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POESÍA LUNÁTICA

Akiva había descendido, en muchas ocasiones ya, a través de los oscuros niveles de la mente hasta el lugar donde trabajaba con la magia, pero no se sentía más cerca de entender dónde se encontraba; si dentro o fuera, a qué profundidad o distancia, o cuánto se extendía.

Tenía la sensación —no exacta, pero bastante aproximada— de atravesar una trampilla hacia otro territorio y, a medida que se había ido abriendo camino más y más lejos, sin encontrar nunca límite alguno, había empezado a visualizar una amplitud de océano que luego también fue insuficiente. Espacio… ilimitado.

Creía que era suyo. Que era él. Pero parecía extenderse para siempre: un universo privado, una dimensión cuya infinitud trascendía la noción de «mente» que siempre había tenido: pensamientos dentro de la esfera de su propia cabeza, una función de su cerebro.

¿Qué magnitud tenía una mente? ¿Un espíritu? ¿Un alma? Y si no tenía relación con el espacio físico que su cuerpo ocupaba, entonces ¿dónde estaba? Le aturdía. Cada vez que emergía, confuso y vacío, le carcomía la frustración por su ignorancia.

Y eso antes de intentar acceder a la mente de otra persona.

En el umbral de la mente de Eliza sintió otra trampilla, otro territorio tan amplio como el suyo propio, pero distinto. Las infinitudes no son adecuadas para exploraciones rápidas. Se podría caer y seguir cayendo. Se podría acabar perdido. Ella se había perdido. ¿Podría arrastrarla Akiva de nuevo hacia fuera? Quería intentarlo. Por ella, porque la idea de tal indefensión le horrorizaba y quería rescatarla de aquello. Y por él también, por los incesantes y lastimeros torrentes de palabras de Eliza. Era su lengua, curiosamente familiar y exótica; seráfico, pero hablado con tonos y estructuras que jamás había escuchado, y… por los dioses estrella, las cosas que decía…

Bestias y un cielo ennegreciéndose, los encargados de abrir las puertas y las luces en la oscuridad.

Elegidos. Caídos.

Mapas pero estoy perdida. Cielos pero están muertos.

Cataclismo.

Meliz.

«Poesía lunática», lo había denominado Zuzana, y era ambas cosas: poesía y lunática, pero produjo cierta resonancia en el interior de Akiva, como un diapasón que encontrara su propio tono. Significaba algo, algo importante, así que pasó de su propia infinitud a la de ella. Ignoraba si podía hacerse o, en caso de ser posible, si debería hacerlo. Daba la sensación de que estuviera mal, como transgredir una frontera. Notó resistencia, pero entró. Buscó a Eliza, pero no logró encontrarla. La llamó pero no respondió. Sentía el espacio que lo rodeaba distinto al suyo. Era denso y turbio. Cinético. Doloroso, intranquilo y asustado. Había maldad y tormento, pero sobrepasaba el conocimiento de Akiva y no se atrevió a internarse más.

No pudo encontrarla. No pudo sacarla. No pudo. Pero lo intentó, aportando su propio dolor para, al menos, calmar el caos de Eliza.

Cuando regresó y abrió los ojos, fue con una sensación de recuperarse a sí mismo, y vio que Karou estaba allí, con Zuzana y Mik. Virko también, aunque la quimera había permanecido allí en todo momento. Y justo delante de él, Eliza. Se había calmado, pero Akiva vio con los ojos lo que ya había sabido con el corazón: que no la había curado.

Dejó escapar un profundo suspiro. Sintió su desilusión como una pérdida. Karou se acercó a él. Alcanzó una jarra de agua y le sirvió un vaso. Mientras Akiva bebía, Karou colocó una mano fresca sobre su frente y se apoyó sobre el brazo del sillón, rozándole el hombro con la cadera. Y aquel umbral de normalidad sorprendentemente nuevo —Karou inclinándose hacia él— le levantó el ánimo. Ella había hablado de su felicidad como si fuera un hecho innegable, sin importar lo que sucediera; aparte de todo lo demás y en absoluto sometido a ello. Se trataba de una idea nueva para él; aquella felicidad no era un lugar místico que alcanzar o ganar —un territorio luminoso más allá de la frontera de la tristeza, un paraíso a la espera de que ellos lo encontraran—, sino algo que llevar encima en todo momento, con tenacidad, tan humilde y corriente como las herramientas y las provisiones. Comida, armas, felicidad.

Con la esperanza de que las armas pudieran desaparecer al final del cuadro.

Una nueva forma de vivir.

—Parece más tranquila —dijo Karou, examinando a Eliza—. Algo es.

—No lo suficiente.

Karou no dijo «Puedes intentarlo otra vez después», porque ambos sabían que no habría ningún después. Estaba anocheciendo. No tardarían en marcharse —Karou, Virko y él— y ya no regresarían allí. Eliza Jones quedaría perdida y con ella el cataclismo y todos sus secretos. El problema era que Akiva sentía cierto peligro en desistir.

—Quiero entender lo que dice —exclamó—. Lo que le ha sucedido.

—¿Has descubierto algo?

—Caos. Miedo —Akiva sacudió la cabeza—. No sé nada de magia, Karou. Ni siquiera los principios básicos. Tengo la sensación de que cada uno de nosotros poseemos un… —manoseó las palabras— un esquema de energías. No sé cómo llamarlo. Es más que la mente y más que el alma. Dimensiones —siguió manoseando—. Geografías. Pero no sé cómo está distribuido, ni cómo recorrerlo, ni siquiera cómo verlo. Es como palpar en la oscuridad.

