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PÓLVORA Y PUTREFACCIÓN

Era como Navidad para Morgan Toth; en el sentido de período de glotonería y regalos, no de nacimiento de Cristo, por supuesto. De verdad.

Los mensajes de texto del teléfono de Eliza se volvían más chiflados y desesperados cada hora. Era una especie de espectáculo enloquecido que le estaban sirviendo en bandeja, y casi deseó tener un cómplice, alguien con quien asombrarse de que… ¡hubiera gente así en el mundo! Pero no se le ocurrió nadie que, al contarle lo que había hecho, no fuera a acobardarse con terror mojigato y probablemente a llamar a la policía.

Idiotas.

Necesitaba un seguidor, pensó. O una novia que abriera mucho los ojos y se asombrara fácilmente. «Morgan, eres tan malo», diría en un arrullo. Pero malo de un modo bueno. Malo de un modo muy, muy bueno.

El teléfono emitió un zumbido. Había llegado un punto en que la reacción era pavloviana: el teléfono de Eliza zumbaba y Morgan casi salivaba ante la expectativa de un instante de locura que pareciera increíble, como si alguien estuviera tomándole el pelo.

Aquel mensaje no le decepcionó.

«¿Dónde estás, Elazael? El tiempo de las riñas insignificantes ha quedado atrás. Ahora debes comprender que no puedes escapar de lo que eres. Nuestros parientes han venido a la Tierra, como siempre supimos que harían. Les hemos hecho una propuesta. Nos hemos ofrecido como esposos y esposas, con gozo y servidumbre. El día del Juicio se acerca. Que el resto de este desgraciado mundo sirva de alimento a las bestias mientras nosotros nos arrodillamos a los pies de Dios. Te necesitamos».

Oro. Oro puro. Con gozo y servidumbre. Morgan soltó una carcajada, porque aquello resumía bastante bien lo que esperaba de una novia.

Sintió la tentación de responder. Hasta el momento se había resistido, pero el juego se estaba estancando un poco. Releyó el mensaje. ¿Cómo se llegaba a una demencia así? Habían hecho una propuesta, decía. ¿Qué quería decir aquello? ¿Cómo habían logrado ofrecerse a los ángeles? Morgan sabía por mensajes anteriores que la persona que los enviaba —que dedujo era la madre de Eliza, un verdadero personaje— estaba en Roma. Pero según la información que él manejaba, el Vaticano tenía a los visitantes casi prisioneros, lo que resultaba bastante hilarante. Se imaginó al Papa de pie en la cúpula de San Pedro con un cazamariposas gigante: «¡Atrapadme unos cuantos ángeles!».

Tras mucho deliberar, Morgan tecleó una respuesta.

«¡Hola, mami! He tenido una nueva visión. En ella estábamos arrodillados a los pies de Dios, lo que es bueno. ¡Uf! Pero… ¿le estábamos haciendo la pedicura? No estoy segura de lo que significa. Con cariño, Eliza».

Sabía que se estaba pasando de la raya, pero fue incapaz de contenerse. Pulsó el botón de enviar. Durante el posterior silencio, empezó a temer haber aniquilado la broma, pero no debería haberse preocupado. No estaba lidiando con un espécimen de locura frágil. Era robusto.

«Tu rencor es una afrenta a Dios, Elazael. Has recibido un don maravilloso. ¿Cuántos de nuestros ancestros perecieron sin ver los sagrados rostros de nuestros parientes, y aun así tienes el valor de reírte? ¿Prefieres quedarte y ser devorada con los pecadores mientras el resto de nosotros asciende para ocupar nuestro lugar en el…?»

Morgan no tuvo oportunidad de terminar de leer el mensaje, y mucho menos de enviar otra respuesta.

—¿Ese es el teléfono de Eliza?

Gabriel. Morgan se dio la vuelta. ¿Cómo había conseguido el neurocientífico escabullirse hasta él? ¿Había olvidado cerrar la puerta con llave?

—Dios mío, lo es —exclamó Gabriel, aturdido e indignado. Morgan reflexionó sobre su aturdimiento. Edinger lo despreciaba. ¿Por qué debería sorprenderle aquello? ¿Y qué podía decir? Le había pillado con las manos en la masa. La única opción era mentir.

—Recibe un mensaje cada treinta segundos. Alguien está obviamente desesperado por encontrarla. Simplemente iba a responder a quien quiera que sea que no está aquí…

—Dámelo.

—No.

Gabriel no se lo pidió otra vez. Dio un fuerte puntapié a la pata del taburete sobre el que Morgan estaba sentado y se lo arrancó de debajo. Morgan agitó los brazos en el aire y cayó de golpe. Con el impacto, el dolor y la ira ni siquiera se dio cuenta de que había soltado el teléfono hasta que estuvo otra vez en pie y se apartó el flequillo.

Maldición. Edinger tenía el teléfono. Su expresión de aturdida indignación se había intensificado.

—Fuiste tú, ¿verdad? —dijo Gabriel, dándose cuenta de repente—. Todo lo hiciste tú. Por Dios, y yo te proporcioné los medios. Te di su teléfono.

El enfado de Morgan se transformó en miedo. Fue como un antiséptico cayendo sobre pus: el burbujeo, la efervescencia, el ardor.

