EL ÉXODO DE LAS BESTIAS
Karou ya había supervisado un traslado de aquel pequeño ejército de un mundo a otro, y no había sido en las mejores condiciones. Entonces, con una mayoría de soldados sin alas y ningún medio para trasladarlos desde Eretz, se habían visto obligados a realizar numerosos viajes, y aun así, Thiago había optado por «aligerar» a muchos de ellos, recogiendo sus almas y transportándolas dentro de turíbulos. Había considerado que aquellos cuerpos eran «peso muerto»: excepto el suyo y el de Ten, por supuesto, y el de unos cuantos lugartenientes más que habían viajado a horcajadas sobre resucitados más grandes que podían volar.
En aquella ocasión, Karou se sintió aliviada al alinear a todos en el patio y determinar que el «peso muerto» que quedaba podía ser manejado por el resto, y que no sería necesario aligerar a ninguno.
La fosa había engullido su último cuerpo.
La miró desde el cielo una última vez mientras la compañía levantaba el vuelo, y sus ojos se sintieron atraídos por una especie de fuerza magnética. Parecía tan pequeña desde allí arriba, al final del serpenteante camino desde la kasbah… Una simple hendidura oscura en el ondulante terreno color marrón, y alrededor varios montículos de tierra con palas clavadas como estacas. Creyó distinguir marcas de arañazos donde Thiago la había atacado, e incluso manchas oscuras que podrían ser de sangre. Y en el extremo más alejado de los montículos, perceptible solo para ella, había otra alteración en el terreno: la tumba de Ziri.
Era poco profunda, a pesar de lo cual excavar con la pala aquel agujero le había levantado ampollas en las manos, pero nada podría haberla convencido de tirar el último cuerpo kirin natural entre las moscas y la podredumbre de la fosa. Aunque no se había escapado de las moscas y la podredumbre tan fácilmente. Había tenido que inclinarse al borde de aquella turbia oscuridad en movimiento con las herramientas de recolección de Ziri para recuperar las almas de Amzallag y las Sombras Vivientes, asesinadas por el Lobo y sus compinches por atreverse a apoyarla.
Ojalá pudiera tenerlas de nuevo a su lado y no guardadas dentro de un turíbulo pero en un turíbulo deberían permanecer, por ahora. ¿Hasta cuándo? No lo sabía. Hasta que llegara un tiempo todavía imposible de imaginar: un tiempo posterior a todo aquello, y mejor que todo aquello, cuando el engaño ya no importara.
Llegaría en algún momento.
Llegará si hacemos que llegue, se dijo a sí misma.
Los rastreadores de Thiago habían informado de que no existía presencia seráfica en varios kilómetros a la redonda del portal de Eretz, lo que suponía un alivio, aunque no uno en el que Karou pudiera confiar. Con Razgut en manos de Jael, no había nada seguro.
Con lo que estaba sucediendo, no parecía correcto marcharse —huir—, pero ¿qué otra cosa podían hacer? Eran solo ochenta y siete quimeras: ochenta y siete «monstruos» a ojos de aquel mundo, y posiblemente «demonios», si Jael lograba que se tragaran la farsa de la santidad. Eran muy pocos para derrotarlo u obligarlo a retroceder. Si lo atacaban en aquel momento, no solo perderían, sino que apoyarían su causa. Bastaría una mirada a aquellos soldados que Karou había fabricado para que los humanos pusieran sus lanzamisiles en manos de Jael.
Con los Ilegítimos de Akiva, sin embargo, tendrían al menos una posibilidad.
Por supuesto, la alianza era en sí misma un avispero. Había que vendérsela a las quimeras. Caminar por el filo de la navaja del engaño para manipular a un ejército rebelde y conseguir que actuara contra sus instintos más profundos. Karou sabía que cada avance se toparía con la resistencia de gran parte de la compañía. Para construir un futuro, tendrían que vencer a cada paso. Pero ¿quiénes? Además de ella y «Thiago», solo conocían el secreto Issa y «Ten» (que en realidad era Haxaya, una soldado menos malvada pero igual de impulsiva que la verdadera Ten). Bueno, y ahora Zuzana y Mik.
—¿Qué pasa contigo? —le había preguntado Zuzana, incrédula, en cuanto habían dejado a Akiva y Thiago con sus negociaciones—. ¿Le estás echando carnada al Lobo Blanco?
—Sabes lo que significa «echar carnada», ¿no? —le había respondido Karou con tono evasivo—. Lanzar sangre al agua para atraer a los tiburones.
—Bueno, me refería a «echarle el anzuelo», aunque estoy segura de que podría usarse como metáfora. ¿Qué te ha hecho? ¿Estás bien?
