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LA FELICIDAD TIENE QUE MARCHARSE A ALGÚN SITIO

Estaban muy cerca y la situación era absurda. Demasiado absurda, en realidad. A Karou se le estaba clavando el grifo de la ducha en la espalda, Akiva tenía las plumas de las alas pilladas con la puerta, y el ardid de Zuzana estaba claro. Era adorable pero embarazoso —extremadamente embarazoso—, y si su intención era inflamar algo, solo las mejillas de Karou reaccionaron. Se ruborizó. Había tan poco espacio… El volumen de sus alas obligaba a Akiva a inclinarse hacia ella y, por algún instinto exasperante, ambos obedecieron al impulso de mantener un mínimo hueco entre sus cuerpos.

Como desconocidos en un ascensor.

¿Y no eran desconocidos, en realidad? La fuerte atracción que existía entre ellos conducía al error de pensar que se conocían. Karou, que jamás había creído en aquellas cosas, estaba dispuesta a considerar que de algún modo sus almas se conocían —«Tu alma y la mía cantan la misma melodía», le había dicho Akiva una vez, y ella juraría que lo había sentido—, aunque ellos no. Tenían tanto que aprender… y ella claramente quería aprenderlo, pero ¿cómo se hacía eso en unos tiempos como aquellos? No podían sentarse en lo alto de una catedral a comer pan caliente y contemplar amaneceres.

No era tiempo para enamorarse.

—¿Estáis bien ahí dentro? —preguntó Virko. Habló en voz baja, aunque no en un susurro, así que Karou imaginó al empleado del hotel escuchándolo y preguntándose quién estaría escondido en el cuarto de baño. Tras lo cual, el escenario adquirió un nuevo nivel de absurdidad. En medio de todo lo que estaba sucediendo y bajo la enorme presión de la misión que tenían entre manos, se encontraban apretujados en un cuarto de baño, escondiéndose de un empleado de hotel.

—Sí —respondió Karou con la voz entrecortada, aunque era mentira. No se sentía en absoluto bien. Le pareció que decirlo así, de manera despreocupada, resultaba… simplista. Descuidado. Se arriesgó a echar un vistazo a Akiva, temerosa de que pudiera pensar que lo decía en serio. Oh, claro, estoy bien, y qué buen rato estamos pasando. ¿Y a ti cómo te va? Pero ver otra vez el dolor en sus ojos —y la ira— fue como un nuevo arañazo de angustia. Tuvo que apartar la mirada. Akiva, Akiva. En las cuevas, cuando sus ojos se habían encontrado por fin a través de la amplitud de la gran caverna —a través de todos los soldados de ambos bandos que los separaban, y del peso de su traicionera enemistad, a través de los secretos que ambos cargaban y las responsabilidades—, incluso a tanta distancia, su mirada había sido como un roce. No fue así en aquel momento. Con un mínimo hueco entre ellos y el encuentro de sus miradas fue como… arrepentimiento.

—Hijos de la tristeza —dijo Karou en alto. Bueno, lo susurró, y de nuevo alzó los ojos rápidamente hacia Akiva—. ¿Te acuerdas?

—¿Cómo iba a olvidarlo? —respondió Akiva con el corazón dolorido y la voz áspera.

Ella —Madrigal— le había contado aquella historia la noche que se enamoraron. Recordaba cada palabra y cada caricia de aquella noche, cada sonrisa y cada jadeo. Volver la vista atrás fue como mirar a través de un túnel oscuro —toda su vida desde entonces— hacia un espacio luminoso en el extremo más alejado donde los colores y los sentimientos estaban amplificados. Tuvo la sensación de que aquella noche fuera un lugar —el lugar— donde había guardado toda su felicidad, empaquetada y almacenada, como herramientas que no volvería a necesitar jamás.

—Me dijiste que era una historia espantosa —respondió ella.

Era la leyenda quimérica de cómo había surgido su pueblo y no era más que un mito de violación. Las quimeras habían nacido de las lágrimas de la Luna, y los serafines de la sangre del brutal Sol.

Es espantosa —contestó Akiva, detestándola más incluso que antes, teniendo en cuenta lo que Karou había soportado a manos de Thiago.

