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CLASE MAGISTRAL DE ALZAMIENTO DE CEJAS

Cuando Mik y Zuzana entraron en el vestíbulo del grandioso hotel St. Regis en Roma, varias conversaciones se interrumpieron, un botones los miró dos veces y una elegante dama de melena plateada por encima de los hombros y pómulos fruto de la cirugía se llevó una mano a las perlas y echó un vistazo al vestíbulo en busca del personal de seguridad.

Los mochileros no se alojaban en el St. Regis.

Jamás.

Y aquellos mochileros, parecían… bueno, no era fácil expresarlo con palabras. Alguien extremadamente perspicaz tal vez diría que parecía como si hubieran estado viviendo en una cueva y hubieran atravesado una batalla e incluso hubieran llegado hasta allí a lomos de un monstruo.

En realidad, habían volado en avión privado desde Marrakech, pero se les podía excusar que no lo adivinaran; al dejar Tamnougalt con tanta prisa, no habían tenido oportunidad de aprovechar la ducha y no disponían de ropa limpia, así que quizás tuvieran el aspecto más desastroso de sus vidas.

Tanto los clientes como el personal supusieron que irían a pedir permiso para usar el aseo —como sucedía de vez en cuando, ya que las clases bajas estaban tan mal educadas en las normas— y probablemente a ensuciarlo bañándose en el lavabo. ¿No era eso lo que hacía aquella gente?

El portero que les había permitido la entrada mantenía los ojos fijos en el suelo, consciente de que había cometido un pecado capital al dejar que la chusma traspasara el perímetro. Sin duda, en otros tiempos, los guardias hubieran sido condenados a muerte por una ofensa así. Pero ¿qué podía hacer? Aseguraban ser clientes.

Tras el mostrador de recepción, los trabajadores intercambiaron miradas de gladiador. ¿Quieres atenderlos tú, o lo hago yo?

Una campeona se adelantó.

—¿Puedo ayudarles?

Las palabras pronunciadas tal vez fueran «¿Puedo ayudarles?», pero el tono era algo más parecido a «Es mi insoportable deber interactuar con vosotros y mi intención es castigaros por ello».

Zuzana se volvió para conocer a su rival. Frente a ella vio a una mujer italiana, de unos veintitantos años, guapa por lo maquillada que estaba e igualmente bien vestida. Con aspecto de no estar disfrutando. No, incapaz de disfrutar. Los ojos de la mujer hicieron un rápido movimiento de arriba a abajo y mostraron algo parecido a indignación cuando llegaron a las polvorientas zapatillas de plataforma con rayas de cebra de Zuzana al tiempo que su boca se fruncía en un ligero gesto de asco. Parecía que estuviera preparándose para sacar una babosa viva de su ensalada de rúcula.

—¿Sabes una cosa? —comentó Zuzana en inglés—. Probablemente estarías mucho más guapa si no pusieras esa cara.

La cara en cuestión se quedó petrificada. Una agitación en las aletas de la nariz sugirió que se había molestado. Y, entonces, como a cámara lenta, una de las delgadas cejas depiladas de la mujer ascendió hacia el nacimiento de su pelo.

Empieza la partida.

Zuzana Nováková era una chica bonita. A menudo la habían comparado con una muñeca, o con un hada, no solo por su escasa estatura sino también por su delicada y pequeña cara; una maravillosa combinación de ángulos y curvas distribuidos bajo una piel fina como la porcelana. Una barbilla delicada, mejillas redondeadas, ojos grandes y brillantes y, aunque aniquilaría a cualquiera que lo sugiriera, una boca casi con forma de corazón. Todo aquel atractivo era uno de los mayores timos de la naturaleza, porque… no era todo lo que Zuzana Nováková tenía que ofrecer. Ni siquiera un poquito.

Aceptar el desafío era como si un pez decidiera zamparse perezosamente una pequeña luz que oscilara entre las sombras y al otro lado se encontrara —¡OH, DIOS MÍO, LOS DIENTES DEL TERROR!— un rape.