—Ahora sí —había contestado Karou, y aunque había sido un alivio abrirles los ojos a sus amigos respecto a lo que consideraban echar carnada, no había supuesto ningún placer contarles la verdad sobre Ziri. Ambos habían llorado, provocando las lágrimas de la propia Karou y aumentando sin lugar a dudas su aspecto de debilidad a ojos de la compañía.
Y aquello podía soportarlo, pero, por los dioses y el polvo de estrellas, Akiva era otra cuestión. ¿Hacerle creer que le estaba «echando el anzuelo» al Lobo Blanco? Pero ¿qué podía hacer? La hueste quimérica al completo la observaba de cerca. Algunos ojos mostraban simple curiosidad —¿todavía lo ama?—, pero otros parecían recelosos, ansiosos por maldecirla y tejer conspiraciones a partir de cada mirada. No podía proporcionarles munición, de modo que se había mantenido alejada de Akiva y Liraz en la kasbah, y en aquel momento trataba de no mirar siquiera hacia ellos, junto al flanco más alejado de la formación.
Thiago avanzaba a la cabeza de la hueste, sobre el soldado Uthem. Uthem era un vispeng, con aspecto de caballo y dragón, largo y sinuoso. Era la quimera más grande e impresionante de su ejército, y, montado en él, Thiago estaba tan majestuoso como un príncipe.
Más cerca de Karou iba Issa, sobre el soldado dashnag Rua, y en medio de todo, incoherentes como un par de gorriones aferrados a las espaldas de unas rapaces, estaban Zuzana y Mik.
Zuzana viajaba encima de Virko, y Mik en Emylion, ambos con los ojos muy abiertos, enganchados con unas correas de cuero mientras los poderosos cuerpos de las quimeras se elevaban con esfuerzo debajo de ellos, remontando el aire. A Karou, los retorcidos cuernos de carnero de Virko le recordaban a Brimstone. Tenía cuerpo felino, pero inmenso, con potentes músculos gatunos como los de un león al que le hubieran dado esteroides, y de la parte trasera de su grueso cuello surgía una gorguera de púas que Zuzana había acolchado con una manta de lana, aunque se estaba quejando de que olía a pies.
—¿Así que puedo elegir entre aguantar el olor a pies durante todo el camino o clavarme en los ojos las púas del cuello? Impresionante.
Ahora vociferaba:
—¡Lo estás haciendo a propósito! —mientras Virko se inclinaba hacia la izquierda para que Zuzana resbalara y quedara ladeada en su improvisada montura de correas hasta que él girara hacia el otro lado y la enderezara.
Virko se reía, pero Zuzana no. Estiró el cuello buscando a Karou y gritó:
—Necesito otro caballo. ¡Este se cree muy gracioso!
—¡No puedes cambiarlo! —le respondió Karou a gritos. Se acercó por el aire, sorteando a un par de grifos sobrecargados. Ella misma acarreaba una pesada mochila de herramientas y una larga hilera de turíbulos unidos que albergaban muchas docenas de almas en su interior. Un ruido metálico acompañaba cada uno de sus movimientos, y jamás se había sentido tan torpe—. Se ofreció voluntario.
En realidad, si Zuzana no hubiera sido tan ligera, tal vez no habrían podido llevarse a los humanos. Virko la transportaba junto a la carga completa que le habían adjudicado, y en cuanto a Emylion, dos o tres soldados habían tomado varias de sus herramientas sin decir nada para que él pudiera arreglárselas con Mik, quien, a pesar de no ser muy grande, no era un liviano pétalo como Zuzana. Tampoco se había planteado la posibilidad de dejar abandonado su violín. Quedaba claro que los amigos de Karou se habían ganado el cariño de aquel grupo de un modo que ella había sido incapaz.
Al menos, el de la mayoría. Porque estaba Ziri. Tal vez su aspecto no fuera ya el de Ziri, pero era él, y Karou lo sabía…
Sabía que estaba enamorado de ella.
—¿Por qué no tenéis un pegaso en la compañía? —preguntó Zuzana, palideciendo al mirar hacia el suelo cada vez más distante—. Un simpático y dócil caballo volador con crines esponjosas en vez de púas en el que ir flotando como en una nube.
—Porque nada resulta más aterrador para el enemigo que un pegaso —respondió Mik.
—Oye, hay más cosas en la vida aparte de aterrorizar a tus enemigos —protestó Zuzana—. Como no caer desde una altura de 300 metros directo a la muerte. ¡Aaah! —chilló cuando Virko se lanzó en picado para pasar por debajo del herrero Aegir, que jadeaba mientras cargaba en el aire un saco con armas. Karou sujetó una esquina del fardo para ayudarle y juntos se elevaron lentamente mientras Virko se adelantaba.
