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LA ÉPOCA DE LAS GUERRAS

La palabra que Akiva pronunció fue «Haxaya», y tal vez Jael ignorara lo que significaba, o que fuera un nombre, pero la consecuencia quedó bastante clara.

Un segundo.

El espacio que había detrás del emperador estaba vacío y, de repente, ya no lo estaba, y la silueta que lo llenó —una estela de piel y dientes— estaba en movimiento. La vio y le golpeó. Segunda mitad del mismo segundo. Le arrastró rápidamente hacia atrás.

Dos segundos.

Sus soldados se encontraban todos delante de él. Solo se volvieron cuando sintió el acero en su carne y dejó escapar un grito ahogado. Para cuando volvieron la cabeza, él estaba en la puerta, de rodillas, con una espada en la garganta y su atacante a la espalda, fuera del alcance de los Dominantes.

Se escuchó un berrido. Transmitía el torbellino de rabia que invadía la cabeza de Jael, pero no estaba saliendo de sus labios. No se atrevía a gritar, no con la presión del acero. Fue el caído el que gritó, retorciéndose en la cama, aún peleando con la chica.

Tres segundos.

La espada le mordió. Jael creyó que le había rebanado la garganta y sintió pánico, pero aún respiraba. Le escoció; era solo un corte.

—Perdón —dijo una voz, un susurro femenino cerca de su oreja. La espada estaba afilada y ella no la estaba manejando con cuidado. Otro escozor, otro corte y una carcajada sobre su hombro. Ronca, divertida.

Sus hombres solo habían tenido tiempo de girar la cabeza para mirar. El espacio entre segundos se rellenó de conmoción y se tapó con los gritos de Razgut.

—¡No, no, no! —la voz del caído estaba negra de furia—. ¡Matadlos! —gritó, encolerizado—. ¡Matadlos!

Como si estuviera obedeciendo aquella orden, uno de los soldados hizo un movimiento hacia Jael, levantando la espada hacia la quimera que lo sujetaba. Su brazo se apretó alrededor del emperador. Sus garras se hundieron en su costado, traspasando la ropa y entrando en la carne, y su cuchillo penetró un poco más también.

—¡Alto! —gritó Jael. A la quimera, a sus hombres. No le agradó que sonara como un aullido—. ¡Baja la espada! —y trató de pensar qué hacer (cinco segundos), pero había enviado a todos los soldados hacia delante como un parapeto y no había dejado ninguno a su espalda. Al arrastrarlo hacia la puerta, la quimera que lo atacaba contaba con toda la pared como barrera (y el cuerpo de Jael como barrera también, y tras ella no había nada excepto una habitación vacía). Nadie podía llegar a ella, y aquello había sido un error del propio Jael por haber querido esconderse tras un muro de soldados.

—Qué fácilmente brota la sangre —dijo ella. Su voz era animal, gutural—. Creo que quiere ser libre. Incluso tu sangre te desprecia.

—Haxaya —dijo Akiva con tono de advertencia, y entonces Jael comprendió que la palabra era un nombre—, dijimos que nada de sangre.

Era demasiado tarde para eso. La sangre ya estaba escurriendo por el cuello de Jael.

—Se está retorciendo —fue la respuesta de Haxaya.

Razgut seguía gimoteando. La chica ya estaba libre, junto al bastardo, los tres alineados: humano, serafín, bestia, los tres que le habían alertado que esperara. Y… ¿qué pasaba con aquel cuarto que no había buscado? ¿Cómo había sucedido? ¿Cómo?

Cuando Akiva habló de nuevo, se dirigió a Jael con tranquilidad, como retomando un tema de conversación interrumpido.

—Otros factores —dijo con voz suave y firme. Otros factores pueden cambiar el curso de los acontecimientos, había asegurado un instante antes—. Como otorgar a una vida más valor que a las demás. La tuya, por ejemplo. Si la cantidad fuera lo único importante, aún podrías ganar. No tú personalmente. Tú morirías. El primero, pero tus hombres podrían salvar la situación si decidieran dejar de preocuparse por tu supervivencia —hizo una pausa, paseó la mirada por ellos como si fueran entidades con capacidad de elección y no meros soldados—. ¿Es eso lo que quieres?

¿A quién le estaba preguntando, a Jael o a alguno de ellos? La idea de que pudieran responder, de que ellos pudieran elegir su destino, horrorizó a Jael.

—No —escupió la palabra con prisa, antes de que los soldados aventuraran otra respuesta.

—Así que quieres vivir —aclaró Akiva.

Sí, quería vivir. Pero para Jael era inimaginable que su enemigo fuera a permitírselo.

—No juegues conmigo, Terror de las Bestias. ¿Qué quieres?

—En primer lugar —respondió Akiva—, que tus hombres bajen las espadas.

Karou había soportado bastante la risilla ronroneante de Razgut y aquella mano sudorosa aferrada a su muñeca, así que cuando Akiva pronunció el nombre de Haxaya, descargó un codo contra el ojo de la cosa y pivotó, aprovechando el instante de profunda sorpresa de Razgut para liberarse de un tirón. Aunque estuvo a punto de no conseguirlo; a pesar de lo empapados en sudor que tenía los dedos, la mano del caído tenía la fuerza demoledora de una garra, y cuando Karou apoyó un pie en el armazón de la cama y empujó con todas sus fuerzas, recuperó el brazo arañado y sangrante. Pero, afortunadamente, lo recuperó y quedó libre.

