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EL EFECTO PIGMALIÓN

En la suite real del St. Regis, Esther Van de Vloet se quedó paralizada en la puerta del cuarto de baño; su avance se vio interrumpido a media zancada por la imagen de… de un violín dentro de la bañera.

Un violín dentro de la bañera.

Un violín.

Su grito fue gutural, casi un croar, como un sapo agonizante. Las perras volaron hacia ella, alteradas, pero Esther las apartó de forma violenta, se tiró de rodillas y alargó el brazo, buscando a tientas en la oquedad bajo el tocador de mármol.

Con absoluta incredulidad, tanteó y metió más la mano, demasiado agitada incluso para maldecir. Cuando gritó de nuevo, desplomándose en el suelo de mármol, lo que fluyó de ella fue un inarticulado torrente de emoción pura.

La emoción no le resultaba familiar.

Era fracaso.

En menos de una hora, Zuzana había perfeccionado el arte del suspiro contrariado. El cielo permanecía clamorosamente vacío, y aquello no era una buena señal. Había pasado suficiente tiempo desde que Karou, Akiva y Virko habían dejado el St. Regis para que hubieran encaminado a Jael, pero no había ningún indicio de ello, y la pantalla del teléfono de Zuzana seguía tan vacía como el cielo. Por supuesto, había enviado mensajes de advertencia e incluso había intentado llamar, pero las llamadas iban directas al buzón de voz y Zuzana recordó los terribles días después de que Karou se marchara de Praga —y de la Tierra—, cuando no sabía si estaba viva o muerta.

—¿Qué vamos a hacer?

Se habían escabullido por un callejón estrecho, Mik estaba actuando de una manera extrañamente furtiva y Zuzana sentó a Eliza en unos escalones antes de desplomarse junto a ella. Era uno de esos rincones profundamente italianos —diminuto, como si en otro tiempo toda la gente hubiera sido del tamaño de Zuzana—, donde lo medieval se codeaba con lo renacentista sobre los restos de lo antiguo. Sobre todo ello algún imbécil había aportado la contribución del siglo XXI mediante un chapucero grafiti que ordenaba Apri gli occhi! Ribellati!

¡Abre los ojos! ¡Rebélate!

¿Por qué los anarquistas siempre tienen una caligrafía tan horrible?, se preguntó Zuzana.

Mik se arrodilló delante de ella y dejó el estuche del violín en su regazo. En cuanto lo soltó, notó todo su peso sobre ella.

¿Su… peso?

—Mik, ¿por qué el estuche de tu violín pesa veinte kilos?

—Me estaba preguntando —dijo él, en vez de responder—, ¿en los cuentos de hadas los héroes son alguna vez, eh… ladrones?

—¿Ladrones? —Zuzana entrecerró los ojos con desconfianza—. No lo sé. Probablemente. ¿Robin Hood?

—No es un cuento de hadas, pero me sirve. Un ladrón noble.

—Jack y las habichuelas mágicas. Roba un montón de cosas al gigante.

—Vale. Ese es menos noble. Siempre me sentí mal por el gigante —desenganchó el cierre del estuche—. Pero por esto no me siento mal —permaneció inmóvil—. Espero que podamos contarlo como una de mis tareas… con carácter retroactivo.

Levantó la tapa y el estuche estaba lleno de… medallones. Lleno. Tenían tamaños variados, desde el de una moneda hasta el de un platillo, y tonos bronces que iban desde el metálico brillante hasta un apagado marrón oscuro. Algunos se encontraban totalmente invadidos por el verdín, pero todos estaban acuñados con tosquedad y tenían grabada la misma imagen: una cabeza de carnero con gruesos cuernos retorcidos y ojos astutos de pupilas rasgadas.

Brimstone.

—Entonces —dijo Mik, arrastrando las palabras con falsa despreocupación—, cuando la abuelita de pega dijo que no le quedaban más deseos, ¿estaba mintiendo? Pero mira. El efecto Pigmalión. Ahora realmente no le quedan.