—¡Será mejor que te portes bien con ella! —le gritó Karou en quimérico—. ¡O permitiré que te convierta en un pegaso en tu próximo cuerpo!
—¡No! —respondió él con un rugido—. ¡Eso no!
Virko se enderezó, y Karou se sintió en uno de aquellos pocos momentos en los que la vida aún la sorprendía. Pensó en ella y en Zuze, no tantos meses atrás, frente a sus caballetes en la clase de dibujo al natural, o con los pies apoyados sobre una mesa ataúd en la Cocina Envenenada. En aquella época, Mik era simplemente «el chico del violín», un capricho, y ahora estaba allí, con su violín amarrado a la mochila, ¿viajando con ellas hacia otro mundo mientras Karou amenazaba a unos monstruos con una resurrección vengativa por portarse mal?
Durante un instante, a pesar de cargar con un saco de armas, los turíbulos y su mochila —por no mencionar el peso de yunque que suponían su misión, el engaño que ella implicaba y el futuro de dos mundos—, Karou se sintió casi ligera. Esperanzada.
Entonces escuchó una risilla cargada de distraída malicia, y por el rabillo del ojo captó el rápido movimiento de una mano. Se trataba de Keita-Eiri, una combatiente sab con cabeza de chacal, y Karou descubrió enseguida lo que estaba haciendo. Estaba dirigiendo sus hamsas —los «ojos del diablo» tatuados en las palmas de sus manos— hacia Akiva y Liraz. Rark, junto a ella, la estaba imitando, y ambos se reían.
Esperando que los serafines se encontraran fuera de su alcance, Karou se arriesgó a echar una ojeada justo en el momento en que Liraz tropezaba a medio aleteo y se tambaleaba, con un iracundo gesto que se distinguía incluso desde lejos.
Así que no estaban fueran de alcance. Akiva alargó el brazo hacia su hermana para impedir que arremetiera contra sus agresores.
Las quimeras continuaron riendo mientras se burlaban de ellos, y Karou apretó los puños en torno a sus propias marcas. No podía ser ella quien pusiera fin a aquello; eso solo empeoraría las cosas. Con los dientes apretados, contempló cómo Akiva y Liraz se alejaban aún más, y la creciente distancia entre ellos le pareció un mal augurio para aquel audaz comienzo.
—¿Estás bien, Karou? —le llegó un susurro acentuado por un siseo.
Karou se volvió. Lisseth se estaba colocando junto a ella.
—Claro —respondió ella.
—¿De verdad? Pareces tensa.
Aunque pertenecían a la raza naja como Issa, Lisseth y su compañero Nisk tenían el doble de tamaño que la mujer serpiente —como gruesas pitones al lado de una víbora—, cuello de toro y una gran corpulencia, pero aun así eran mortalmente rápidos y poseían unos venenosos colmillos, además de la incongruencia de las alas. Todo aquello era obra de Karou. Estúpida, estúpida.
—No te preocupes por mí —le dijo a Lisseth.
—Bueno, eso es difícil, ¿no crees? ¿Cómo no voy a preocuparme por la amante de un ángel?
Hubo un tiempo, uno muy reciente, en que aquel insulto le había resultado hiriente. Ya no.
—Tenemos tantos enemigos, Lisseth —respondió Karou con voz suave—. La mayoría de ellos son ineludibles, los heredamos como una obligación, pero los que nos buscamos nosotros mismos son especiales. Deberíamos elegirlos con cuidado.
Lisseth frunció el ceño.
—¿Me estás amenazando? —le preguntó.
—¿Amenazarte? ¿Cómo has podido deducir eso de lo que acabo de decir? Estaba hablando de buscarse enemigos, y soy incapaz de imaginar a ningún soldado resucitado lo bastante estúpido como para enemistarse con la resucitadora.
Ahí queda eso, pensó Karou mientras el rostro de Lisseth se tensaba. Piensa lo que te plazca.
Seguían volando, firmes en el centro de la compañía, y de repente la concentración de cuerpos que había delante de ellas se partió en dos, dejando paso a Thiago, que iba retrocediendo entre medias a lomos de Uthem. La compañía se reagrupó a su alrededor y ralentizó su avance.
—Mi señor —saludó Lisseth, y Karou prácticamente vio cómo se formaba la acusación en la cabeza de la naja. Mi señor, la amante del ángel me ha amenazado. Necesitamos controlarla más de cerca.
Buena suerte, pensó Karou, sin embargo el Lobo no dio oportunidad de hablar a Lisseth; ni a nadie. Elevando la voz lo justo para que todos lo escucharan, pero dando la impresión de que apenas la hubiera alzado, Thiago dijo:
—¿Pensáis que porque avanzo a la cabeza no sé cómo actúa mi ejército? —hizo una pausa—. Sois como la sangre que corre por mis venas. Noto cada estremecimiento y cada suspiro, conozco vuestras aflicciones y vuestras alegrías, y sin duda escucho vuestras risas.