Razgut tenía una mano sobre el ojo herido y gritaba:

—¡No, no, no! —con el otro ojo abierto y desencajado, enloquecido y malévolo, mientras Karou retrocedía lentamente, alejándose de él, desenfundando los cuchillos de luna creciente para ocupar su posición junto a Akiva. Ella a un lado y Virko al otro, observando cómo Haxaya sometía al monstruoso Jael.

Haxaya, de nuevo viva, y —gracias a los dientes robados en el Museo Civico di Zoologia— con el aspecto adecuado de zorro, ágil y muy rápida.

Ella no formaba parte del plan. No inicialmente. En las cuevas, cuando aquella idea había tomado forma por primera vez en la mente de Karou, el cadáver de Haxaya —o el cadáver de Ten, desocupado en último lugar por el alma de Haxaya— le había servido de inspiración, pero Karou en ningún momento había pretendido que participara en su ejecución. Había recogido el alma de la soldado con la intención de decidir más adelante qué hacer con ella. El turíbulo era pequeño y, después de engancharlo a su cinturón, se había olvidado de amontonarlo con los demás antes de abandonar las cuevas. ¿Casualidad? ¿Suerte? Quién sabía.

Fuera lo que fuese, permitió que aquella noche, después de recibir una perturbadora vibración de Esther, Karou pensara en conceder a la quimera zorro una oportunidad de redimirse.

Habían esperado no tener que echar mano de un soldado sombra. Habían esperado, incluso mientras se colaban por la ventana, quebrando la luz derramada de la luna no tres sino cuatro veces, que el plan se desarrollara en su variante más sencilla. No había sido así.

Pero no eran tan estúpidos como para acudir desprevenidos.

¿Podemos confiar en ella?, se habían preguntado los tres. Como la de Haxaya era la única alma con la que contaban, fue la única candidata para la tarea.

«Era personal», Akiva había repetido las palabras de Liraz. La batalla de Savvath y lo que quiera que Liraz hubiera hecho allí para desencadenar una venganza tan despiadada. Llegado el momento, pensaron que Haxaya sería capaz de entender la gravedad y los riesgos de la misión que estaban llevando a cabo e interpretaría bien su papel. Y parecía que lo estaba haciendo (excepto por el imperativo de no derramar sangre, aunque tal vez fuera una buena aportación). Jael estaba pálido, tenía los ojos desencajados y le tembló la voz al ordenar a sus soldados que bajaran las espadas.

—Atrás —les indicó Akiva, y ellos obedecieron, separándose poco a poco para retroceder hacia las paredes de la habitación. Era difícil pensar en ellos como individuos, como criaturas conscientes con alma. Karou se obligó a mirar sus rostros uno a uno para intentar verlos como algo real, como habitantes de Eretz que habían sido engendrados y entrenados para convertirse en lo que eran en aquel momento y que tal vez pudieran (como Akiva, como Liraz) olvidar sus enseñanzas, olvidar su entrenamiento.

Fue incapaz de visualizarlo. Aún no. Pero tenía esperanza.

No para Jael. Él no formaría parte del futuro que estaban construyendo. Akiva avanzó hacia su tío. Karou, con los cuchillos desenfundados, protegía su flanco derecho y Virko el izquierdo. Casi habían acabado.

—Escuchadme —dijo Akiva a los soldados—. La edad de las guerras ha terminado. Para aquellos que regresen y no derramen más sangre, habrá amnistía —hablaba como si pudiera hacer tales promesas y, al escucharlo, conociendo incluso la absoluta desolación de su propia incertidumbre, Karou creyó sus palabras. ¿Las creyeron los Dominantes? Imposible saberlo. Su entrenamiento los obligaba a mantener silencio y Jael estaba silenciado por el cuchillo de Haxaya. El único que no permaneció callado fue Razgut.

—¿La edad de las guerras? —repitió como un loro. Estaba al borde de la cama, con una de sus inútiles piernas colgando, retorcida y flácida. El ojo sobre el que Karou había hundido el codo estaba cerrado por la hinchazón, pero el otro lo conservaba incongruentemente sano, casi hermoso. Aunque había locura en él. Muy negra.

—¿Y quién eres para poner fin a una edad? —gruñó—. ¿Fuiste elegido entre todo tu pueblo? ¿Te arrodillaste ante los magos y abriste tu ánima a sus dedos afilados? ¿Has ahogado estrellas como si fueran bebés en una bañera? Yo puse fin a la Primera Edad y pondré fin a la segunda también.

Y acto seguido, alzó un cuchillo que nadie había visto y lo lanzó hacia Akiva. Nadie reaccionó. No a tiempo.

Karou no lo logró: su mano salió disparada demasiado tarde, como si pudiera atrapar el cuchillo en el aire o al menos desviarlo, pero ya había pasado de largo.

Tampoco Virko, que estaba al otro lado de Akiva.

Ni Akiva. No se movió ni un milímetro.

Y la intención de Razgut era clara.

El cuchillo. Karou lo vio de modo periférico. Si su mano fue incapaz de atrapar el cuchillo, su cabeza no pudo girar lo bastante deprisa para ver cómo entraba en el corazón de Akiva. Su corazón, sobre el que ella había apretado la mano y la mejilla, aunque aún no su propio corazón, ni su pecho contra el de él, o sus labios contra los de Akiva, o su vida contra la de él, aún no. El corazón que impulsaba su sangre y era la otra mitad del suyo. Lo vio por el rabillo del ojo y fue suficiente. Lo vio.

El cuchillo se clavó en el corazón de Akiva.