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HAMBRIENTA

En Tamnougalt no servían patatas fritas y tampoco tenían chocolate —excepto en forma líquida, y el chocolate caliente no iba a servir en aquel momento—, algo que Zuzana consideró una evidente violación de las leyes de la hospitalidad. Pero aunque Zuzana se hubiera recuperado lo suficiente para que se le antojaran aquellas cosas, no fue tanto como para quejarse por ellas.

Nunca me recuperaré, pensó de mal humor, sentada a la sombra en la terraza de la azotea de aquella nueva kasbah. Bueno, obviamente no era nueva. Nueva para ella. Era extraño ver gente paseando tranquilamente con sus frescas babuchas de cuero por aquel lugar que le recordaba tanto al «castillo de los monstruos». Bastaba con añadir unos toques hogareños, como tambores bereberes, unos cuantos cojines grandes repartidos por las alfombras polvorientas, gruesas velas con goterones de cera de años para mejorarlo. Ah, y electricidad y agua corriente. Civilización, más o menos.

Aunque Zuzana dudaba de que ninguna agua corriente pudiera competir jamás en encanto con las piscinas termales de las cuevas de los kirin. Cuando Karou los había dejado allí solos, Mik y ella habían empezado a fantasear con llevar gente a las cuevas desde la Tierra para «tomar las aguas medicinales», pero no turistas ricos y aventureros, sino personas que lo necesitaran y lo merecieran. Serían trasladados a lomos de cazadores de tormentas y dormirían sobre pieles limpias en las antiguas viviendas familiares. Velas y música del viento, un banquete bajo las estalactitas de la gran caverna. Imaginaron lo que sería ofrecer aquella experiencia a alguien. ¡Y Zuzana ni siquiera era una persona sociable! Se le tenía que estar pegando el carácter bondadoso de Mik, quisiera o no.

De momento, tenían la terraza de la azotea para ellos. Los otros estaban en la habitación, escondidos, durmiendo y buscando información. Mik y Zuzana se habían ofrecido a conseguir comida, así que allí estaban, con las cartas abiertas sobre unos manteles de plástico.

No habían intercambiado ni una sola palabra sobre la batalla. ¿Qué podían decir? Oye, Virko partió a aquel ángel por la mitad, ¿no? Como un pollo cocinado a fuego lento, con la carne a punto de despegarse del hueso. Zuzana no quería hablar de ello y no quería hablar de las otras cosas que había presenciado mientras escapaban, ni comparar datos y descubrir si Mik las había visto también. De ser así, se volverían más reales. Como ver a Uthem, cuyo collar de resucitado había enfilado ella misma, atacado por media docena de Dominantes. Y a Rua, el dashnag que había transportado a Issa a través del portal. ¿Cuántos más?

—¿Sabes qué? —dijo Zuzana. Mik alzó los ojos con gesto inquisitivo—. Voy a quejarme. ¿Para qué molestarse en vivir si no puedes quejarte por la ausencia de chocolate? ¿Qué tipo de vida sería esa?

—Una muy mediocre —respondió Mik—. Pero ¿qué ausencia de chocolate? ¿Qué tiene esto de malo? —estaba señalando la carta.

—Será mejor que no te burles de mí.

—Jamás bromearía con el chocolate —aseguró él con la mano en el corazón—. Mira. Te falta una página.

Era cierto. Allí estaba, en blanco y negro sobre la carta de Mik, escrito, como todos los platos, en cinco idiomas, como si chocolate no fuera algo que se entendiera universalmente:

gâteau au chocolat

torta di cioccolato

pastel de chocolate

schokoladenkuchen

chocolate cake

Pero entonces llegó el camarero para tomar nota y Zuzana dijo:

—Queremos la tarta de chocolate lo primero, y nos la comeremos mientras preparan el resto, así que tráigala ya, ¿vale? —y el hombre contestó, con una muestra de pesar que Zuzana consideró totalmente inadecuada, que se les había terminado.

… Ruido blanco…

Fue en aquel momento cuando Zuzana percibió la naturaleza de su cambio interior como una certeza, porque aquello no supuso el fin del mundo. Las líneas de su contexto habían sido redibujadas, y la que correspondía al fin del mundo había sido trasladada mucho más atrás.

—Bueno, es una decepción —dijo—. Pero supongo que sobreviviré.

Mik alzó las cejas.

Pidieron y le dijeron al camarero que llevara la comida directamente a la habitación: y el camarero comprobó tres veces la cantidad de kebabs y tagines, panes de pita y tortillas, fruta y yogur.

—Pero es suficiente para… veinte personas —recalcó varias veces.

Zuzana lo miró sin alterarse.

—Estoy realmente hambrienta.

Eliza ya no se reía. Ahora… hablaba. O algo así.

El conductor iba pegado al teléfono, gritando por encima de la voz de Eliza mientras aceleraba por la larga y recta carretera.

—¡Le pasa algo! —vociferó—. ¡No lo sé! ¿La oye?

Al doblar el brazo hacia atrás para acercar el teléfono a la disparatada verborrea de la joven, el hombre soltó ligeramente el volante y el coche se desvió hacia la cuneta y regresó al carril con un chirrido de neumáticos.