Paseó la mirada por los soldados que lo rodeaban, y cuando sus ojos se posaron en Keita-Eiri, su cara de chacal había dejado de reír.
—Si quisiera que fastidiaras a nuestros… aliados…, te lo diría. Y si sospechas que he olvidado darte alguna orden, ilústrame amablemente. A cambio, yo te ilustraré a ti —el mensaje iba dirigido a todos. Keita-Eiri era simplemente el desafortunado objetivo del glacial sarcasmo del general—. ¿Qué te parece la solución, soldado? ¿La apruebas?
Con la voz debilitada por la vergüenza, Keita-Eiri susurró:
—Sí, señor.
Karou casi se sintió mal por ella.
—Me alegra mucho —entonces, el Lobo alzó la voz—. Juntos hemos luchado, y juntos hemos soportado la pérdida de nuestra gente. Hemos sangrado y gritado. Me habéis seguido hacia el fuego, hacia la muerte y hacia otro mundo, aunque quizá nunca hacia algo tan aparentemente extraño como esto. ¿Refugiarnos con los serafines? Tal vez sea extraño, pero me decepcionaría que vuestra confianza flaqueara. No queda lugar para la discordia. Y quienes no puedan soportar nuestro actual rumbo podrán marcharse en cuanto franqueemos el portal, y tomar sus propios riesgos.
Thiago escrutó sus rostros. El suyo mostraba una expresión dura, pero iluminado por cierto brillo interior.
—En cuanto a los ángeles, lo único que espero de vosotros es paciencia. No podemos enfrentarnos a ellos como antaño, confiando en nuestro número incluso mientras sangrábamos. No os voy a pedir permiso para buscar un nuevo camino. Si os quedáis conmigo, espero fe. El futuro se presenta oscuro, y solo puedo prometeros lo siguiente: que lucharemos por nuestro mundo hasta el último eco de nuestras almas, y si somos muy fuertes, muy afortunados y muy inteligentes, tal vez vivamos para reconstruir parte de lo que hemos perdido.
Los miró a los ojos uno a uno, logrando que se sintieran reconocidos e importantes, apreciados. Aquella mirada transmitía su fe en ellos, y algo más: la confianza de que ellos tenían fe en él. Continuó hablando:
—Una cosa está clara: si no logramos detener esta apremiante amenaza, será nuestro fin. El fin de las quimeras —hizo una pausa. Y cuando sus ojos completaron el círculo y llegaron de nuevo a Keita-Eiri, añadió con una acariciante dulzura que, de algún modo, intensificó el tono condenatorio de la reprimenda—: Este asunto no es cosa de risa, soldado.
Entonces espoleó a Uthem y se abrieron paso entre la tropa para recuperar su posición a la cabeza del ejército. Karou contempló cómo los soldados retomaban en silencio la formación, y supo que ninguno de ellos abandonaría a Thiago, y que Akiva y Liraz estarían a salvo de fortuitos ataques de hamsas durante el resto del viaje.
Así mejor. Sintió un súbito orgullo por Ziri, y también respeto. Bajo su piel natural, el joven soldado había sido callado, casi tímido, todo lo contrario que el elocuente megalómano cuyo cuerpo ocupaba ahora. Al contemplarlo, se había preguntado por primera vez —y quizás fuera estúpido no haberlo hecho antes— cómo podría cambiarlo el ser Thiago.
Pero el pensamiento se desvaneció tan pronto como apareció. Aquel era Ziri. Entre los numerosos asuntos por los que Karou tenía que preocuparse, no se incluía la posibilidad de que el poder lo corrompiera.
Sin embargo, Lisseth sí suponía un problema. Karou la miró, aún planeando cerca de ella, y descubrió una expresión calculadora en los ojos de la naja mientras contemplaba cómo el general recuperaba la posición.
¿Qué estaba pensando? Karou sabía que no existía la más mínima posibilidad de que los lugartenientes de Thiago abandonaran la compañía, pero ojalá lo hicieran. Nadie lo conocía mejor, y nadie lo vigilaría más de cerca. En cuanto a lo que le había dicho a Lisseth sobre enemistarse con la resucitadora, no había sido una broma ni una amenaza vana. Si algo tenían claro los soldados resucitados era que, si entraban en batalla suficientes veces, acabarían necesitando un cuerpo.
Uno bovino, pensó Karou. Serás una enorme y lenta vaca. Y a la siguiente mirada que Lisseth le lanzó, pensó, casi alegremente, muuuu.