hechizo sobre los dos. Jael y los Dominantes vieron sombras que se dirigían hacia la ventana y desaparecían, y allí no quedó nada excepto la agitada respiración de un emperador destrozado, los sollozos intermitentes de un monstruo loco y dos hileras de soldados silenciosos que no sabían cómo reaccionar.