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UNA OFERTA DE PATROCINIO

«Paciencia, paciencia».

Aquello le había aconsejado Razgut a Jael medio día antes. Paciencia. Aunque él mismo hubiera sentido el pinchazo de la impaciencia. En aquel momento, transcurridos dos días enteros desde su llegada, se parecía más a una puñalada. Había despreciado a Jael por sus expectativas pero, en secreto, estaba empezando a preocuparse.

¿Dónde estaban todas aquellas ofertas de patrocinio? ¿Había calculado mal? Aquel plan era exclusivamente idea suya. Solo tenéis que llegar cubierto de esplendor, había asegurado, y se pegarán por daros lo que queréis. Oh, no los presidentes, ni los primeros ministros, ni siquiera el Papa. Ellos extenderían las alfombras rojas, sí. No faltarían las reverencias y las disputas, pero los que mandaban tendrían que actuar con cautela en lo referente a armar a una misteriosa legión. Habría escrutinio. Vigilancia.

Comisiones.

Oh, mandadme un tirano carnicero y medio loco, pensó Razgut, desesperado. ¡Pero salvadme de las comisiones!

Pero mientras los presidentes, primeros ministros y papas se mantenían ocupados, las corrientes más rápidas y oscuras de la voluntad del mundo deberían de haberse puesto ya en marcha. Grupos privados, locos, perseguidores del fuego del infierno, adoradores del apocalipsis. Tendrían que estar haciendo cola, enviando ofertas, pagando sobornos, contactando con los ángeles a cualquier precio. ¡Elegidnos a nosotros! ¡Elegidnos a nosotros primero! ¡Abrasad el mundo, despellejad a los pecadores, pero llevadnos con vosotros!

El mundo estaba plagado de ellos incluso en un día normal, así que ¿dónde estaban? ¿Había juzgado mal Razgut la historia de amor de la humanidad con el fin del mundo? ¿Sería posible que aquella puesta en escena no tuviera un final tan sencillo como había imaginado?

Jael había estado de un humor de perros, caminando de un lado a otro por la suite de las magníficas estancias papales, alternado las maldiciones con el silencio glacial. Las maldiciones las había lanzado en voz baja, eso había que reconocérselo, evitando hacer nada «no angelical» que pudiera alborotar las plumas, por así decirlo, de sus píos anfitriones. Representó su papel siempre que fue requerido: la pose diplomática, el deleite, el asombro. La Iglesia católica parecía determinada a equiparar una puesta en escena con otra y, sin duda, su colección de vestimentas le aseguraba el éxito. Como Razgut tuviera que soportar otra ceremonia más aferrado a la espalda de Jael y escuchando a un anciano con un elaborado traje hablar monótonamente en latín, gritaría.

Gritaría y se dejaría ver, solo para animar un poco las cosas.

De modo que cuando vio el curioso y timorato baile que estaba realizando en la puerta uno de los sirvientes del Palacio Papal, lo contempló con un retortijón de… esperanza.

Un paso adelante, un paso atrás, los brazos arriba y abajo, como un pollo. Aquel hombre era uno de los pocos a los que se permitía acceder a las estancias de Jael y atender sus necesidades y, hasta ese momento, había mantenido los ojos fijos en el suelo ante su «sagrada» presencia. Razgut había pensado en varias ocasiones que probablemente podría romper el hechizo de invisibilidad y nadie se daría cuenta; tal era el nivel de discreción que mostraban los sirvientes. Eran casi fantasmas, aunque la idea de una vida después de la muerte así descompuso a Razgut.

O tal vez fuera la ingente producción de las cocinas del Palacio Papal lo que le estaba sentando mal.

No se había regalado una comida tan rica y abundante en muchos siglos, y encontró interesante que el malestar de sus sobrecargados intestinos no le hubiera inducido aún a reducir la ingesta. Tal vez lo hiciera pronto.

O tal vez no.

El sirviente se aclaró la garganta. Casi se podían oír los latidos de su corazón desde el otro lado de la habitación. Los guardias Dominantes permanecieron inmóviles como estatuas, y Jael estaba en su cámara privada, descansando. Razgut consideró hablar. ¿Escuchar una voz incorpórea sería lo más extraño que le ocurriera a aquel hombre en todo el día? Pero no tuvo que hacerlo. El sirviente logró reunir algo de fuerza de voluntad y avanzó de manera afectada, sacó un sobre del bolsillo de su almidonado e inmaculado abrigo y lo dejó en el suelo.

Un sobre.

El campo de visión de Razgut se redujo al sobre. Sabía lo que debía de ser, y su esperanza aumentó.

Por fin.

No obstante, dejó pasar un minuto —el sirviente se marchó, Jael fue avisado y Razgut se tornó visible, estirado sobre la mesa de tentempiés con el sobre en la mano— y no dejó traslucir ni un ápice de su profundo alivio y curiosidad. Solo separó una loncha de jamón fina como el papel de sus compañeras y se aseguró de demostrar su deleite de forma audible.

—Bueno, ¿qué dice?

Jael estaba impaciente. Jael se mostró arrogante. Jael estaba a su merced, pensó Razgut.

