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ABUELA DE PEGA

Por cuestiones prácticas, se habían separado en el aeropuerto de Ciampino, a las afueras de Roma, donde los había dejado el avión fletado por Esther. Zuzana y Mik habían desembarcado —los únicos pasajeros en la lista de vuelo— y pasado por los mostradores de aduanas e inmigración como seres humanos, mientras los otros desaparecían por arte de magia nada más salir del avión. Habían ido directamente al hotel mientras Mik y Zuze tomaban un taxi para reunirse con ellos allí.

En el salón de la suite, a la espera de su llegada, Karou estaba arrellanada en un sofá de seda con bordados florales color lima. Delante de ella, en una mesa dorada, descansaban un plano de la ciudad del Vaticano, un ordenador portátil encendido y una altísima escultura de fruta de verdad, con piña incluida, que parecía lista para tomarla y pegarle un mordisco. Karou no dejaba de mirar las uvas, pero le daba miedo tocarlas y derrumbar todo aquel espectáculo.

—Cómelas si quieres —le dijo su abuela de pega, Esther Van de Vloet, que estaba sentada a su lado, acariciando con el pie desnudo la musculosa espalda de la enorme perra estirada frente a ella.

Esther, a pesar de ser magníficamente rica, no era el tipo de anciana magníficamente rica que conservaba la juventud a base de bisturí, o que llevaba una dieta sin alegría para mantenerse huesudamente elegante, o que vestía rígidas prendas de diseño que resultarían más adecuadas para modelos profesionales.

Llevaba puestos unos vaqueros y una túnica que había comprado en un mercadillo, y tenía la blanca melena recogida en un moño algo despeinado. No era una asceta, como demostraban el bollo que sujetaba en la mano y la amplia curvatura de sus caderas y sus pechos. Su juventud —o, más exactamente, sus aparentes setenta años, cuando estaba bastante cerca de la decimotercera década— no la conservaba con cirugía o dieta, sino gracias a un deseo.

Un bruxis, el más poderoso de los deseos, que se pagaba caro y solo podía disfrutarse una vez en la vida. Y aquello era en lo que la mayoría de los tratantes de Brimstone invertía sus bruxis: en una larga vida. No se sabía exactamente cómo de larga. Karou conocía un cazador malayo que, la última vez que lo vio, había alcanzado con vitalidad los doscientos años. Parecía que era una cuestión de voluntad. La mayoría de las personas se cansaba de sobrevivir a todos los demás. En cuanto a Esther, decía que no sabía cuántas generaciones más de perros podría soportar enterrar.

Su actual remesa era todavía joven y tenía la salud intacta. Se llamaban Traveller y Methuselah, por los caballos de los generales Lee y Grant, respectivamente. Todos los mastines de Esther recibían nombres de caballos de guerra. Aquella era su sexta pareja y, por fin, se había dignado a honrar a los estadounidenses.

Karou contempló la torre de fruta.

—Pero probablemente alguien haya tardado horas en construir esta cosa.

—Y nosotros hemos pagado con generosidad por su trabajo. Come.

Karou alcanzó unas cuantas uvas y se alegró de que la escultura no se viniera abajo.

—Tendrás que aprender a disfrutar del dinero, cariño —añadió Esther, como si Karou se estuviera iniciando en aquella vida de lujo y ella fuera su guía. Aparte de haberle hecho a Brimstone varios favores relacionados con Karou a lo largo de los años (matricularla en colegios, proporcionarle documentos de identidad falsos, etcétera), Esther había sido determinante a la hora de abrir sus numerosas cuentas bancarias, y seguramente sabía el dinero del que Karou disponía mejor que la propia Karou—. Lección numero uno: nosotros no nos preocupamos de cómo se han construido nuestras esculturas de fruta. Nosotros simplemente nos las comemos.

—No será necesario que aprenda nada —dijo Karou—. No voy a quedarme aquí.

Esther echó un vistazo a la habitación.

—¿No te gusta el St. Regis?