Zuzana no comía personas; las marchitaba. Y allí, en el centelleante vestíbulo de mármol, cristal y dorados de uno de los hoteles de lujo más exclusivos de Roma, la ceja de Zuzana impartió una clase magistral. Su alzamiento fue digno de admiración. El movimiento, la curvatura. Desdén, diversión, desdén divertido, confianza, valoración, burla e incluso pena. Todo aquello transmitía, y mucho más. Su ceja se comunicó directamente con la ceja de la mujer italiana, diciéndole de algún modo «No hemos entrado por equivocación ni pensamos bañarnos en tu lavabo. Has metido la pata. Ándate con cuidado».

Y la ceja transmitió el mensaje a su dueña, cuya boca perdió de inmediato el gesto de babosa en la ensalada, y antes incluso de que Mik intercediera para decir, suavemente, casi con arrepentimiento: «Tenemos reservada la suite real», la mujer ya estaba saboreando el primer trago de amarga mortificación.

—¿La… suite real?

En la suite real del St. Regis se habían alojado monarcas y leyendas del rock, magnates del petróleo y divas de la ópera. Costaba casi 15.000 euros la noche en temporada baja, y no estaban en temporada baja. Roma era en aquellos momentos el centro de atención del mundo, estaba llena hasta la bandera de peregrinos, periodistas, delegaciones extranjeras, cazadores de curiosidades y locos, y no había ni una habitación libre. Las familias alquilaban terrazas y sótanos —incluso azoteas— a precios desmesurados, y la policía, de por sí sobrecargada de trabajo, estaba teniendo dificultades para levantar los campamentos de peregrinos de los parques.

Zuzana y Mik no tenían ni idea de cuánto le estaba costando aquello a Karou, o a su abuela de pega, Esther, o a quien estuviera pagando la cuenta. Normalmente, una extravagancia así les habría hecho sentir extraños y pequeños, como campesinos frente a la aristocracia. De hecho, les habría hecho sentir exactamente como aquella mujer había pretendido que se sintieran. Pero aquel día no. A la luz de sus últimas experiencias, a Zuzana aquellas personas apartadas y enrarecidas le recordaron a unos zapatos caros metidos en su caja los trescientos sesenta y dos días del año que no los utilizaban. Envueltos en papel de seda, a salvo de cualquier daño y conociendo de la vida únicamente los acontecimientos de gala y el interior de la caja. Qué aburrido. Qué estúpido. Por el contrario, a Zuzana la mugre acumulada durante el viaje, la extravagancia de su aspecto tan poco apropiado, le pareció una armadura.

Me he ganado esta suciedad.

Respetad la suciedad.

—Así es —dijo—. La suite real. Estaríais esperando nuestra llegada —se descargó la mochila de los hombros, la dejó caer al suelo y, con el impacto, se levantó una satisfactoria nube de polvo—. Sería estupendo que os ocuparais de esto —añadió, bostezando. Levantó los brazos al aire para estirar los hombros, no tanto porque lo necesitara como por mostrar las manchas de sudor de sus axilas en todo su esplendor. Sabía que tenía círculos concéntricos en ellas por las múltiples sudadas. Parecían tres anillos y tenían un significado peculiar para ella. Los había formado viviendo un oscuro cuento de hadas que… que los otros tal vez no hubieran vivido.

Jamás lavaría aquella camiseta.

—Por supuesto —dijo la mujer, y su voz sonó como el cascarón de una voz. Era divertido ver cómo reprimía el incontenible impulso de sus músculos faciales a fruncir los labios, o el gesto de arrugar la nariz o practicar esa dura mirada con los párpados medio cerrados de «Te estoy juzgando y considero que eres deficiente» que las mujeres italianas elegantes tan bien dominan. Estaba empequeñecida. Su ceja aficionada había descendido furtivamente hacia su lugar de descanso, donde permaneció el resto de la operación; un apóstrofe degradado a coma. En menos de un suspiro, Mik y Zuzana fueron conducidos al ascensor. Posteriormente fueron ascendidos, escoltados por un pasillo absurdamente lujoso.

Para reunirse con el resto del grupo.