ALIMENTO PARA LOS LEONES
Alguien llamó a la puerta de la suite real y no de forma relajada. Las perras, Traveller y Methuselah, se levantaron de golpe, instantáneamente alerta.
Zuzana y Mik no se pusieron en pie de un salto, pero ellos también se alertaron inmediatamente. En aquel momento estaban junto a la ventana del salón; se habían cambiado desde la sala de estar porque las ventanas de aquel lateral daban al Vaticano. Sus ojos vagaban entre la pantalla de la televisión y el fragmento de cielo que habían dejado a la vista abriendo las cortinas de terciopelo rojo, como si fuera a suceder algo en un lugar o en otro.
Y algo sucedería, en cuanto Karou y Akiva concluyeran con éxito su misión: la «hueste celestial» se elevaría hacia el cielo y saldría pitando hacia Uzbekistán y el portal que allí había. Cuidado… uf, no te golpees al salir… con esa especie de solapa en el cielo.
En el cielo o en la televisión. ¿Dónde lo verían primero?
El teléfono de Zuzana descansaba sobre el brazo del sillón para saber de inmediato si Karou llamaba o mandaba un mensaje. Hasta entonces había recibido uno: «Hemos llegado. Entramos. Beso/puñetazo».
Ya estaba en marcha. Zuzana no podía quedarse quieta. Cielo-televisión-teléfono-Mik, ese era el circuito de sus miradas, con pausas también en Eliza.
La chica seguía retraída y distante, con los ojos vidriosos aunque no inmóviles, no por completo. Los dejaba quietos un rato, luego los movía rápidamente arriba y abajo, y sus pupilas se dilataban y contraían incluso cuando la luz no variaba. Era como si su mente estuviera en una realidad distinta a la de su cuerpo y sus ojos vieran otras cosas mientras sus labios articulaban la suave poesía lunática que Zuzana se alegraba de no entender. Cuando Karou le había traducido parte de las palabras, le habían parecido demasiado espeluznantes, una especie de película de terror con un montón de cosas devoradas. Y no devoradas al estilo de Zuzana dando cuenta de la bandeja de pastel de almendra recubierto de chocolate que había encima del piano. Bueno, devoradas exactamente igual, desde el punto de vista del pastel de almendra.
TOC TOC TOC.
Sonó tan fuerte que resultó inquietante. Una llamada tipo StB o Stasi o Gestapo. O la policía secreta que se prefiera. Iba acompañada de una sensación de «Vienen a por ti por la noche» y… nadie se acercaba despreocupadamente a responder a una llamada de «Vienen a por ti por la noche».
Excepto Esther. Había permanecido en la habitación del fondo; no la habían visto mucho desde que los otros se habían marchado. En aquel momento apareció, aún descalza, y atravesó la sala de estar con tranquilas zancadas y sin girar la cabeza hacia ellos. Mientras desaparecía por el pasillo en dirección a la puerta, flanqueada por sus perras, dijo:
—Deberíais recoger vuestras cosas, niños.
La mirada de Zuzana voló hacia Mik al mismo tiempo que la de él volaba hacia ella. Su pulso pareció exaltarse con la misma rapidez que las mastinas, y luego reaccionó ella, levantándose de un salto.
—¿Qué pasa? —preguntó en el mismo instante en que Mik exclamaba:
—Dios mío.
—¿Dios mío qué?
—Recoge tus cosas —dijo él—. Haz la mochila —y Zuzana seguía sin saber qué ocurría, pero de repente entraron unos hombres, dos, altos y con trajes elegantes, que llevaban de esos pinganillos inalámbricos en sus grandes orejas de tonto y el primer pensamiento de Zuzana fue «Madre mía, son la policía secreta de verdad». Pero entonces vio el escudo bordado en los bolsillos de los abrigos y su miedo se transformó en un primer estallido de furia.
Personal de seguridad del hotel. Esther los estaba echando.
—Vamos —dijo uno de los hombres—. Ha llegado el momento de que os marchéis.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Zuzana, encarándose a ellos—. Somos clientes.
—No, ya no —dijo Esther desde la puerta—. Os he tolerado por Karou. Pero ahora que Karou… Bueno.
Zuzana se giró hacia ella. La anciana estaba allí apoyada, con los brazos cruzados y las perras merodeando a su alrededor. En sus ojos había una mirada calculadora y predadora, y Zuzana tuvo de inmediato la impresión de que una serpiente se hubiera tragado a la abuelita de pelo suave y de algún modo se hubiera convertido en ella. Los matones de librea del hotel no habían entrado ni un paso en la habitación cuando el peso de lo que aquello significaba golpeó a Zuzana.
Karou.
—¿Qué has hecho? —preguntó, porque si Esther estaba echándolos, significaba que no esperaba volver a tener contacto con Karou (y no solo aquella noche, sino nunca).