Karou sonrió levemente y le preguntó con ligereza forzada en la voz:

—¿Y cómo sabes lo que es la oscuridad? —acarició sus plumas y saltaron chispas bajo su mano—. Tú eres tu propia luz.

Y Akiva estuvo a punto de decir «Sé lo que es la oscuridad», porque era cierto, en los peores sentidos de la palabra, pero no quería que Karou pensara que estaba retrocediendo al sombrío estado del que le había arrancado en Marruecos. Así que contuvo la lengua y se alegró de haberlo hecho cuando ella añadió, tan suavemente que casi no lo oyó.

—Y la mía.

La miró y se llenó con su imagen, y sintió, como muchas otras veces en su presencia —como Madrigal y como Karou—, una nueva vida, un nuevo crecimiento. Los zarcillos del sentimiento y la emoción que jamás había conocido antes de conocerla a ella y que jamás habría conocido sin ella eran algo real. Raíces que se dividían y se extendían a través de cada trampilla y por un número infinito de niveles oscuros para cambiar el «esquema de energías» que había descrito con tan poca exactitud —las misteriosas dimensiones y geografías del ser—, como un oscuro fragmento de espacio cuando nace una nueva estrella. Akiva se volvió más luminoso. Más completo.

Solo el amor podía conseguir aquello. Sostuvo la mano de Karou, pequeña y fría dentro de la suya, y se aferró a ella como se aferraba a su imagen. La felicidad estaba allí, con el equipo habitual, guardada junto a la ansiedad, la tristeza y la determinación, y no resolvió nada, pero lo aligeró.

—¿Lista? —preguntó Akiva.

Había llegado el momento de ir a ver a su tío.

Se despidieron sin decir adiós, porque Akiva les había advertido que traía mala suerte hacerlo, como si tentaran al destino. Sin importar las palabras que utilizaran, una sombra cayó sobre todos ellos, porque no sería una separación corta. Virko, en lo que sería su última lección de idiomas durante algún tiempo, enseñó a Zuzana a decir: «Beso tus ojos y dejo mi corazón en tus manos», una antigua despedida quimérica a la que, por supuesto, Zuzana reaccionó gesticulando como si le hubieran lanzado un corazón palpitante a las manos.

Esther se desvivió por ellos, actuando otra vez como una abuela y con algo parecido a la contrición. Se aseguró de que llevaban el plano y conocían el camino. Preguntó, con preocupación, qué pensaban hacer contra tantos enemigos, pero Karou no se lo desveló.

—Poca cosa —fue su respuesta—. Solo convencerlos de que regresen a casa.

Esther se mostró afligida, pero no insistió.

—Encargaré champán —dijo— para celebrar vuestra victoria. Ojalá pudierais estar aquí para bebéroslo con nosotros.

Mientras tanto, Eliza seguía sentada con la mirada fija.

—¿Os encargaréis de que reciba ayuda? —preguntó Karou a Zuzana y a Mik—. ¿Después de que nos hayamos ido?

El rostro de Zuzana adquirió de inmediato una expresión dura y no quiso mirar a los ojos a Karou, pero Mik asintió con la cabeza.

—No te preocupes —dijo él—. Ya tienes bastantes cosas en qué pensar.

Él comprendía, aunque Zuzana no, por qué las cosas tenían que ser de aquella manera. Se lo había recordado, varias veces, por el camino.

—¿Recuerdas que no tenemos lo más mínimo de samuráis? —le había preguntado—. No podemos ayudar con esto. Solo lastraríamos a Virko y estorbaríamos. Y si hay otra batalla…

No había entrado en detalles.

—Gracias —dijo Karou, lanzando una última y desesperada mirada a Eliza—. Sé que es mucho pediros, pero ya os enseñé cómo acceder al dinero. Usadlo, por favor. Para ella, para vosotros. Tanto como necesitéis.

—Dinero —masculló Zuzana, como si fuera peor que inútil, un insulto.

Karou se volvió hacia ella.

—Si hay algo a lo que podáis regresar —le prometió, detestando el si condicional, como si la propia palabra fuera su enemiga—, encontraré la manera de venir a por vosotros.

—¿Cómo? Vais a cerrar el portal.

—Tenemos que hacerlo, pero hay más portales. Los encontraré.

—¿Es que vas a tener tiempo de andar buscando portales?

—No lo sé —aquello era una cantilena. No sé lo que encontraremos cuando regresemos. No sé si quedará alguna esperanza en todo el mundo con la que trabajar. No sé cómo encontraré otro portal. No sé si seguiré viva. No sé.

Zuzana, sin cambiar la dureza de su gesto, inclinó la cabeza hacia delante en una especie de colisión a cámara lenta que Karou no reconoció como un abrazo hasta que, en el último segundo, los brazos de su amiga la rodearon.

—Cuídate —susurró Zuzana—. Nada de heroísmo. Si tienes que ponerte a salvo, hazlo y regresa aquí. Los dos. Los tres. A Virko le podemos fabricar un cuerpo humano o algo así. Prométeme que si llegáis allí y todos están… —no lo dijo. Muertos—, te esconderás y volverás aquí y vivirás —Karou no podía prometerle aquello, como seguramente sabía Zuzana, ya que no le dio oportunidad de responder y continuó diciendo—: Bueno. Gracias. Es todo lo que quería oír —como si se hubiera pronunciado la promesa.

Karou le devolvió el abrazo, odiando las despedidas igual que había odiado los si condicionales, y luego no quedó otra cosa que hacer que marcharse.