Karou siguió la mirada de Esther. Era un atentado a los sentidos, como si al diseñador le hubieran encargado expresar el concepto de «opulencia» en unos 120 o 150 metros cuadrados: altos techos abovedados con artesonados dorados; cortinajes de terciopelo rojo perfectos para los aposentos de un vampiro; objetos chapados en oro por todas partes; un gran piano y, sobre su resplandeciente tapa, una bandeja de plata de varias alturas con bizcocho de almendra. Había incluso un enorme tapiz colgado en la pared que representaba una coronación, con un rey indeterminado arrodillado para recibir su corona.

—Bueno, no —admitió Karou—. No especialmente. Pero me refiero a la Tierra. No voy a quedarme en la Tierra.

Esther se permitió un lento parpadeo, tal vez para dedicar aquel instante a imaginar lo que sería dejar atrás una fortuna como la de Karou.

—Bueno. La verdad es que, teniendo en cuenta el trocito de paraíso de ahí —hizo un gesto con la cabeza hacia el salón adyacente—, no puedo decir que te lo reproche —a Esther le había… impresionado… Akiva. «Dios mío», había susurrado cuando Karou los había presentado—. No es que yo tenga mucha experiencia, pero supongo que por amor se está dispuesto a abandonar muchas cosas.

Karou no había mencionado el amor, aunque tampoco le sorprendió descubrir que fuera obvio.

—No siento que esté abandonando nada —respondió honestamente. Su vida en Praga era ya tan remota como un sueño. Sabía que habría días en que añoraría la Tierra pero, de momento, su mente y su corazón estaban totalmente comprometidos con los asuntos de Eretz, su triste presente («Querida Nitid, o dioses estrella, o quién sea, por favor, que nuestros amigos sigan vivos») y su endeble futuro. Y sí, como Esther sugería, Akiva tenía mucho que ver con aquello.

—Bueno. Al menos, disfruta de la riqueza de momento —concluyó Esther—. Dime que el baño no ha sido maravilloso.

Karou admitió que lo había sido. El cuarto de baño era más grande que todo su apartamento de Praga y cada centímetro cuadrado estaba forrado de mármol. Acababa de salir, y su pelo descansaba húmedo y fragante sobre sus hombros.

Alcanzó el plano y lo estiró sobre el sofá, entre ambas.

—Entonces —dijo—, ¿dónde están alojados los ángeles?

El plan de Karou era en realidad muy simple, así que no necesitaba saber mucho aparte de dónde encontrar a Jael. Puede que la Ciudad del Vaticano fuera pequeña como nación soberana, pero buscar algo en ella se convertía en un infierno si el plan era llegar sin más y empezar a abrir puertas.

Esther clavó una uña mordisqueada en el Palacio Papal.

—Aquí —respondió—. El colmo del lujo.

Sabía qué ventanas les servirían de acceso a la Sala Clementina, la grandiosa sala de audiencias que Jael había recibido para su uso personal, y sabía dónde era probable que estuvieran apostados los vigilantes, tanto los de la guardia Suiza como el propio contingente de los ángeles. Su dedo se deslizó también hacia el Museo Vaticano, donde se había acuartelado al grueso de la hueste, en un ala de escultura antigua donde mucho tiempo atrás, en una vida normal, Karou había pasado una tarde haciendo bocetos.

—Gracias —dijo Karou—. Es una gran ayuda.

—De nada —respondió Esther, recostándose en el melindroso sofá—. Lo que sea por mi nieta de pega favorita. Ahora dime, ¿cómo está Brimstone y cuándo piensa reabrir los portales? Realmente echo de menos al viejo monstruo.

Yo también, pensó Karou, sintiendo que el corazón se le congelaba instantáneamente. Había temido aquel momento durante todo el viaje hasta allí. Por teléfono, no había sido capaz de contarle la verdad. El saludo de Esther había sido tan inesperadamente efusivo («¡Oh, gracias a Dios! ¿Dónde estabas, niña? He estado terriblemente preocupada. Han pasado meses y ni una palabra tuya. ¿Cómo no me has llamado?»), que había descolocado a Karou. Se había comportado como una abuela de verdad, o al menos como Karou imaginaba que actuaría una abuela de verdad, derramando emoción por los cuatro costados. Antes siempre le había parecido que entregaba emoción como si fuera una paga: solo cuando tocaba y con cierta reticencia.

Karou había decidido darle la triste noticia en persona, pero ahora que había llegado el momento, las palabras adecuadas se negaban a alinearse en su cerebro. Está muerto.

