EL JUEGO DEL QUIÉN ES QUIÉN
Akiva no lo pasó por alto. Vio los dedos de Karou rozando su corazón mientras apartaba la mirada, y en aquel instante todo mereció la pena. El riesgo, el nudo en las entrañas por obligarse a hablar con el Lobo, incluso la furiosa incredulidad de Liraz, a su lado.
—Estás loco —le dijo ella en voz baja—. ¿Yo también tengo un ejército? Tú no tienes un ejército, Akiva. Formas parte de uno. Que es diferente.
—Lo sé —respondió Akiva. A él no le correspondía hacer tal ofrecimiento. Sus hermanos Ilegítimos los estaban esperando en las cuevas de los kirin; aquello era cierto. Habían nacido para ser armas. No hijos e hijas, ni siquiera hombres y mujeres, simplemente armas. Pues bien, ahora eran armas blandiéndose a sí mismas, y aunque se hubieran unido a Akiva para enfrentarse al Imperio, aquel acuerdo no incluía una alianza con su mortal enemigo.
—Los convenceré —aseguró Akiva, y en su euforia (Karou se había llevado la mano al corazón) creyó que lo haría.
—Empieza conmigo —siseó su hermana—. Vinimos aquí a advertirlos, no a unirnos a ellos.
Akiva sabía que si era capaz de persuadir a Liraz, los demás irían detrás. Ignoraba cómo se suponía que iba a conseguirlo, y el acercamiento del Lobo Blanco frustró su intento.
Flanqueado por su lugarteniente lobuna, se aproximó a grandes zancadas, y la euforia de Akiva se marchitó. Recordó la primera vez que había visto al Lobo. Había sido en Bath Kol, en la ofensiva de la Sombra, cuando él era un simple soldado inexperto, recién salido del campo de entrenamiento. Había visto al general quimérico luchar, y aquella imagen había forjado su odio hacia las bestias más que cualquier propaganda que le hubieran inculcado. Con una espada en una mano y un hacha en la otra, Thiago había surcado hileras de ángeles, desgarrando gargantas con sus dientes como si fuera algo instintivo. Como si estuviera hambriento.
El recuerdo le provocó náuseas. Todo lo relacionado con Thiago le provocaba náuseas, y en particular los arañazos de su cara, que sin duda se los había hecho Karou para defenderse. Cuando el general se detuvo frente a él, lo único que Akiva pudo hacer fue evitar golpearle la cara y tirarlo al suelo. Bastaría con atravesarle el corazón con la espada; el mismo destino que había sufrido Joram, y podrían conseguir su nuevo comienzo, todos ellos, libres de los señores de la muerte que habían dirigido a sus pueblos uno contra el otro durante tanto tiempo.
Pero no podía hacerlo.
Karou volvió la mirada una vez desde la ladera, con preocupación en su dulce rostro —aún deformado por un acto de violencia que se había negado a revelarle—, y luego se alejó y quedaron solamente Thiago y Ten frente a Akiva y Liraz, el sol ardiente en lo alto, el cielo azul, el suelo parduzco.
—Bueno —dijo Thiago—, tal vez podamos hablar sin público.
—Creo recordar que a ti te gusta tener espectadores —respondió Akiva, con los recuerdos de su tortura más vívidos que nunca. La forma en la que Thiago le había maltratado había sido teatral: el Lobo Blanco, protagonista de su sangriento espectáculo.
Una arruga de confusión se insinuó en el ceño de Thiago, pero se desvaneció.
—Dejemos atrás el pasado, ¿quieres? El presente nos ofrece más que suficiente para hablar, y luego, por supuesto, está el futuro.
Tú no estarás en ese futuro, pensó Akiva. Resultaba demasiado perverso imaginar que, si de algún modo aquel sueño imposible se lograba, el Lobo Blanco sobreviviera hasta su consecución y continuara en él, todavía blanco, todavía petulante y todavía a la puerta de Karou después de pelear y ganarlo todo.
Pero no. Su actitud estaba mal. Akiva apretó la mandíbula y la relajó. Karou no era un premio que ganar; aquella no era la razón por la que él se encontraba allí. Karou era una mujer y elegiría su propia vida. Él estaba allí para hacer lo que pudiera, cualquier cosa que pudiera, para que ella tuviera una vida que elegir, algún día. A quién y qué incluiría en esa vida era asunto suyo. Así que apretó los dientes y respondió:
—Entonces, hablemos del presente.
—Al venir aquí, me has puesto en una situación difícil —dijo el Lobo—. Mis soldados esperan que te mate. Lo que necesito es una razón para no hacerlo.
Aquello exasperó a Liraz.
—¿Crees que podrías matarnos? —preguntó—. Inténtalo, Lobo.
Thiago desvió su atención hacia ella, sin perder la calma.
—No nos han presentado.
—Tú sabes quién soy yo y yo sé quién eres tú, y con eso basta.
La típica aspereza de Liraz.
—Como prefieras —respondió Thiago.
—De todas maneras, todos parecéis iguales —intervino Ten, arrastrando las palabras.
