MI DULCE BÁRBARA
Limpieza, al fin. Mik y Zuzana se turnaron para bañarse, de modo que uno de los dos pudiera quedarse con Eliza, además de permanecer atento a las noticias de última hora sobre los ángeles. La televisión estaba con el volumen bajo, y el ordenador portátil de Esther encendido y con varias fuentes web suministrando actualizaciones constantemente, pero aún no había sucedido nada, y no era probable que sucediera en un tiempo.
Karou tenía que hacer una parada antes del Vaticano, Zuzana lo sabía. En el Museo Civico di Zoologia. Era un museo de historia natural, y Karou había anunciado su intención de ir allí con una rebeldía sosegada. A Zuzana casi se le había partido el corazón, pues tenía claro para qué era —para reponer sus existencias de dientes, por si en la batalla se hubieran salvado, al menos, almas— y que ella no estaría allí para ayudar, independientemente de lo que encontraran cuando regresaran a Eretz.
Maldita indefensión. A Zuzana se le ocurrió una frase para una camiseta.
SÉ UN SAMURÁI.
PORQUE NUNCA SABES LO QUE TE VAS A ENCONTRAR AL OTRO LADO DEL MALDITO CIELO.
Nadie lo entendería, pero ¿qué más daba? Los miraría fijamente hasta que se marcharan. Eso funcionaba en casi cualquier situación.
No, se reprendió a sí misma. No era cierto. Porque si funcionara, no habría necesidad de ser un samurái, ¿no?
Miró a Eliza, a su lado, y dejó escapar un suspiro. Eliza no parecía necesitar ni notar la compañía, pero la idea de dejarla sola en un rincón como un mueble que murmuraba suavemente no le parecía bien. Zuzana no era enfermera y tampoco tenía instinto para los cuidados, pero era consciente de que aquella joven necesitaba a alguien que se encargara de sus necesidades básicas de ser humano —comida y bebida, para empezar— y, al menos ahora, estaba más dócil, fuera lo que fuese que le hubiera hecho Akiva. Menos inquieta, y eso facilitaba las cosas.
Zuzana se sentía incapaz de pensar en lo que harían con ella más adelante. Ya se preocuparía al día siguiente. Cuando toda la tensión de la jornada fuera cosa del pasado y hubieran disfrutado de una noche entera de sueño en una cama de verdad y de una comida que ni siquiera procediera del mismo continente que el cuscús.
Mañana.
Pero de momento, era agradable estar limpia. Se sentía renacida —Venus emergiendo de una capa de porquería— y la ropa que había elegido la persona enviada por Esther era elegante y discreta, de buenos materiales y casi de la talla justa. Zuzana había amontonado cuidadosamente su asqueroso atuendo, zapatillas de cebra incluidas, y lo había envuelto todo en varias bolsas de plástico; lo sintió como una traición, especialmente después de colocar sus viejos zapatos junto a los nuevos en el suelo y tener la impresión de que los estaba obligando a entrenar a los sustitutos. La dueña roza un poco, le dirían al nuevo calzado de cuero, con afectuosas lágrimas cayendo de sus reumáticos ojos de zapato viejo. Y se pone mucho de puntillas, así que preparaos.
—Qué sentimental —había comentado Mik cuando Zuzana regresó al salón y apretó el fardo dentro de la mochila.
—En absoluto —había asegurado ella alegremente—. Lo estoy guardando para el Museo de las Aventuras en Otros Mundos que voy a fundar. Título de la pieza: «Vestimenta inapropiada para acampar en unas montañas gélidas mientras se forja una alianza entre ejércitos enemigos».
—Ajá.
Cuando llegó su turno de entrar en el baño, Mik no mostró tanto sentimentalismo con su ropa sucia. Le alegró tirarla a la basura, aunque antes de hacerlo, rebuscó en secreto en el bolsillo de sus viejos vaqueros y sacó…
… el anillo.
El anillo tal vez de plata, tal vez antiguo que estaba comprando cuando el mundo se volvió loco. Le dio vueltas entre los dedos, mirándolo de cerca por primera vez desde entonces. Zuzana estaba siempre alrededor (y gracias a Dios); no había tenido oportunidad de sacarlo. En aquel momento le pareció un objeto tosco, sobre todo en el marco de aquel ridículo hotel. En Aït Benhaddou había encajado a la perfección: primitivo y deslustrado, tal vez un poco abollado. Aquí parecía algo que se hubiera caído del meñique de un visigodo durante el saqueo de Roma. Una joya bárbara.
Perfecto.
Para mi dulce bárbara, pensó y, cuando fue a meterlo en el bolsillo de sus elegantes pantalones italianos, lo agarró con torpeza y se le escurrió entre los dedos. Golpeó el suelo de mármol y rodó como si estuviera tratando de escapar. Mik lo persiguió, pensando que tal vez fuera realmente de plata después de todo, porque supuestamente la plata de verdad emite una especie de repiqueteo, y luego el anillo se coló por un hueco de tres dedos de ancho bajo el tocador de mármol.
—Vuelve aquí —susurró Mik—. Tengo planes para ti.
Se arrodilló para buscarlo a tientas mientras, en el salón, su dulce bárbara acercaba un vaso de agua a los labios en constante movimiento de Eliza Jones para animarla a beber y, en el dormitorio más pequeño, al fondo de la suite, con la puerta cerrada y la música puesta para tapar su voz, Esther Van de Vloet hacía una llamada de teléfono.