—Es cierto —coincidió Karou—. Igual que la vuestra —en el mito seráfico, las quimeras eran sombras que tomaban vida, forjadas por enormes monstruos devoradores de mundos que surcaban la oscuridad—. Pero el tono es el adecuado —añadió—. Ahora me siento ambas cosas: un ser de lágrimas y de sombra.

—Si la cosa va de mitos, entonces yo sería un ser de sangre.

—Y de luz —añadió ella con voz suave. Estaban casi cuchicheando, como si Virko no pudiera escuchar cada palabra, estando al otro lado de aquella división de cristal—. En vuestra leyenda, fuisteis más generosos con vosotros mismos que nosotros —continuó Karou—. Nosotros nos creamos de la tristeza. Vosotros os creasteis a imagen de vuestros dioses y con un noble propósito: aportar luz a los mundos.

—Pues hemos hecho un trabajo horrible —dijo él.

Karou sonrió ligeramente y dio aliento a una risa triste.

—Eso no voy a discutírtelo.

—La leyenda también dice que seremos enemigos hasta el fin del mundo —le recordó Akiva. Cuando él le había contado aquel relato, estaban entrelazados, desnudos y tiernos después del amor (su primera vez, la primera vez que hacían el amor) y el fin del mundo les parecía un mito igual que las lunas llorando.

Pero en aquel momento, Akiva casi pudo sentir cómo los aplastaba. Se parecía a la desesperanza. ¿En qué momento, se preguntó, no quedaba nada que salvar?

—Por eso creamos nuestro propio mito —dijo Karou.

Akiva lo recordó.

—Un paraíso a la espera de que lo encontráramos para llenarlo con nuestra felicidad. ¿Aún crees en ello?

No pretendió que sonara así: duro, como si no fuera más que la loca fantasía de unos amantes que acaban de conocerse, enredados el uno en los brazos del otro. Era a sí mismo a quien deseaba humillar por haber creído en ello, nada menos que hasta el día anterior, cuando Liraz le había acusado de estar «absorto en la felicidad». Su hermana tenía razón. Akiva había estado imaginando que se bañaba con Karou, ¿no? Que la abrazaba, con la espalda de ella contra su pecho, que la abrazaba simplemente y observaba cómo su pelo ondeaba en la superficie del agua.

Muy pronto, había pensado, será posible.

Aquella mañana, al alejarse volando de las cuevas, viendo cómo sus ejércitos se mezclaban y avanzaban juntos de manera natural, había imaginado mucho más que aquello. Un lugar que fuera de los dos. Una… una casa. Akiva jamás había tenido una casa, ni nada parecido. Barracones, tiendas de campamento y, antes de eso, una infancia demasiado breve en un harén. De hecho, se había permitido visualizar algo tan sencillo como si no fuera la mayor fantasía de todas. Una casa. Una alfombra, una mesa donde Karou y él podrían comer juntos, sillas. Los dos solos, y velas titilando, y podría tomar su mano a través de la mesa, solo para sostenérsela, y hablarían, y se descubrirían el uno al otro capa a capa. Y habría una puerta para dejar el mundo fuera y espacios para colocar cosas que serían suyas. Akiva apenas había sido capaz de imaginar qué cosas podrían ser. Nunca había tenido nada aparte de espadas. Decía mucho que, para completar su cuadro de vida doméstica, tuviera que echar mano de los objetos viejos y podridos de las cuevas de los kirin, donde mucho tiempo atrás su pueblo había destruido al de ella.

Bandejas y pipas, un peine, una tetera.

Y… una cama. Una cama y una manta para cubrirse, una manta que fuera de los dos. Había algo en aquel sencillo objeto que había cristalizado toda la esperanza y la vulnerabilidad de Akiva y le había animado a creer, de verdad, que después de la guerra podría ser… una persona. Aquella mañana, durante el vuelo, le había parecido casi al alcance de la mano.

No se había molestado en pensar dónde estaría la casa, o qué se vería al salir por la puerta, sin embargo, cuando la imaginaba ahora, aquello era lo único que veía: lo que había fuera del pequeño y tranquilo «paraíso» de su fantasía.

Cadáveres desparramados por todas partes.

