FUGA
Desde la ventana no llegaban a ver el tumulto, así que Karou y Akiva se volvieron invisibles y salieron. Detrás fueron Mik y Zuzana, visibles, y a Virko lo dejaron en la habitación.
La discusión se estaba desarrollando en el patio delantero —el polvoriento dominio de los niños de la kasbah que se empujaban unos a otros en una carretilla y lanzaban miradas asesinas a los huéspedes del hotel— y no había duda sobre el origen del conflicto. Una mujer joven sentada con medio cuerpo dentro y medio cuerpo fuera de un coche con la puerta abierta, aparentemente poco consciente de sí misma o de su entorno.
Tenía el rostro inexpresivo y ensangrentado, los labios carnosos, la piel profundamente oscura y suave, y unos ojos desconcertantes: bonitos y demasiado luminosos, demasiado abiertos y con las escleróticas blanquísimas. Los brazos le caían sobre el regazo y estaba sentada al borde del asiento con la cabeza inclinada hacia atrás mientras sartas de palabras imposibles fluían de su boca ensangrentada.
Costaba un poco comprenderlo todo. La sangre, la mujer y los dos idiomas, estridentes y con propósitos enfrentados. Los hombres estaban discutiendo en árabe. Al parecer, uno de ellos había llevado a la mujer hasta allí y estaba ansioso por deshacerse de ella. El otro era un empleado del hotel, que, comprensiblemente, no quería saber nada del asunto.
—No puedes dejarla aquí sin más. ¿Qué le ha pasado? ¿Qué está diciendo?
—¿Cómo voy a saberlo? Unos estadounidenses vendrán a por ella dentro de poco. Que se ocupen ellos.
—Estupendo. ¿Y mientras tanto? Necesita cuidados. Mírala. ¿Qué le ocurre?
—No lo sé —el conductor se mostraba arisco. Estaba asustado—. Ella no es responsabilidad mía.
—¿Y lo es mía?
Ellos continuaron con la misma actitud mientras la mujer mostraba… otra bastante distinta.
—Devorando y devorando y rápido y enorme y cazando —decía, gritaba, en seráfico, y su voz sonaba triste y dulce y saturada de miedo, como un fado de otro mundo. Un lamento por lo que se ha perdido y jamás se recuperará que llegaba hasta el alma—. ¡Las bestias, las bestias, el cataclismo! Los cielos se mancharon y luego se ennegrecieron y nada pudo sujetarlos. Se resquebrajaron, pero no fue culpa nuestra. Nosotros fuimos los que abrimos las puertas, las luces en la oscuridad. ¡No sabíamos que sucedería! Fui una de los doce elegidos, pero caí completamente sola. Hay mapas en mí, pero estoy perdida, y hay cielos en mí, pero están muertos. Muertos y muertos y muertos para siempre, ¡oh, dioses estrella!
A Karou se le erizaron los pelos de la nuca. Akiva estaba a su lado.
—¿Qué le pasa? —preguntó ella—. ¿Sabes de qué está hablando?
—No.
—¿Es una serafina?
Akiva vaciló antes de responder otra vez que no.
—Es humana. No tiene fuego. Pero hay algo…
Karou lo sintió también y tampoco pudo definirlo. ¿Quién era aquella mujer? ¿Y cómo es que hablaba seráfico?
—¡Meliz está perdido! —gimió la chica y Karou sintió que el vello de los brazos se le ponía de punta—. Incluso Meliz, primero y último, Meliz eterno, Meliz ha sido devorado.
—¿Sabes quién es ese? —preguntó Karou a Akiva—. ¿Meliz?
—No.
—¿Qué está pasando aquí?
Karou se giró de golpe al escuchar la voz de Zuzana y contempló cómo avanzaba hacia el tumulto con su mejor expresión de hada rabiosa. Se dirigió directamente a los hombres, que bajaron la mirada hacia ella y parpadearon, probablemente tratando de conciliar el imperioso tono con la diminuta muchacha que había delante de ellos; al menos hasta que recibieron una sustanciosa dosis de su mirada de neek-neek. Dejaron de discutir.
—Está sangrando —dijo Zuzana en francés, que, dado el pasado colonial de Marruecos, era el idioma europeo más común allí, antes incluso que el inglés—. ¿Le has hecho tú esto?
Su voz insinuó un destello de ira, como un cuchillo a medio desenfundar, y ambos hombres proclamaron apresuradamente su inocencia.
Zuzana se mostró impasible.
—¿Qué pasa con vosotros, por qué os quedáis ahí parados? ¿Es que no veis que necesita ayuda?
No se les ocurrió ninguna respuesta adecuada y tampoco tuvieron tiempo de pensar en ninguna, porque Zuzana —con ayuda de Mik— ya se estaba ocupando de la joven. Cada uno por un codo, tiraron de ella para que se levantara, mientras los hombres miraban, silenciosos y humillados, cómo la arrastraban entre los dos. En ningún momento interrumpió su torrente en seráfico («He caído, sola, me he roto contra la roca y jamás volveré a estar entera…»), ni sus sorprendentes ojos mostraron indicio alguno de centrarse, pero sus pies se movieron y no protestó, ni tampoco los hombres, así que Zuzana y Mik se la llevaron.
Un par de horas después, cuando los estadounidenses con trajes oscuros acudieron en su busca, el empleado del hotel los condujo primero a la habitación de Eliza y luego —al encontrarla vacía de personas y objetos— a la de la pequeña fiera y su novio que habían pedido, entre los dos, la mitad de la comida de la cocina. Llamaron a la puerta pero no obtuvieron ninguna respuesta ni escucharon ningún sonido dentro y, cuando entraron, no se sorprendieron realmente al descubrir que los ocupantes se habían ido.
Nadie los había visto marcharse, ni siquiera los niños de la kasbah que estaban jugando en el patio, el único sitio por el que se podía acceder a la carretera.
Aunque pensándolo un poco… tampoco nadie los había visto llegar.
No dejaron nada, excepto platos completamente vacíos y varios pelos largos y azules en la ducha —una pista perfecta para los teóricos de la conspiración—, donde la mano de un ángel había acariciado la cabeza de un demonio mientras se entrelazaban en un largo —y largamente ansiado— abrazo.