Hubo una masacre.

Está… muerto.

Los golpecitos que sonaron en la puerta, justo en aquel momento, parecieron obra de la divina providencia.

—Mik y Zuze —exclamó Karou, y corrió hacia la puerta. La suite era tan grande que realmente había que correr para responder a la puerta en el tiempo adecuado. Lo consiguió, y la abrió de golpe—. ¿Por qué habéis tardado tanto? —preguntó, envolviendo a sus amigos en un abrazo ligeramente apestoso. Apestoso por ellos, no por ella.

—Dos horas para llegar hasta aquí desde el aeropuerto —dijo Mik—. Esta ciudad es una locura.

Karou lo sabía bien. Había tenido una perspectiva aérea del enorme y palpitante círculo de humanidad que se había formado en torno al perímetro cerrado del Vaticano. Había escuchado los cánticos incluso desde el aire, aunque sin llegar a entender las palabras. Desde lo alto, le había recordado de un modo inquietante al modo en que los zombis de las películas rodeaban los enclaves humanos, tratando de entrar en ellos. El resto de la ciudad no mostraba una actitud tan… zombiesca, pero le faltaba poco.

—Al menos, espero que hayáis podido dormir algo más en el taxi —dijo Karou.

Todos ellos habían disfrutado de unas cuantas horas de descanso muy necesario en el avión. Karou había apoyado la cabeza sobre el hombro de Akiva y se había quedado dormida recordando su piel desnuda contra la de ella. Sus sueños habían sido… más energéticos que sosegados.

—Un poco —respondió Zuzana—. Pero lo que realmente quiero es darme un baño —retrocedió un poco y echó un rápido vistazo a Karou—. Mírate. Un par de horas en Italia y ya vas toda elegante. ¿Cómo has conseguido ropa nueva tan rápido?

—Es lo que pasa aquí —Karou los condujo hacia dentro—. Cuando llegas a Hawái, te ponen guirnaldas de flores. En Italia, ropa preciosa y zapatos de piel.

—Pues debían de estar descansando cuando nosotros hemos llegado —contestó Zuzana, señalándose a sí misma—. Para horror de todos los que estaban en el vestíbulo.

—¡Uf! —Karou se encogió al imaginarlo—. ¿Han sido muy duros? —ella se había librado del escrutinio al haber accedido bajo el hechizo de invisibilidad, y a través del cielo y la terraza, no de la calle y el vestíbulo.

—Zuze se ha batido en un duelo de miradas —dijo Mik.

Zuzana arqueó una ceja.

—Deberías haber visto a la otra tía.

—No lo dudo —dijo Karou—. Y nadie estaba descansando. Os estaban esperando aquí. Esther ha conseguido ropa nueva para todos.

Al tiempo que decía aquello, entraron en el salón.

—En realidad, envié a una persona para que la comprara —intervino Esther con su cantarín acento flamenco—. Espero que os sirva.

Se levantó y se acercó.

—He oído hablar tanto de ti, querida… —añadió cariñosamente, alargando las manos para envolver con ellas las de Zuzana. En aquel momento, era casi la personificación de una abuela.

Sin embargo, Esther Van de Vloet no era abuela de nadie. No tenía hijos y carecía casi por completo de instinto maternal. Al interpretar el papel de «abuela», había sido para Karou más una aliada política que emocional. A lo largo de su vida, la anciana había acunado innumerables diamantes para entregárselos a los ultrarricos, y a Brimstone también, haciendo intrépidos negocios con humanos, no humanos e infrahumanos, como ella llamaba a los tratantes más ruines de Brimstone, junto a los que había creado una red de información global. Se movía tanto en los círculos de elite como en los bajos fondos; por teléfono le había contado a Karou que tenía a un cardenal en un bolsillo y a un traficante de armas en el otro, y sin duda contaba con más bolsillos. Y era venerada como una figura casi mística, en primer lugar por su misteriosa conservación —le había encantado oír el rumor de que había entregado su alma a cambio de la inmortalidad—, y también por varios favores imposibles que se murmuraba había hecho a personas con poder.

Imposibles… a menos que se tuviera acceso a la magia.