—¿De qué estás hablando? —preguntó, fingiendo ignorancia… y fingiéndola muy mal.

Edinger sacudió lentamente la cabeza.

—Para ti ha sido un juego y probablemente le hayas arruinado la vida a Eliza.

—Yo no he hecho nada —protestó Morgan, pero no estaba preparado para defenderse. No había pensado… No había pensado que pudieran descubrirlo.

¿Cómo no lo había pensado?

—Bueno. No voy a prometerte que arruinaré tu vida —respondió Gabriel—. Honestamente, eso requiere algo de dedicación. Pero te prometo algo: que me aseguraré de que todo el mundo sepa lo que has hecho —levantó el teléfono—. Y si eso arruina tu vida, no lo lamentaré.

Otra carta. La tercera. La llevó el mismo sirviente y, por el sobre, Razgut supo que era del mismo remitente que las dos anteriores. Aquella vez, no se molestó en jugar con Jael. En cuanto el sirviente —Spivetti era su nombre— se marchó, lo alcanzó y lo rasgó.

Razgut había redactado con especial cuidado sus dos respuestas anteriores. Habían parecido casi cartas de amor. Ojo, no es que hubiera enviado nunca una carta de amor… Bueno, aquello no era estrictamente cierto. Lo había hecho, pero había sido en un Lejano Ayer, y tal vez fuera un ser completamente distinto el que había escrito aquella dulce despedida a una muchacha color miel. Su aspecto era distinto, eso seguro. Aún parecía un serafín y su mente era todavía un diamante sin imperfección alguna, sin grietas —«¡La presión que se necesita para agrietar un diamante!»— y sin los mohos y desperdicios que la cubrían ahora. Era un ayer realmente lejano, pero recordaba haber escrito la carta. Había olvidado el nombre de la chica y su rostro también. Era un simple borrón dorado sin ninguna importancia, un vestigio de la vida que podría haber tenido si no le hubieran elegido.

«Si no regreso», había escrito antes de marcharse a la capital, con letra delicada pero firme e inclinada hacia la derecha, «recuerda que te llevaré siempre en mi memoria a través de cada velo, en la oscuridad de cada mañana y más allá de la sombra de cada horizonte».

Algo parecido. Razgut recordaba el sentimiento que contenía, aunque no las palabras exactas, y no había sido amor, ni siquiera de modo muy superficial. Simplemente se había asegurado la jugada. Si no lo elegían —¿y qué posibilidades tenía entre tantos?—, podría regresar a casa y fingir alivio, y la muchacha color miel le habría consolado en su sedosidad. Y tal vez se habrían casado y tenido hijos y vivido una vida de apagada felicidad en la resaca de su fracaso.

Pero lo habían elegido.

Oh, día glorioso. Razgut fue uno de los doce en el Lejano Ayer, y la gloria había sido suya. El día del Nombramiento —qué prestigio— había suficiente luz en la ciudad para inundar el cielo nocturno, y no pudieron ver a los dioses estrella pero los dioses estrella sí los vieron a ellos, y aquello era lo que importaba; que los dioses estrella los vieran y supieran que eran los elegidos.

Los encargados de abrir las puertas, las luces en la oscuridad.

Razgut jamás regresó a casa y jamás volvió a ver a la muchacha, pero no la había mentido, ¿verdad? La estaba recordando en aquel momento, más allá de la sombra de un horizonte, en la oscuridad de un mañana que jamás habría imaginado.

—¿Qué dice esa mujer?

Esa mujer.

La voz de Jael interrumpió el ensueño de Razgut. Aquella carta no era de una muchacha con piel de seda sino de una mujer a la que jamás había visto —aunque su nombre no le era desconocido— y no había ninguna dulzura en ella, ninguna en absoluto, lo que estaba bien. Los gustos de Razgut habían madurado. La dulzura era insípida. Que disfrutaran de ella las mariposas y los colibríes. Igual que los escarabajos carroñeros, él se sentía más atraído por los aromas intensos.

Como el de la pólvora y la putrefacción.

—Armas, explosivos, munición —tradujo Razgut para Jael—. Dice que puede conseguirle lo que necesite y lo que quiera, siempre y cuando acepte una condición.

—¡Una condición! —siseó Jael, lanzando babas—. ¿Quién es ella para imponer condiciones?

Su actitud había sido la misma desde la primera carta. Jael no apreciaba el valor de una mujer fuerte, excepto como algo que maltratar y seguir maltratando. ¿Una mujer que imponía exigencias? ¿Una mujer a quien no podía humillar? Aquello le enfurecía.

—Es su mejor opción —contestó Razgut. Era una de muchas posibles respuestas, y la única que Jael necesitaba escuchar. Es un buitre. Es carne fétida. Es negra pólvora a la espera de encenderse—. Nadie más ha logrado abrirse camino hasta vos mediante sobornos, así que podéis elegir entre seguir cortejando a esos hoscos jefes de Estado y ver cómo atraviesan con afectación el campo minado de la opinión pública, temiendo más a su propio pueblo que a vos, o hacer esta sencilla promesa a una dama con medios y acabar con todo. Las armas os están esperando, emperador. ¿Qué es una pequeña promesa al lado de eso?