—¿Que qué he hecho? Simplemente he alertado a la dirección de que unos jóvenes ordinarios me habían invadido. Supieron al instante a qué me refería. Parece que causasteis una gran impresión ahí abajo.
—Me refiero a qué le has hecho a Karou —lanzó aquellas palabras y se abalanzó sobre Esther. En aquel momento podría haberse creído un neek-neek con aguijón y todo, y haber atemorizado a cualquier perro del tamaño de un león y a cualquier matón musculoso que se hubiera puesto en su camino.
Sin embargo, fue un neek-neek capturado fácilmente a medio salto; el matón más cercano le agarró la muñeca con un estudiado movimiento y la sujetó con fuerza.
—¡Suéltame! —gruñó Zuzana, y trató de liberar su brazo de un tirón.
No hubo suerte. Tenía una fuerza tremenda, como si dedicara todo su tiempo libre a estrujar una de esas estúpidas bolas de goma, pero entonces Mik arremetió y agarró la mano que la estaba sujetando.
—Suéltala —exigió, y en un desigual enfrentamiento entre violinista y bruto, trató de apartar aquellos gruesos y horribles dedos de la muñeca de Zuzana.
Tampoco hubo suerte; Zuzana fue capaz de apreciar, ligeramente, a través de su ira, qué imagen tan humillante y tan poco samurái estaban ofreciendo los dos en aquel momento. Con la mano que tenía libre, el guardia empujó fácilmente a Mik por el pasillo hacia la puerta principal —se quedaron sin recoger sus cosas— mientras tiraba de Zuzana. Le palpitaba la muñeca donde la estaba agarrando, pero apenas lo notaba en medio del tornado de rabia y ansiedad en el que se había convertido su mente.
Negándose a ser arrastrada, Zuzana se apartó a un lado y rodeó a toda velocidad al guardia hasta quedar cara a cara con Traveller y Methuselah, que bloqueaban el paso hasta su dueña. Las perras la observaron. Una de ellas enseñó los dientes en una especie de gruñido aburrido, como si dijera: «¿Ves estos pequeños cuchillos?».
Los he visto más escalofriantes, deseó responder Zuzana. Maldición, quería enseñarle también los dientes, pero optó por mantenerse firme y levantar los ojos hacia Esther. La mirada en el rostro de la anciana —pétrea apatía— apenas era humana. Aquello no era una persona, pensó Zuzana. Era avaricia revestida de piel.
—¿Qué has hecho? ¿Qué has hecho, Esther? Qué. Has. Hecho.
Esther dejó escapar un suspiro.
—¿Eres tonta? ¿Tú qué crees?
—Creo que eres una psicópata apuñalando a una víctima por la espalda, eso es lo que creo.
Esther se limitó a sacudir la cabeza y una ráfaga de desdén sustituyó a la apatía.
—¿Crees que quería que sucediera esto? A mí me gustaba cómo funcionaban las cosas. No es culpa mía que Brimstone esté muerto.
—¿Qué tiene eso que ver con nada? —preguntó Zuzana.
—Vamos. Sé que no eres la muñequita que pareces. La vida es elección y solo los locos eligen a sus aliados con el corazón.
—¿Elegir aliados? ¿Qué es esto: Supervivientes? —Zuzana se sintió abrumada por la repulsión. Claramente, Esther había «elegido» a los ángeles. Porque Brimstone estaba muerto y solo buscaba su propio beneficio. En aquel momento, y sabiendo lo que sabía sobre la verdadera edad de Esther, tuvo una revelación respecto a ella—. Tú —dijo, y su asco formó un grueso recubrimiento alrededor de la palabra—. Apuesto a que colaboraste con los nazis, ¿verdad?
Para su sorpresa, Esther soltó una carcajada.
—Lo dices como si fuera algo malo. Cualquiera con sentido común elegiría vivir. ¿Sabes lo que es una estupidez? Morir por una creencia. Mira dónde estamos. Roma. Piensa en los cristianos que sirvieron de alimento a los leones por no renunciar a su fe. Como si su Dios no fuera a perdonarles por tener ganas de vivir. Si ese es todo tu instinto de conservación, tal vez no merezcas la vida.
—¿Te estás quedando conmigo? ¿Vas a echarles la culpa a los cristianos, no a los romanos? ¿Y si no los hubieran lanzado a los malditos leones en primer lugar? No te engañes. El monstruo aquí eres tú.
Esther se hartó de repente.
—Es hora de que os vayáis —dijo, bruscamente—. Y deberías saber que, a su muerte, todos sus activos pasarán a su familiar más cercano —una delgada y triste sonrisa se dibujó en su cara—. Su devota abuela, por supuesto. Así que no os molestéis en intentar acceder a esas cuentas.
A su muerte, a su muerte. Zuzana se negó a escuchar aquello. Su mente alejó las palabras a golpes.