Hacer aquella llamada no le resultó fácil, pero lo máximo que se podía decir en su defensa era que había esperado que no fuera necesaria. Vaciló una fracción de segundo, y tal vez una sombra de su verdadera edad apareciera en su rostro, aunque no así la indecisión. Exhaló con fuerza y procedió.
Después de todo, el poder no se sostiene a sí mismo.
Karou y sus compañeros sobrevolaron los tejados de Roma, cumplida ya su misión en el Museo de Historia Natural y con Jael como único objetivo. El aire nocturno estaba cargado de verano italiano y el paisaje urbano que se extendía por debajo era un lienzo mudo de tejados y monumentos, luces y cúpulas dividido por la oscura serpiente del río Tíber. Los bocinazos ascendían tamizados mientras volaban, al igual que los silbatos de los guardias de tráfico mezclados con retazos de música y cánticos que se volvían más altos cuanto más se acercaban al Vaticano. Eran ininteligibles, pero seguían el ritmo de la liturgia.
Había un hedor también; el inconfundible olor a humanos apiñados durante demasiado tiempo. A juzgar por el toque acre de aquel olor, Karou imaginó que una vez que los peregrinos conseguían un lugar cerca de la barrera, no querían abandonarlo por algo tan temporal como las funciones corporales.
Muy agradable.
Los noticiarios habían alertado de una crisis de salud pública, ya que la gente estaba llevando a ancianos y seres queridos enfermos hasta el perímetro con la esperanza de que la mera cercanía de los ángeles pudiera curarlos o, algo muy poco probable, que los ángeles salieran a bendecirlos. Se aseguraba que se habían producido milagros y, aunque no estaban demostrados, eclipsaron el número de muertes registradas como resultado de aquella práctica.
Los milagros consiguen eso.
Visto desde el cielo, el Vaticano parecía una cuña, aunque una cuña irregular, como un trozo de pastel desmoronándose. Dentro de sus límites, su vasta plaza circular era el elemento más visible, rodeada por las famosas columnatas en curva de Miguel Ángel. Estaba incongruentemente abarrotada de vehículos militares, tanques parados como horribles escarabajos, todoterrenos entrando y saliendo, incluso camiones de transporte de tropas.
Su destino se encontraba nada más pasar la columnata norte: el Palacio Papal. Karou abría la marcha.
Esther había podido indicarles, gracias al cardenal que tenía «en el bolsillo», la ubicación exacta de las estancias que Jael había recibido para su uso, así que los tres dibujaron un amplio círculo sobre el conjunto de edificios —el palacio no era uno, sino varios juntos—, oteando las azoteas en busca de presencia seráfica.
Esperaban encontrar guardias. Los soldados humanos estaban concentrados en tierra —vieron soldados patrullando con perros— y, desde luego, en los accesos al edificio, tanto interiores como exteriores. Pero aun así esperaban encontrar también Dominantes apostados en el tejado, porque era el procedimiento de actuación habitual en Eretz, donde los ataques podían llegar tanto desde el cielo como desde el suelo.
Y allí estaban. Dos.
Sencillo.
—No les hagáis daño —Karou esperaba que aquel recordatorio para Akiva y Virko fuera innecesario; sintió cómo se alejaban. Observó a los guardias y vio las sombras de Akiva y Virko recortadas en la luna, descendiendo hacia ellos. Recordó con viveza la oleada de sombra seguida de fuego que había engullido a la compañía en los montes Adelfas, y no sintió ninguna pena cuando los soldados se pusieron rígidos al mismo tiempo y se desplomaron.
Golpes rápidos en la cabeza. Sus cuerpos quedaron flácidos pero no cayeron. Parecieron inclinarse a cámara lenta en la azotea mientras Akiva y Virko los sujetaban y los dejaban en el suelo silenciosamente. Tendrían chichones y dolor de cabeza luego, pero nada más. No se trataba de si merecían clemencia sino de los parámetros de la misión: sin sangre.
Rápido y sin derramar sangre, aquel era el objetivo. Ni matanza, ni escena del crimen, solo persuasión. Deberían haber entrado y salido antes incluso de que aquellos dos soldados se despertaran y se frotaran las cabezas doloridas.
Karou descendió suavemente y echó un breve vistazo a uno de ellos. Inconsciente, se parecía a cualquiera de los Ilegítimos de las cuevas de los kirin. Guapo, joven, rubio. Víctima y verdugo al mismo tiempo, pensó. Recordó la propuesta de Liraz de arrebatar dedos en vez de vidas y se preguntó si sería posible que incluso los Dominantes aprendieran a vivir en el nuevo mundo, si alguna vez existía uno. ¿Merecían la oportunidad? Al mirarlo así, en apariencia dormido e inocente, era fácil pensar que sí.
Tal vez cuando despertara, sus ojos se llenarían de odio y desaparecería la esperanza.
Esa preocupación quedaría para otro día. Habían llegado. Las ventanas de Jael estaban a la vista. Los cánticos del perímetro los envolvían como el rugido del mar, pero la sensación era la de tener una burbuja de silencio en el interior.
«He tenido una idea mejor», había anunciado Karou en las cuevas de los kirin, segura de que aquella era la manera de evitar un apocalipsis. Un final rápido y silencioso para aquel drama. Ni estrépito, ni armas, ni «monstruos».
Los ángeles simplemente se desvanecerían.
Fácil.
—Está bien —dijo, haciendo una pausa para enviar un mensaje a Zuzana antes de apagar el teléfono y guardarlo—. Adelante.