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HOY NO VA A MORIR NADIE

Las puertas se abrieron de golpe. Los Dominantes entraron como una riada.

El primer impulso de Karou fue reunir dolor para conseguir la invisibilidad, y no le resultó difícil obtenerlo porque Razgut le agarró la muñeca con su devastadora mano y… la sujetó, así que dio igual.

Visible o no, estaba atrapada.

Su imagen parpadeaba mientras luchaba contra el caído. La risita sofocada de Razgut sonaba como un ronroneo y su garra era inquebrantable. Podía recurrir a los cuchillos de luna creciente, pero habían decidido derramar sangre solo como último recurso, así que detuvo la mano sobre la empuñadura mientras contemplaba cómo los soldados —implacables y numerosos, con las espadas desenvainadas y los rostros inexpresivos— entraban en fila en la estancia. Una vez más, como había sucedido y vuelto a suceder en los días anteriores, el tiempo avanzó denso como la resina. Viscoso. Lento. ¿Cuántas cosas pueden suceder en un segundo? ¿En tres? ¿En diez?

¿Cuántos segundos son necesarios para perder todo lo que te importa?

Esther, pensó Karou y, en medio del frenético altercado, se sintió apesadumbrada, aunque no sorprendida. Los estaban esperando. Aquella no era la guardia personal de seis Dominantes que Jael disponía para vigilar sus aposentos. Allí había treinta soldados al menos. ¿Cuarenta?

Y luego, a través de las puertas abiertas, sin prisa, entró Jael para colocarse detrás de un denso parapeto de soldados. Karou lo vio a él antes que él a ella, porque iba mirando al frente, con decisión. Su fealdad era tan absoluta como había oído y más: el nudoso cordón de tejido cicatrizado y la manera en que las aletas de la nariz parecían surgir de debajo, como si hubieran quedado allí atrapadas; igual que setas pisoteadas que se ablandan y se pudren. La boca era un desastre aparte: se desmoronaba sobre los restos de la dentadura y el aire sonaba como el chapoteo de unas pisadas sobre barro al entrar y salir por ella. Pero aquello no era lo peor del emperador de los serafines. Lo peor era su expresión, entreverada de odio. Incluso su sonrisa participaba en ella: tan maliciosa como exultante.

—Sobrino —exclamó, y aquella única y húmeda palabra surgió recubierta de aversión y triunfo.

Jael observó a Akiva entre los hombros de sus soldados. El denominado Terror de las Bestias, cuya muerte había defendido por primera vez cuando el bastardo de ojos de fuego aún era un mocoso que lloraba por tener que dormir en el campo de entrenamiento.

«Mátalo», le había advertido a Joram entonces. Recordó el sabor de aquellas palabras en la boca (intensamente, porque habían sido de las primeras que había pronunciado cuando le retiraron los vendajes de la cara). Las primeras que había intentado pronunciar, en cualquier caso, cuando el despojo rojo y húmedo que le había quedado por boca le provocaba agonía y el asco que veía en los ojos de su hermano (y en cualquier otro) aún tenía la capacidad de avergonzarlo. Había permitido que una mujer le cortara la cara. Daba igual que él siguiera vivo y ella no; llevaría su marca para siempre.

—Si eres inteligente, mátalo ahora —le había dicho a su hermano. Al volver la vista atrás, quedaba claro que la táctica no había sido la adecuada. Joram era el emperador y no reaccionaba bien a las órdenes.

—¿Aún estás intentando castigarla? —se había burlado Joram, soltando el fantasma de Festival entre los dos. Ambos habían tratado, sin éxito, de humillar a la concubina stelian; tal vez estuviera muerta, pero jamás se había doblegado—. ¿No te bastó con matarla a ella; quieres matar al chico también? ¿Crees que de algún modo se enterará y sufrirá más?

—Lleva su semilla —había insistido Jael—. Ella fue una espora que llegó a la deriva hasta aquí. Una infección. De ella no puede crecer nada que no sea peligroso.

¿Que no sea peligroso? ¿De qué me sirve un guerrero «que no sea peligroso»? Él lleva mi semilla, hermano. ¿Estás sugiriendo que mi sangre no es más fuerte que la de una puta salvaje?

Y aquel fue el error de Joram: su ceguera, su falta de curiosidad. La señora Festival de las Islas Lejanas había sido muchas cosas, pero «puta» no se incluía entre ellas.

«Prisionera», tampoco.