—No hay paraíso —dijo Karou vacilante, y cerró brevemente los ojos, sonrojada. Akiva bajó la mirada y quedó atrapado en las pestañas de Karou, oscuras y temblorosas sobre la piel salpicada de azul que rodeaba sus ojos. Y cuando los abrió, él sintió la sacudida del contacto visual, vio el negro brillo de su mirada sin pupila, insondable, y encontró toda su ansiedad allí dentro, y un dolor que igualaba el suyo, pero también fuerza.

—Sé que no hay ningún paraíso esperándonos —continuó ella—. Pero la felicidad tiene que marcharse a algún sitio, ¿no? Creo que Eretz merece un poco y por eso… —sintió vergüenza. Aún mantenían el hueco entre los dos—. Pienso que deberíamos colocar la nuestra allí y no en un paraíso al azar que no la necesite realmente —vaciló, alzó la mirada hacia Akiva. Lo contempló largamente, derramándose a través de sus extraordinarios ojos. Para él. Para él—. ¿No crees?

—Felicidad —dijo él, y su voz sostuvo la palabra suavemente, con cierto tono de incredulidad, como si la felicidad fuera tan mítica como todos sus dioses y monstruos.

—No te rindas —susurró Karou—. No es malo alegrarse de estar vivo.

Se hizo el silencio, y Karou sintió cómo Akiva luchaba por encontrar las palabras.

—Sigo recibiendo segundas oportunidades —dijo— que no son mías exactamente.

Ella no respondió de inmediato. Conocía la culpa que Akiva cargaba sobre sus hombros. La magnitud del sacrificio de Liraz la sacudió hasta lo más profundo de su ser. Tras otra larga y profunda respiración, susurró, esperando que no fuera un error decir aquello:

—Era de Liraz y decidió regalártela —y sintió que era un regalo no solo para él, sino para ella misma.

Y, si Brimstone tenía razón en que la única esperanza era la propia esperanza y ellos dos eran algo así como la esperanza hecha realidad, entonces era un regalo también para Eretz.

—Tal vez —admitió Akiva—. Tú me aseguraste que los muertos no quieren ser vengados, y puede que sea así, a veces, pero cuando tú eres el que queda vivo…

—No sabemos si están… —le interrumpió Karou, sin embargo no pudo terminar la frase.

—La vida parece robada.

Recibida.

—Y la única respuesta que tiene sentido para el corazón es la venganza —concluyó él.

—Lo sé. Créeme. Pero estoy escondida en una ducha contigo, en vez de tratando de asesinarte, así que da la sensación de que el corazón puede cambiar de opinión.

Un esbozo de sonrisa. Algo era. Karou se la devolvió, no esbozada sino amplia, y recordó cada una de las hermosas sonrisas de Akiva, todas aquellas radiantes sonrisas perdidas, y se obligó a creer que no se habían terminado para siempre. Las personas se resquebrajan. No siempre se las puede curar. Pero aquella vez sí. Aquello sí.

—Esto no es el fin de la esperanza —dijo Karou—. No sabemos qué ha sido de los demás, pero aunque lo supiéramos, y aunque fuera lo peor… nosotros seguimos aquí, Akiva. Y no voy a rendirme mientras eso sea cierto —hablaba con seriedad. Con ardor, incluso, como si pudiera obligarlo a creerla.

Y tal vez funcionó.

Desde el principio —en Bullfinch, entre el humo y la niebla—, Akiva la había mirado siempre con cierto asombro, abriendo mucho los ojos para abarcarla por completo. Temeroso de parpadear y casi de respirar. Parte de aquel asombro regresó a él en aquel momento, y la rigidez y la implacabilidad de su ira sucumbieron. La expresión del rostro debe mucho a los músculos que rodean los ojos, y cuando Karou vio que la tensión desaparecía de aquella zona, la invadió un alivio que podría haberse considerado enormemente desproporcionado teniendo en cuenta el pequeño cambio que lo había desencadenado. O tal vez perfectamente proporcionado. No se trataba de algo insignificante. Ojalá fuera tan sencillo deshacerse del odio; solo relajando el rostro.

—Tienes razón —dijo Akiva—. Lo siento.

—No quiero que te disculpes. Quiero que estés… vivo.

Vivo. Con el corazón palpitando y la sangre fluyendo por las venas, sí, pero más que eso. Karou lo quería con brillo en los ojos. Con la mano en el corazón y diciendo «nosotros somos el principio».