—No lo sé —respondió con desinterés y casi sinceramente. Aún no lo había abierto—. Probablemente sea la carta de un admirador. Posiblemente una invitación a un bautizo. O una proposición de matrimonio.

—Léemela —le ordenó Jael.

Razgut hizo una pausa, como si estuviera pensando qué responder, y se tiró un pedo. Entrecerró los ojos y apretó. La recompensa fue pequeña en resonancia pero grandiosa en aroma, y al emperador no le hizo gracia. La cicatriz se le puso blanquecina como siempre que se sentía extremadamente incómodo, y habló con los dientes apretados, lo que ayudó a contener las salpicaduras de baba.

—Léemela —repitió en voz muy baja, y Razgut consideró que estaba a un paso de recibir una paliza. Si hacía lo que le pedían, tal vez se evitara algo de dolor.

«Facilítame las cosas», había dicho Jael, «y yo te las facilitaré a ti».

Pero ¿qué diversión había en lo fácil? Razgut se metió tanto jamón en la boca como pudo mientras aún tenía posibilidad, y Jael, al ver lo que pretendía, ordenó la paliza con un ligero gesto de cabeza.

Ambos sabían que no daría ningún resultado. Simplemente era su rutina.

Así que la paliza fue dada y recibida y, luego, mientras las nuevas heridas de Razgut supuraban un líquido que no llegaba a ser sangre sobre los delicados cojines de una silla con quinientos años de antigüedad, Jael lo intentó de nuevo.

—Cuando lleguemos a las Islas Lejanas —dijo— y los stelian yazcan en las calles hechos pedazos, pero antes de que los hayamos aplastado por completo, podría hacerles una petición. Al final, todo el mundo se humilla —la sonrisa de Razgut era diabólica. Tal vez, pensó, hasta que estés ante los stelian, aunque no desengañó al emperador de sus fantasías—. Si —continuó Jael, luchando visiblemente por mantener un semblante elegante, una máscara que le quedaba fatal— si… alguien… se esforzara todo lo que pudiera por mostrarse servicial de ahora en adelante, tal vez me dejara persuadir de hacer esa petición en su nombre. Apuesto a que entre las artes stelian se incluye la de… arreglarte.

—¿Qué? —Razgut se enderezó a rastras y se llevó las manos a las mejillas en una perfecta imitación de una reina de belleza que escuchara pronunciar su nombre como ganadora de un certamen—. ¿Yo? ¿De verdad?

Jael no era tan estúpido como para no darse cuenta de que se estaba burlando de él, ni tampoco tan estúpido como para demostrar su frustración ante el caído.

—Oh, lo siento. Pensé que te interesaría.

Y podría haberle interesado, excepto por una cuestión fundamental. Bueno, dos cuestiones fundamentales, aunque la que realmente importaba era la primera: Jael estaba mintiendo. Pero incluso si no hubiera sido así, los stelian jamás satisfarían la petición de un enemigo. Razgut los recordaba de otros tiempos, y no eran oponentes que debieran tomarse a la ligera. Si en alguna ocasión se sintieran derrotados —algo difícil de imaginar, aunque solo fuera porque jamás había sucedido—, preferirían autoinmolarse a rendirse.

—No es lo que yo pediría —dijo Razgut.

—¿Entonces, qué?

Cuando Razgut había intercambiado con la belleza azul el modo de regresar a Eretz, su deseo había sido sencillo. ¿Volar? Sí, eso era una parte. Estar completo otra vez. No resultaba tan fácil, porque le habían destrozado más que las alas y las piernas, y sabía que, en los aspectos más importantes, su situación era irremediable. Pero su verdadero deseo, el fundamento de su alma, era simple.

—Quiero volver a casa —dijo. Su voz surgió desnuda de burla, de sarcasmo y del habitual y asqueroso deleite. Incluso a sus propios oídos, sonó como la de un niño.

Jael lo miró fijamente, inexpresivo.

—Eso es fácil —respondió y, por aquello, más que por cualquier cosa que Jael le hubiera dicho o hecho, Razgut deseó partirle el cuello. El vacío de su interior era tan inmenso, su peso tan abrumador que, en ocasiones, le cortaba la respiración recordar que Jael lo desconocía por completo. Nadie lo conocía.

—No es tan fácil —dijo. Si había una cosa que Razgut Tres Veces Caído sabía sin sombra de duda era lo siguiente: que jamás podría regresar a casa.

Más por ocultar su propia aflicción que por dejar de torturar al emperador, desdobló la carta. ¿Qué dice?, se preguntó. ¿De quién es? ¿Qué ofrece?

¿Se acerca el momento?

Era un pensamiento agridulce. Razgut tenía claro que Jael lo mataría en cuanto dejara de necesitarlo y la vida, incluso en su versión más precaria, es adictiva. Con una irritante precisión y los movimientos más lentos que sus temblorosos dedos le permitían, el ángel exiliado representó el espectáculo de alisar las páginas.

Letra confiada, observó, tinta sobre buen papel, en latín. Y entonces, por fin, le leyó a Jael la primera oferta de patrocinio.