—Yo también he oído hablar mucho de usted —respondió Zuzana, y Karou reconoció en los ojos de su amiga el mismo brillo que muestran los de un torero al evaluar a un toro o los de un toro al evaluar a un torero. No estaba segura de quién era quién en aquel combate, pero la mirada de Esther también tenía aquel brillo. La mirada que intercambiaron las dos mujeres fue de respeto mutuo hacia una adversaria digna, y a Karou le alegró que no fueran adversarias y que ambas estuvieran en el mismo bando.

Hicieron algunos comentarios. El tamaño de las perras. El servicio de habitaciones. El estado en el que se encontraba Roma. Los ángeles.

Pero cuando Esther dijo: «Me alegro de que Karou haya tenido el buen juicio de acudir a mí», un ligero movimiento en las aletas de la nariz concedió al gesto de Zuzana un toque más de toro que de torero.

—Ya acudió a usted otra vez —comentó Zuzana de manera despreocupada, pero con un fondo de reproche.

Karou sabía lo que estaba insinuando, y trató de interceder.

—Zuze… —empezó, pero su amiga la interrumpió.

—Y desde entonces me ha picado la curiosidad. Cuando Karou fue a pedirle deseos… —inclinó la cabeza y lanzó a la anciana una mirada de «Vamos a ser honestos»—. Se los ocultó, ¿verdad?

La sonrisa de Esther parpadeó y su rostro se tensó, adquiriendo aspecto de máscara y recelo. En aquel momento, no parecía una abuela.

—No, Zuze —exclamó Karou, colocando una mano en la espalda de su amiga. Ya habían discutido otras veces sobre aquello—. No lo hizo. Ella no haría algo así.

Cuando los portales se incendiaron el invierno anterior y ella estaba desesperada por encontrar a su familia quimérica (desesperada por conseguir unos gavriels que los llevaran a ella y al desagradable Razgut hasta el portal del cielo y hacia Eretz), Esther había sido la primera a la que Karou había visitado. Esther le había asegurado que no le quedaba ningún deseo más poderoso que un lucknow, y Karou la había creído, porque ¿cómo iba a mentirla?

—Lo hice —respondió Esther, solemne y… ¿contrita? Karou la miró fijamente.

¿Se refería a que la había mentido?

—¿Cómo? —exclamó Karou, confusa.

—Bueno, siento decirlo, por supuesto, pero no creía que realmente fueras a encontrarlo, querida. Soy una vieja codiciosa. Si eran los últimos deseos de los que iba a disponer, tenía que protegerlos ¿no? No te imaginas lo feliz que estoy de haberme equivocado.

Karou sintió un retortijón en el estómago.

—No lo hiciste —dijo.

Esther ladeó la cabeza, desconcertada.

—¿Que no hice el qué?

—No te equivocaste. No encontré a Brimstone. Está muerto —lo soltó de golpe, sin emoción en la voz y vio cómo el rostro de Esther palidecía.

—No, oh, no. No —murmuró, llevándose la mano a la boca—. Oh, Karou. No quería creerlo —se le llenaron los ojos de lágrimas.

—¿No se lo habías contado aún? —preguntó Zuzana.

Karou negó con la cabeza. Ya no hacía falta decírselo con cuidado. Esther la había mentido. Cuando los portales acababan de desaparecer entre las llamas y ella no sabía nada, cuando estaba llena de golpes y moratones tras dos encontronazos casi fatales con Akiva y Thiago, y un trato nada amable por parte del propio Brimstone, Karou había acudido a ella en busca de ayuda. Era lo más bajo que había caído en su vida, aunque seguiría hundiéndose más y oh, mucho más en los meses siguientes, pero entonces no lo sabía. Había confiado en Esther y ahora descubría que le había mentido a la cara.

Aunque parecía realmente afectada y Karou sintió un ligero remordimiento por habérselo contado tan bruscamente.

—Issa está bien —añadió para suavizar el golpe, suplicando en silencio que fuera verdad.

—Me alegra oírlo —la voz de Esther sonó trémula—. ¿Y Yasri? ¿Twiga?

No había manera de suavizar aquello. Twiga estaba muerto. Yasri también, aunque su alma, igual que la de Issa, había sido conservada y escondida para que Karou la encontrara; otra esperanza en una botella para transmitir el importantísimo mensaje de Brimstone. Karou aún no había podido recuperar su turíbulo, pero sabía dónde estaba: en las ruinas del templo de Ellai donde Akiva y ella habían pasado su mes de dulces noches hacía toda una vida.