Esther hizo una seña hacia el vestíbulo y las garras con nudillos de acero de los guardias de seguridad los empujaron hacia allí.
—Podéis quedaros con la ropa —añadió Esther—. Disfrutadla. Ah, y no os olvidéis del vegetal.
El vegetal.
Se refería a Eliza. Todo aquel tiempo, Eliza se había mantenido en silencio. Estaba catatónica y Esther iba a echarla a la calle, y a Mik y Zuzana también, sin nada.
A su muerte. El tornado había abandonado la mente de Zuzana, dejando susurros a su estela. ¿Qué había sucedido? ¿Estarían…?
Calla.
—Déjame sacar las mochilas, al menos —pidió Mik, aparentemente tan calmado y razonable como Zuzana enfurecida. ¿Cómo se atrevía a mostrarse calmado y razonable?
—Os di la oportunidad de hacerlo —respondió Esther—. Y preferisteis quedaros ahí insultándome. Como dije antes, la vida es elección.
—Déjame recuperar al menos el violín —suplicó—. No tenemos nada, ni ninguna manera de volver a casa. Al menos podré tocar en una plaza para pagar el billete de tren.
Imaginarlos mendigando debió de apelar a su sentido de la estratificación social, por no mencionar de la degradación.
—Está bien —hizo un rápido gesto con la muñeca y Mik salió volando por el pasillo. Cuando regresó, llevaba el estuche del violín en los brazos como si fuera un bebé, no colgando del asa.
—Gracias —dijo, como si Esther les hubiera hecho un favor.
Zuzana le fulminó con la mirada. ¿Es que había perdido la cabeza?
—Agarra a Eliza —le pidió Mik a Zuzana, y ella lo hizo, y Eliza avanzó como una sonámbula. Zuzana se paró solo una vez para mirar a Esther a través del salón.
—Ya había dicho esto antes, pero siempre en broma —en aquel momento no estaba de broma. Jamás había hablado tan en serio—: Pagarás por esto. Lo juro.
Esther se rio.
—El mundo no funciona así, cariño. Pero puedes intentarlo, si te hace feliz. Adelante.
—No lo dudes —Zuzana echaba humo. El guardia de seguridad la empujó y la condujo por el pasillo, con Eliza a su lado, hacia el grandioso recibidor y el ascensor. A continuación, la descendió. Y, finalmente, la sacó a la fuerza a través del resplandeciente vestíbulo, entre miradas y susurros. Lo más hiriente de todo fue el arrogante regocijo de su contrincante de ceja, que de nuevo se atrevió, teniendo en cuenta el cambio de circunstancias, a alzar una de sus cejas aficionadas, superdepiladas y con el escuálido aspecto de un crudo pero efectivo «Te lo dije».
El ardor de la humillación fue como atravesar un campo de ortigas —mil pequeños dolores fundiéndose en un entumecimiento—, pero ni se acercaba al desaliento y el pánico de Zuzana al pensar en sus amigos, tal vez a merced ya de sus enemigos.
¿Qué les estaría pasando?
Esther debía de haber advertido a los ángeles. ¿Qué le habían prometido?, se preguntó Zuzana. Y más importante, ¿cómo podían Mik y ella evitar que lo consiguiera? ¿Cómo? No tenían nada. Nada excepto un violín.
—No puedo creer que le dieras las gracias —masculló mientras los empujaban para que franquearan las puertas y salieran a la calle. Roma los recibió con estruendo, y su vitalidad y ambiente sofocantes contrastaron enormemente con la tranquilidad y el frescor artificiales del interior.
—Me dejó recuperar el violín —dijo Mik, encogiéndose de hombros y sujetando el estuche aún contra su pecho como si fuera un bebé o un cachorro. Sonaba… satisfecho. Aquello era demasiado. Zuzana dejó de caminar —de todas maneras no tenían ningún destino excepto «fuera»— y se giró para mirarlo a la cara. No solo sonaba satisfecho. Lo parecía. O entusiasmado, al menos. Prácticamente vibrante.
—¿Qué pasa contigo? —le preguntó, desconcertada y a punto de sentarse y romper a llorar.
—Te lo diré en un minuto. Vamos. No podemos quedarnos aquí.
—Sí. Creo que eso ha quedado claro.
—No. Me refiero a que no podemos quedarnos en ningún sitio donde ella pueda encontrarnos. Y vendrá a buscarnos. Vamos —había apremio en su voz, lo que la confundió aun más.
Mik enganchó su brazo alrededor del de Zuzana para guiarla y ella arrastró a Eliza tras ellos (una figura irreal que parecía moverse a la deriva, casi de manera etérea) y la multitud los engulló, densa y perfecta para perderse dentro.
Y, así, la densidad humana que antes habían maldecido se convirtió en su refugio, y escaparon.