Sin embargo, había terminado en el harén del emperador e, inverosímilmente, había decidido quedarse por voluntad propia. Era stelian y, aunque jamás lo había demostrado, Jael estaba seguro de que tenía poder. Él siempre había pensado que ella debía de haberlo planeado todo. Entonces… ¿por qué la hija de una tribu mística se había metido en la cama de Joram?

Jael parpadeó lentamente, mirando a Akiva. ¿De hecho, por qué? Solo había que mirar al bastardo para ver qué sangre era la más fuerte. Pelo negro, piel oscura —no tanto como la de Festival, pero más parecida a la de ella que a la tez clara de Joram—, los ojos, por supuesto, eran completamente de ella y… ¿la afinidad con la magia? Por si hubiera quedado alguna duda…

Joram debería haber escuchado a su hermano. Debería haberle permitido expresar su ira del modo que hubiera considerado oportuno, pero había preferido mofarse de él y obligarlo a comer solo, aduciendo que no soportaba los ruidos que hacía al sorber.

Bueno, ahora Jael podía permitirse reírse de aquello, ¿no? Y hacer todos los ruidos que quisiera mientras sorbía.

—El Terror de las Bestias —dijo, avanzando, aunque no demasiado, y manteniéndose tras la densa barrera de soldados. Había dos hileras de Dominantes entre él y los intrusos, y diez de ellos blandían las armas especiales que habían sometido tan espectacularmente a Akiva en otra ocasión: manos vacías.

No las de los Dominantes, por supuesto. Las mantenían levantadas por delante de ellos, marchitas y parduzcas, algunas con garras, todas tatuadas con los ojos del diablo, las manos seccionadas de los guerreros quiméricos.

Al verlas, la bestia que estaba junto a Akiva emitió un gruñido gutural. La gorguera de púas de su cuello se erizó y se abrió como una flor mortífera. Pareció doblar su tamaño allí mismo, convirtiéndose en una pesadilla para el campo de batalla, más terrible incluso por el inmenso contraste que ofrecía con aquella ornamentada estancia que de repente pareció llenar.

Jael sintió un escalofrío. A pesar de estar protegido tras su barricada de cuerpos y fuego vivo, a pesar de haber estado esperándolos —gracias a la advertencia de aquella monstruosa mujer que se había convertido en su benefactora humana—, la imagen lo horrorizó. No la quimera en sí, sino ¿un serafín y una quimera juntos? Las bestias habían sido la cruzada de su hermano. Jael tenía la mira puesta en un nuevo enemigo, pero la alianza que veía ante sí suponía un retroceso de mil años, un cáncer que no debía permitir que se extendiera por Eretz.

Cuando regresara, aplastaría cualquier vestigio de aquello. El resto de la rebelión debía de estar aplastada ya, pensó con satisfacción. ¿Por qué, si no, acudirían aquellos tres en solitario, sin un ejército que los respaldara? Quiso reírse de ellos por locos, pero recordó que se había salvado por muy poco, y un estremecimiento lo detuvo en el acto. Si no hubiera sido por la advertencia de la mujer, habría estado durmiendo en aquella cama cuando se hubieran deslizado por la ventana.

Por demasiado poco. Aquella vez la suerte le había concedido la delantera. No sería tan descuidado la próxima vez.

—Príncipe de los Bastardos —continuó, sintiendo que estaba llevando a cabo un ritual durante muchos años aplazado: la purga de la infección stelian, la erradicación del último rastro de Festival y lo que fuera que hubiera pretendido llevar a cabo—. Séptimo Portador del nombre maldito de Akiva —en aquel punto hizo una pausa, especulativo—. Ningún Ilegítimo con ese nombre había llegado a la madurez antes que tú, ¿lo sabías? El viejo Byon, el mayordomo jefe, te lo puso por rencor. Quería que tu madre le suplicara que no lo hiciera. Cualquier otra mujer del harén habría implorado, pero Festival no. «Garabatea lo que quieras en tu lista, viejo», le dijo ella. «Mi hijo no quedará enredado en tus endebles hados».

Estudió a Akiva con cuidado, esperando una reacción.

—Unas palabras audaces, ¿no? ¿Cuántas muertes has eludido en total? La maldición de tu nombre y las diversas muertes que yo forjé para ti. ¿Cuántas más?

Entonces le pareció que el Terror de las Bestias se ponía rígido. Jael percibió una herida.

—¿Otros mueren mientras tú continúas vivo? Tal vez has dirigido la maldición hacia los demás. no mueres. Todos los que están cerca de ti, sí.