—Lo estoy —afirmó él, y había vida en su voz, y promesa.

A Karou todavía la asaltaban recuerdos fugaces de Akiva a través de los ojos de Madrigal. En aquel cuerpo había sido más alta, de modo que la línea visual era distinta, pero aun así aquel instante la conectó directamente con un recuerdo: la primera vez en el bosque de réquiems, justo antes de su primer beso. El resplandor de su mirada y la inclinación de su cuerpo hacia ella fue lo que unió el entonces y el ahora, y el tiempo cerró un círculo que devolvió el corazón de Karou a su esencia.

Algunas cosas funcionan de manera sencilla. Los imanes, por ejemplo.

Apenas tuvo que moverse. No estaban en el bosque de réquiems y no se trataba de un beso. La mejilla de Karou estaba a la altura justa para dejarla descansar sobre el pecho de Akiva, y lo hizo, por fin, y el resto de su cuerpo siguió el buen ejemplo de la mejilla. El maldito hueco quedó cerrado. El corazón de Akiva golpeó su sien y sus brazos la rodearon para abrazarla; era cálido como el verano y Karou sintió el suspiro que lo recorrió por completo, relajándolo para que pudiera fundirse más con ella. Ella dejó escapar su propio suspiro de relajación y también se fundió con él. La sensación era estupenda. No más aire entre nosotros, pensó Karou, y no más vergüenza. Nada más que nos separe.

La sensación era estupenda.

Karou le rodeó con las manos para poder sujetarlo más cerca, con más fuerza. Con cada respiración inhalaba su calor y su esencia, recordados y redescubiertos, mientras recordaba y redescubría también su solidez, su presencia que, de algún modo, resultaba sorprendente, porque su aspecto era… sobrenatural. Elemental. El amor es un elemento, recordó Karou de mucho, mucho tiempo atrás, y sintió como si estuviera flotando. A la vista, Akiva era fuego y aire. Pero al tacto era real. Lo suficiente para aferrarse a él para siempre.

La mano de Akiva estaba recorriendo la longitud de su pelo, una y otra vez, y Karou sintió la presión de sus labios en lo alto de la cabeza, y no se sintió llena de deseo, sino de ternura y de una profunda gratitud por que él estuviera vivo y ella también. Por que la hubiera encontrado una vez… y otra. Y… por los dioses y el polvo de estrellas… de nuevo. Ojalá fuera la última vez que necesitara acudir en su busca.

Te lo pondré fácil, pensó Karou con el rostro apretado contra el corazón de Akiva. Me quedaré justo aquí.

Casi como si la hubiera escuchado —y estuviera de acuerdo— él apretó los brazos en torno a ella.

Cuando Zuzana abrió la puerta del cuarto de baño y exclamó: «¡La sopa está en la mesa!», ellos se soltaron lentamente y compartieron una mirada de… gratitud, promesa y comunión. Se había roto una barrera. No con un beso (eso no, aún no), pero con un abrazo al menos. Se pertenecían para abrazarse. Karou se llevó el calor de Akiva en el cuerpo mientras salía de la ducha. Vio el reflejo de los dos en el espejo, enmarcados juntos, y pensó: «Sí. Así está bien».

Intercambiaron una última mirada en el espejo —dulce, alegre y pura, aunque en absoluto libre de pena y dolor— y siguieron a Virko hacia el dormitorio, donde una impresionante abundancia de comida les esperaba extendida en el suelo como la merienda al aire libre de un sultán.

Comieron. Karou y Akiva se mantuvieron a una distancia que les permitía rozarse con facilidad; Zuzana se dio cuenta y alzó una ceja con aprobación y una ligerísima petulancia.

Habían empezado a dar cuenta del surtido de platos cuando escucharon los gritos que llegaban del exterior.

Se escuchó el sonido de unas puertas de coche cerrándose de golpe y dos voces masculinas que competían entre ellas, con enfado. Podría haber sido cualquier cosa —una simple pelea privada— y no tendría por qué haberlos empujado a levantarse de golpe —a los cinco; Akiva el primero— para dirigirse en tropel hacia la ventana. Fue la tercera voz lo que provocó aquello. Era femenina, melódica y sonaba angustiada. Estaba atrapada en la virulencia de las otras dos como un pájaro en una red.

Y estaba hablando en seráfico.