—Bueno —continuó Liraz—, tal vez eso os complique un poco el juego del quién es quién.
—¿Qué juego es ese? —preguntó Ten.
No, Lir, pensó Akiva. En vano.
—Uno en el que tratamos de averiguar quién de nosotros mató a quién de vosotros en cuerpos anteriores. Estoy segura de que alguno debe de recordarme —Liraz alzó las manos para mostrar su recuento de víctimas; Akiva le agarró la que tenía más cerca, cerró su propio puño tatuado sobre ella y se la bajó de nuevo.
—No alardees de eso aquí —le advirtió Akiva. ¿Qué le pasa? ¿Es que quería que aquello degenerara en una matanza? Independientemente de lo que «aquello», una leve y casi inimaginable interrupción en las hostilidades, fuera.
Ten gruñó una carcajada cuando Akiva empujó la mano de su hermana de nuevo hacia su costado.
—No te preocupes, Terror de las Bestias. No es exactamente un secreto. Yo recuerdo a cada uno de los ángeles que me ha matado, y aun así aquí estoy, hablando contigo. ¿Se puede decir lo mismo de los muchos ángeles que yo he exterminado? ¿Dónde están ahora todos los serafines muertos? ¿Dónde está tu hermano?
Liraz se encogió de dolor. Akiva sintió aquellas palabras como un puñetazo en una herida —el fantasma de Hazael se levantó con indiferencia, con saña— y cuando el calor aumentó a su alrededor, supo que no se trataba únicamente de la ira de su hermana, sino de la suya propia.
De aquel modo se restauraba el orden natural: la hostilidad.
O… no.
—Pero a tu hermano no lo asesinó una quimera —intervino Thiago—. Fue Jael. De modo que regresamos al asunto en cuestión —Akiva se sintió observado por los pálidos ojos de su enemigo. No había ni rastro de burla en ellos, ningún sutil gruñido, y nada del frío regocijo con el que habían contemplado a Akiva en la cámara de tortura todos aquellos años atrás. Mostraban solo una extraña intensidad—. No tengo ninguna duda de que somos todos unos consumados asesinos —añadió con suavidad—. Pero creía que estábamos aquí por una razón distinta.
Lo primero que Akiva sintió fue vergüenza —¿Thiago dándole una lección de serenidad?—, y lo siguiente, indignación.
—Sí. Y no era discutir si seguíamos con vida. ¿Necesitas una razón para no matarnos? A ver qué te parece esta: ¿tenéis un lugar mejor al que ir?
—No. No lo tenemos —simple. Honesto—. Y por eso te estoy escuchando. Después de todo, esto fue idea tuya.
Sí, así era. Su loca idea de hacerle un ofrecimiento de paz al Lobo Blanco. Ahora que se encontraba cara a cara con él, y que Karou no estaba presente, se daba cuenta de lo absurdo que era. Le había cegado la desesperación por permanecer cerca de ella, por no perderla en la inmensidad de Eretz, para siempre como enemigos. Así que había lanzado aquella propuesta, y solo entonces, con retraso, se daba cuenta de lo extraño que resultaba que el Lobo la estuviera considerando.
¿Realmente estaba el Lobo buscando una razón para no matarlo?
Tal afirmación le había parecido una agresión, una provocación. Pero ¿podría tratarse de franqueza? ¿Sería verdad que deseaba la tregua pero necesitaba justificarla ante sus soldados?
—Los Ilegítimos se han replegado a un lugar seguro —empezó Akiva—. El Imperio nos considera unos traidores. Yo soy un parricida y un regicida, y mi culpa nos mancha a todos —Akiva sopesó lo que pensaba decir a continuación—. Si realmente pretendes considerar mi…
—No tengo intención de tenderte una trampa —le interrumpió Thiago—. Te doy mi palabra.
—Tu palabra —exclamó Liraz, aderezando sus palabras con una ligera sonrisa—. Tendrás que esforzarte un poco, Lobo. No tenemos ninguna razón para confiar en ti.
—Yo no diría tanto. Estáis vivos, ¿verdad? No os pido que me lo agradezcáis, pero espero que quede claro que no se trata de una casualidad. Acudisteis a nosotros medio muertos. Si hubiera querido rematar el trabajo, lo habría hecho.
Aquello era indiscutible. Sin duda alguna, Thiago les había perdonado la vida. Les había dejado escapar.
¿Por qué?
¿Por Karou? ¿Había implorado ella por sus vidas? ¿Había…
…negociado para que los dejara libres?
Akiva alzó la vista hacia la ladera por la que Karou había desaparecido. Estaba de pie en el arco de entrada a la kasbah, observándolos, demasiado lejos para interpretar lo que estaba sucediendo. Akiva se volvió hacia Thiago y descubrió que su expresión continuaba libre de crueldad, de hipocresía, e incluso de su habitual frialdad. Tenía los ojos bien abiertos, no con los párpados caídos, de manera arrogante o desdeñosa. El cambio era apreciable. ¿A qué se debía?