Akiva tenía la mandíbula apretada con fuerza.

—Debe de ser una carga terrible —insistió Jael, sacudiendo la cabeza con lástima fingida—. La muerte te busca y te busca, pero no te ve. Invisible para la muerte, ¡qué destino! Al final, se aburre de buscar y se lleva a quien encuentra a mano —hizo una pausa, sonrió y trató de sonar cálido y sincero al añadir—: Sobrino, tengo buenas noticias para ti. Hoy rompemos el maleficio. Hoy, por fin, vas a morir.

Aunque Akiva estaba preparado para ver a su tío, no lo estaba para el asalto visceral que supuso revivir aquel instante, y le sorprendió como un puño apretándole el corazón. Era un eco de la torre de la Conquista, donde, igual que ahora, Jael y sus soldados habían tomado el control de la estancia.

«Matadlos a todos», había dicho Jael entonces y, sin expresión alguna, sus soldados habían obedecido, destripando consejeros, masacrando a los burdos Espadas Plateadas a los que Hazael y Liraz habían desarmado con gran cuidado para no herirlos. Incluso habían acuchillado a las criadas. Había sido literalmente un baño de sangre, con el emperador y su heredero tirados en una piscina de agua roja. Sangre por las paredes, sangre en el suelo, sangre por todas partes.

La voz, la cara, la cantidad de soldados. Akiva supuso, al ver las quemaduras aún sin curar en sus rostros, que algunos de aquellos hombres habían estado en la torre y sobrevivido a la explosión. Además de las espadas, elevaban hacia él las mismas armas repugnantes con las que le habían sorprendido aquel día sangriento.

Y el recibimiento de Jael fue también el mismo. Oh, aquella voz ceceante.

«Sobrino», entonces se lo había dicho a Japheth, el estúpido príncipe heredero, justo antes de asesinarlo. Ahora iba dirigido a Akiva y llegó acompañado de la letanía siseada de sus numerosos nombres.

Terror de las Bestias. Príncipe de los Bastardos. Séptimo Portador del nombre maldito de Akiva.

Akiva los escuchó todos en silencio y se preguntó si alguno de ellos sería él. ¿A qué se refería su madre con que no quedaría enredado en sus endebles hados? Sintió como si ni siquiera «Akiva» fuera su verdadero nombre, sino otro accesorio más de Ilegítimo, igual que la armadura o la espada. Su nombre, como su entrenamiento, le fue impuesto y, al escuchar cómo había reaccionado Festival ante él, se preguntó: ¿quién más soy?, ¿qué más?

Y la primera respuesta que obtuvo fue sencilla, tan sencilla como lo que había ido a hacer allí, tan sencilla como sus deseos.

Soy alguien vivo.

Recordó —y le pareció que hubiera pasado mucho tiempo, pero no era así— cuando quedó tirado de espaldas en la zona de entrenamiento del cabo Armasin, con un hacha —la de Liraz—, incrustada en el duro suelo a escasos centímetros de su mejilla. Creía que Karou estaba muerta y, de repente, jadeando y mirando hacia las estrellas, había aceptado la vida como un medio para la acción. Algo que empuñar como una herramienta. La propia vida: un instrumento para moldear el mundo.

Y recordó la súplica de Karou del día anterior, cuando estaban apretados en aquella diminuta ducha.

«No quiero que te disculpes», le había dicho. «Quiero que estés… vivo».

Ella se había referido a la vida como algo más que una herramienta. Algo en su manera de decirlo había hecho pensar a Akiva que, para Karou, la vida era hambre.

Y cualquiera que fuera su nombre, o su pasado, o su linaje, Akiva estaba vivo, y sentía hambre también. Hambre de que se cumpliera su sueño, de paz, de sentir el cuerpo de Karou contra el suyo, de la casa que tal vez compartieran, de algún modo, en algún lugar, y de los cambios que verían —y provocarían— en Eretz en las décadas venideras.

Estaba vivo y pretendía seguir estándolo, así que mientras su tío se burlaba de él, tratando de localizar un punto débil —no le bastaba con matar; tenía que atormentar—, Akiva escuchó sus palabras, pero ninguna le afectó. Era como la amenazante oscuridad al inicio del día.

—Hoy rompemos el maleficio —dijo Jael—. Hoy, por fin, vas a morir.