A las preguntas de Esther, respondió con un ligero movimiento de cabeza. No estaba dispuesta a explicarle lo de la resurrección. Esther ignoraba para qué utilizaba Brimstone los dientes —y las gemas que ella se había encargado de proporcionarle—, igual que Karou antes de romper el hueso de la suerte, pero en aquel momento no se sentía muy comunicativa.

—Han muerto muchos —añadió Karou, tratando de contener la emoción en la voz, sin conseguirlo—. Y muchos más morirán a menos que detengamos a los ángeles y cerremos el portal.

—¿Y crees que puedes conseguirlo? —preguntó Esther.

Eso espero, pensó Karou, pero respondió simplemente:

—Sí.

Zuzana intervino de nuevo, y su mirada, fuera de torero o de toro, se mostró limpia, fija y firme.

—Ahora no nos vendrían mal unos cuantos de esos deseos.

—Oh, vaya —respondió Esther con nerviosismo—. Ahora realmente no me quedan más. Lo siento. De haberlo sabido, podría haberlos guardado. Oh, mi pobre niña —le dijo a Karou, agarrándole la mano.

Zuzana apretó los labios.

—Ajá —fue su única respuesta.

Sintiendo que tal vez fuera necesario un poco de urbanidad para recubrir… los escasos buenos modales de Zuzana, Mik dijo torpemente:

—Bueno, gracias por el, eh, avión. Y el hotel y todo lo demás.

—De nada —respondió Esther, y Karou sintió que el tiempo para las presentaciones, los cumplidos y las groserías había tocado a su fin. Tenían cosas que hacer.

Se volvió hacia sus amigos.

—El cuarto de baño está bajando por el pasillo. No es demasiado cutre. La ropa está en el dormitorio grande. Jugad a los disfraces.

Zuzana arqueó una ceja.

—¿Y los demás? —vaciló—. ¿Eliza? ¿Está… algo mejor?

Una nueva tensión atenazó a Karou. ¿Qué podía decir de Eliza? Eliza Jones. Qué asunto más extraño. Sabían su nombre porque llevaba un documento de identidad encima, no porque ella hubiera sido capaz de decírselo. A partir de allí, una rápida búsqueda en Google había ofrecido unos resultados sorprendentes. Elazael, descendiente de un ángel. Por extraño que sonara —justo el tipo de asunto del que Zuzana se habría burlado, tiempo atrás, imprimiendo una camiseta—, el hecho de que hablara seráfico fluido le concedía una innegable credibilidad.

Respecto a lo que había dicho en seráfico, era indescriptiblemente escalofriante y manaba de ella como una especie de fuga. En cuanto a la pregunta de Zuzana: ¿estaba algo mejor? Karou no sabía qué responder. En Marruecos había tratado de utilizar su don sanador para curarla, pero ¿cómo iba a hacerlo cuando desconocía lo que tenía enfermo?

Akiva lo estaba intentando en aquel momento, a su propia manera, y mientras conducía a sus amigos hacia la puerta del salón, Karou tuvo la esperanza de que al abrirla tal vez los encontrara sentados y conversando.

—Aquí —dijo, agarrando el pomo. Volvió la cabeza para mirar a Esther e hizo un esfuerzo por sonreír. Detestaba la tensión y deseó, como otras veces, que la anciana fuera algo más cálida. Pero sabía, como siempre había sabido, que cada vez que Esther había actuado en su nombre había sido compensada por las molestias, incluido el año que se la había llevado a su casa en Amberes para pasar las Navidades y había preparado un salón digno de revista lleno de regalos, entre los que había un fantástico balancín tallado a mano en forma de caballo que Karou había tenido que dejar allí y jamás había vuelto a ver.

Aquello no era amistad, ni una familia. Se trataba de negocios y no eran necesarias las sonrisas.

De todas maneras, sonrió y Esther le devolvió el gesto. Había tristeza en sus ojos, remordimiento, tal vez incluso contrición. Más tarde, Karou recordaría haber pensado «Bueno, es algo, al menos».

Y lo era.

Solo que no era lo que Karou creía.