LA FEALDAD EQUIVOCADA
Todo estaba como debía. El pesado postigo de la ventana no se encontraba cerrado con pestillo, tal como les habían prometido, y ahora Karou solo tenía que abrirlo en silencio. Quiso chirriar; la resistencia de la ventana parecía querer desafiarla a empujarlo con fuerza y permitir que rechinara. Hacía mucho que no lamentaba tanto carecer de aquellos «deseos casi inútiles» que solía subestimar —los scuppies que saqueaba de una taza de té en la tienda de Brimstone y llevaba a modo de collar— pero, en aquel momento, ansió tener uno. Una cuenta entre los dedos, un deseo para obtener el silencio de la ventana.
Conseguido. No lo necesitó. Requería paciencia abrir una ventana con aquella insoportable lentitud mientras su corazón tronaba, pero lo logró. La habitación quedó abierta ante ellos, a oscuras excepto por un rectángulo de luz de luna desplegado como un felpudo.
Entraron uno a uno, haciendo añicos con sus siluetas la luna derramada. Cuando se apartaron de su haz, recuperó su forma completa. Hicieron una pausa como para dejar que la oscuridad se asentara, igual que agua hundiéndose bajo aceite.
Una última respiración antes de acercarse.
La cama parecía fuera de lugar. Aquello era una sala de recepciones, la más famosa del palacio. La habían trasladado hasta allí y había que reconocer que tenía mérito encontrar una monstruosidad barroca capaz de destacar dentro de aquella original cámara. Era grande y tenía santos y ángeles tallados en los cuatro postes del dosel. Una sábana revuelta dibujaba una silueta. La silueta respiraba. Sobre la mesilla, junto a la cama, descansaba el casco que Jael utilizaba para ocultar su horrorosa cara a la humanidad. Se movió ligeramente mientras lo observaban, rodeándolo. Su respiración parecía tranquila y profunda.
Los pies de Karou no tocaban el suelo. Aquella manera de flotar no era ni siquiera consciente; se había convertido en una habilidad lo bastante natural como para que formara parte de su sigilo: ¿por qué tocar el suelo si no era necesario?
Avanzó, deslizándose. Akiva rodearía la cama hasta el extremo más alejado y se prepararía.
Aquello sería lo más delicado: despertar a Jael y mantenerlo callado mientras le aplicaban el método de «persuasión», que era el punto crucial del plan de Karou. Si todo se desarrollaba sin sobresaltos, podrían salir de nuevo por la ventana y alejarse en unos dos minutos. Karou tenía un montón de arpillera en la mano para sofocar cualquier sonido que Jael emitiera antes de que pudieran convencerle de que sería mejor permanecer callado. Y, por supuesto, para amortiguar los posteriores gemidos de dolor.
Sin sangre no significaba sin dolor.
Karou jamás había visto a Jael, aunque pensaba que podía imaginar su peculiar fealdad con bastante precisión a partir de todos los comentarios que había oído. Estaba lista, pero el ángel durmiente se movió de nuevo y golpeó la almohada hacia un lado. Karou esperaba fealdad y fealdad fue lo que obtuvo.
Pero era la fealdad equivocada.
Los ojos despertaron de golpe de un sueño fingido; ojos hermosos en un rostro desfigurado, pero no había ningún corte, ninguna cicatriz de frente a barbilla, solo una hinchazón amoratada y una depravación más profunda incluso que la del emperador.
—Encanto azul —dijo la cosa con un ronroneo gutural.
Karou no tuvo oportunidad de utilizar el montón de arpillera. Se movió deprisa, pero él estaba a la espera —esperándola a ella— y la arremetida de Karou ni siquiera estuvo cerca de ahogar su grito.
Razgut tuvo tiempo de chillar: «¡Nuestros invitados han llegado!», antes de que ella atrapara su repugnante cara bajo el tosco tejido de la arpillera y lo hiciera callar. Balbuceó hasta quedar en silencio, pero no importó. La alarma había saltado.
Las puertas se abrieron de golpe. Los Dominantes entraron como una riada.