Se le ocurrió una explicación, y le pareció insoportable. En la cámara de tortura, la rabia de Thiago había sido la de un competidor: un competidor derrotado. Bajo el ancestral odio entre sus razas ardía la ira privada de un macho alfa hacia un rival. La humillación del que no había sido elegido. La venganza por el amor de Madrigal hacia Akiva.
Pero todo aquello había desaparecido, igual que las razones que lo habían provocado. Akiva ya no era su rival, ya no suponía una amenaza. Porque en aquella ocasión, Karou había hecho una elección distinta.
En cuanto aquella idea asaltó a Akiva, la ausencia de maldad en Thiago surgió como firme prueba de ello. El Lobo Blanco estaba tan seguro de su posición que no necesitaba matar a Akiva. Karou, oh, dioses estrella. Karou.
Si no fuera por la sangrienta historia que ambos compartían, si Akiva no supiera lo que Thiago ocultaba realmente en su corazón, le parecería una unión lógica: el general y la resucitadora, señor y señora de la última esperanza de las quimeras. Pero sabía cómo era Thiago en realidad, igual que Karou.
La violencia de Thiago tampoco era cosa del pasado. La mirada baja de Karou, su trémula incertidumbre. Moratones, arañazos. Y aun así, la criatura que se encontraba en aquel momento frente a Akiva parecía la mejor versión del Lobo Blanco: inteligente, poderoso y sensato. Un digno aliado. Al mirarlo, Akiva no supo qué esperar de él. Si Thiago era aquel, entonces la alianza tenía alguna posibilidad, y Akiva podría permanecer en la vida de Karou, aunque solo fuera al margen. Al menos podría verla, y saber que se encontraba bien. Podría expiar sus pecados y que ella lo supiera. Por no mencionar que, tal vez, tuvieran la oportunidad de detener a Jael.
Por otro lado, si Thiago era aquel —inteligente, poderoso y sensato— y trabajaba hombro con hombro con Karou para moldear el destino de su pueblo, ¿qué papel le quedaba a Akiva en todo aquello? Y, sobre todo, ¿podría soportar estar cerca y verlo?
—Y hay algo más —añadió Thiago—. Estoy en deuda contigo. Creo que tengo que agradecerte el haberme devuelto las almas de algunos de los míos.
Akiva entrecerró los ojos.
—No sé de qué estás hablando —contestó.
—En las Tierras Postreras. Interviniste cuando un soldado quimérico estaba siendo torturado. Escapó y regresó con las almas de sus compañeros.
Ah. El kirin. Pero ¿cómo sabía que aquello había sido obra de Akiva? Había permanecido oculto. Él solo había reunido a los pájaros, todos los que había en kilómetros a la redonda. Por eso sacudió la cabeza, dispuesto a negarlo.
Pero Liraz le sorprendió.
—¿Dónde está? —preguntó su hermana a Thiago—. No lo he visto con los demás.
¿Lo había buscado? Akiva lanzó un rápido vistazo a Liraz. Thiago le dedicó algo más que una breve mirada. Sus ojos se agudizaron y se quedaron fijos en ella.
—Murió —respondió después de una pausa.
Muerto. El joven kirin, el último de la tribu de Madrigal. Liraz no dijo nada.
—Me apena oírlo —contestó Akiva.
La mirada de Thiago regresó a Akiva.
—Pero gracias a ti, sus compañeros vivirán de nuevo. Y para retomar nuestro propósito, ¿su torturador no fue el mismo ángel al que debemos enfrentarnos ahora?
Akiva asintió con la cabeza.
—Jael. Capitán de los Dominantes. Actual emperador. Mientras nosotros permanecemos aquí sin hacer nada, él está reuniendo apoyos, y aunque tu palabra no signifique nada para mí, confiaré en algo: en que desearías detenerlo. Así que, si crees que tus soldados son capaces de distinguir a un ángel de otro lo suficiente como para enfrentarse a los Dominantes al lado de los Ilegítimos, uníos a nosotros, y veremos qué sucede.
Liraz añadió fríamente, dirigiéndose a Ten:
—Nosotros vamos de negro y ellos de blanco. Por si eso ayuda.
—El sabor es el mismo —fue la lacónica respuesta de la loba.
—Ten, por favor —exclamó Thiago con tono de advertencia, y luego, añadió para Akiva—. Sí, lo veremos —asintió con la cabeza a modo de promesa, manteniendo los ojos fijos en los de Akiva; la sensatez continuaba allí, la crueldad seguía ausente, pero aun así Akiva no pudo evitar recordarlo destrozando gargantas, y se sintió al borde del abismo de una nefasta decisión.
Soldados resucitados e Ilegítimos juntos. En el mejor de los casos, sería lamentable. En el peor, devastador.
Pero, a pesar de sus recelos, tuvo la sensación de que un resplandor le estuviera haciendo señas: el futuro, repleto de luz, que lo llamaba para que avanzara hacia él. Sin promesas, solo con esperanza. Y no se trataba únicamente de la esperanza despertada por el sutil gesto de Karou. Al menos, no lo creía. Akiva pensó que aquello era lo que tenía que hacer, y que no se trataba de algo estúpido, sino audaz.
El tiempo lo diría.