Akiva sacudió la cabeza. De forma pasajera se preguntó si no debería estar fingiendo una debilidad que no sentía. En el baño de Joram, aquellos horripilantes «trofeos» de manos habían concedido a los Dominantes la ventaja que necesitaban para vencer a Akiva, Hazael y Liraz. Esta noche las cosas eran distintas. Ninguna oleada de debilidad lo asaltó. Únicamente experimentó un hormigueo en la nueva cicatriz de la nuca cuando su magia topó con la de las hamsas y la rechazó. Recordó la sensación que le habían producido las yemas de los dedos de Karou al recorrer la marca con delicadeza cuando se la había enseñado, y recordó la presión de su palma contra su propio corazón, sin magia ni malestar que estremeciera su sangre, solo con lo que el roce en sí mismo pretendía provocar.

Fue consciente de cómo parpadeaba la imagen de Karou mientras forcejeaba con el horripilante Razgut. Quiso salir disparado hacia ella, destrozar aquel amoratado rostro abotagado y liberarla, incluso arrancarle el brazo, nauseabundo y fibroso, si era necesario. Y quiso arrinconar a aquella criatura y asaltarla a preguntas, también. Caído. ¿Qué significaba aquello? Había tenido la oportunidad de preguntárselo en otra ocasión y la había desperdiciado, y aquel tampoco era momento de hacerlo. Sabía que Karou podía arreglárselas con aquel ser.

Su verdadero adversario se encontraba frente a él.

—Hoy no —le dijo Akiva a Jael. Eran las primeras palabras que pronunciaba desde que habían entrado en la habitación—. Hoy no va a morir nadie.

La carcajada de Jael sonó tan desagradable como siempre.

—Sobrino, mira a tu alrededor. Lo que fuera que pretendieras al deslizarte hasta mi cama en plena noche —entonces desvió la atención por primera vez de Akiva a Karou, y una luz de admiración surgió en sus ojos—, y supongo que no era la más agradable de las diversas opciones posibles… —hizo una pausa; sonrió—, imagino que iba contra mis propias intenciones.

Estaba disfrutando. A él también le recordaba a la torre de la Conquista, tanto que estaba obviando la diferencia fundamental: Akiva no estaba temblando bajo su asalto de magia.

—Así es —admitió Akiva—. Aunque dudo que sea lo que tú piensas.

—¿Cómo? —burla; mano al pecho—. ¿Quieres decir que no has venido a matarme?

Lo dijo como si fuera un buen chiste. ¿Para qué otra cosa podrían haber ido allí? La respuesta de Akiva fue suave.

—No. No hemos venido a matarte, sino a pedirte que te marches. Que te marches como viniste, sin derramar sangre y sin llevarte nada de este mundo. Que vuelvas a casa. Todos vosotros. Solo eso.

—Oh, solo eso, ¿verdad? —más carcajadas, babas volando—. ¿Vienes con exigencias?

—Era una petición. Pero estoy dispuesto a exigir.

Jael entrecerró los ojos y Akiva vio que la burla se transformaba primero en incredulidad y luego en desconfianza. ¿Estaba empezando a notar que algo fallaba?

—¿Sabes contar, bastardo? —Jael trató de mantener la actitud burlona. Quería que aquello fuera divertido, pero le traicionó un ligero tonillo en la voz, y cuando de repente sus ojos giraron como si tuvieran ruedecitas, Akiva se dio cuenta de que estaba haciendo cálculos y tratando de cerciorarse de la solidez de su posición—. Sois dos contra cuarenta —dijo. Dos. No había contado a Karou. Bueno, Akiva no iba a corregirle. No era el único error de su tío; solo el más obvio—. Por muy fuerte que seas, por muy astuto, al final lo que importa es la cantidad.

—La cantidad importa —admitió Akiva, pensando en sombras perseguidas por fuego y en la densa oscuridad de la emboscada en los montes Adelfas—. Pero en ocasiones otros factores cambian el curso de los acontecimientos. —No esperó a que Jael le preguntara a qué otros factores se refería. Solo un loco lo habría preguntado (¿cuál podía ser la respuesta sino una demostración?) y Jael no era un loco. Así que, antes de que el monstruoso emperador pudiera ordenar a sus soldados que atacaran, Akiva habló—: ¿Creías que podrías sorprenderme de nuevo? —le preguntó.

Tras lo que añadió una única palabra. De hecho, era un nombre, aunque Jael no lo sabía. Durante un instante, frunció el ceño con confusión.

Fue solo un instante. Y, luego, el curso de los acontecimientos cambió.