Eliza iba sentada en el asiento trasero tiesa como un palo, con los ojos vidriosos y fijos, hablando sin cesar. El conductor no sabía de qué idioma se trataba. No era árabe, ni francés, ni inglés, y también hubiera reconocido el alemán, el español o el italiano de escucharlos. Era algo distinto e indescriptiblemente extraño. Sonaba aflautado y susurrante, parecido al viento, y aquella muchacha, rígida por el efecto de algún… ataque…, lo estaba parloteando como si estuviera poseída, agitando las manos una y otra vez con extraños gestos subacuáticos.

—¿Lo oye? —gritó el conductor—. ¿Qué debería hacer con ella?

Pasaba los ojos sin parar de la carretera al reflejo de la chica en el espejo retrovisor, y echó… tres, cuatro, cinco de aquellos rápidos vistazos arriba y abajo antes de girar por fin la cabeza con incredulidad para confirmar que realmente era cierto lo que estaba viendo en el espejo.

Eliza movía ligeramente las manos en el aire, arriba y abajo, como si estuviera flotando.

Porque estaba flotando.

El conductor frenó de golpe.

Eliza salió despedida hacia los asientos delanteros y se desplomó en el suelo. Su voz se desvaneció y el coche derrapó, cayó a la cuneta con un violento giro que hizo rebotar el cuerpo inerte de Eliza entre los asientos durante un buen rato, mientras el conductor trataba de devolver el vehículo a la carretera. Lo consiguió por fin, gritó hasta detenerse y salió de un salto hacia la nube de polvo que había formado para abrir de un tirón la puerta de Eliza.

Estaba inconsciente. El hombre le movió la pierna, aterrorizado.

—¡Señorita! ¡Señorita!

Él era solo un conductor. No sabía qué hacer con las locas, aquello le superaba y ahora tal vez la hubiera matado…

Eliza se movió.

Alhamdulillah —exclamó él. Gracias a Dios.

Pero su alabanza duró poco. En cuanto Eliza se enderezó —le salía sangre de la nariz, llamativa y escurridiza, que corría por su boca y le llegaba a la barbilla—, volvió de nuevo a murmurar aquellos disparates sobrenaturales, cuyo sonido, aseguraría más tarde el conductor, le desgarraban el alma.

—Roma —anunció Karou en cuanto Zuzana y Mik regresaron a la habitación—. Los ángeles están en la Ciudad del Vaticano.

—Bueno, tiene sentido —contestó Zuzana sin dar voz a su primer pensamiento, que tenía que ver con la feliz prevalencia del chocolate en Italia—. ¿Y se han hecho ya con algún arma?

—No —dijo Karou, aunque parecía preocupada. Bueno, preocupada era una de las cosas que parecía. Además de abrumada, agotada, desmoralizada y… sola. Tenía de nuevo aquella postura de «perdida», con los hombros encorvados y la cabeza gacha, y a Zuzana no le pasó desapercibido que le estaba dando la espalda a Akiva.

—Los embajadores, secretarios de Estado y demás han estado discutiendo hasta la extenuación —les explicó Karou—. Algunos a favor de armar a los ángeles y otros en contra. Al parecer, Jael no ha causado la mejor impresión. Aun así, hay grupos privados haciendo cola para prometerle su apoyo y sus arsenales. Están tratando de conseguir acceso para realizar sus ofertas, pero hasta el momento les ha sido denegado, al menos oficialmente. Quién sabe si habrán sobornado a alguien del Vaticano para contactar con él. Uno de los grupos es ese culto a los ángeles de Florida que aparentemente dispone de armas almacenadas —Karou hizo una pausa, sopesando sus palabras—. Lo que no suena alarmante en absoluto.

—¿Cómo has descubierto todo eso? —se asombró Mik.

—Mi abuela de pega —respondió Karou, señalando el teléfono enchufado a la pared—. Está muy bien relacionada —Zuzana había oído hablar de la abuela falsa de Karou, una gran dama belga que había contado con la confianza de Brimstone durante muchos años y el único de sus socios con quien Karou tenía una verdadera relación. Era extraordinariamente rica y, aunque Zuzana no la conocía, no sentía ninguna simpatía por ella. Había visto las felicitaciones navideñas que le enviaba a Karou, y eran tan personales como las del banco, lo que no estaba mal, pero Zuzana sabía que su amiga ansiaba algo más, y por eso deseaba golpear en el cuello a cualquiera que la decepcionara.

Solo escuchó a medias lo que Karou le contaba a Mik sobre Esther. En vez de atender, se quedó mirando a Akiva. Estaba sentado en la profunda repisa de la ventana, con los postigos cerrados tras él y las alas visibles, caídas y apagadas.

Akiva la miró a los ojos, brevemente, y cuando Zuzana superó el primer impacto que siempre le causaba ver a Akiva —había que pelear con el cerebro para convencerlo de que era real. En serio, mirar a Akiva era así; el cerebro de Zuzana siempre pensaba «Bah, obviamente está retocado con Photoshop», incluso cuando estaba justo delante de ella—, la invadió una profunda tristeza.

Nada podría ser jamás fácil para aquellos dos. Su noviazgo, si es que podía llamarse así, era como intentar bailar a través de una lluvia de balas. Ahora que por fin estaban a punto de entenderse, la pena bajaba un nuevo telón entre ellos.

El telón no se puede apartar. La pena persiste. Pero, se puede atravesar, ¿no? Si tenían que sufrir, se preguntó Zuzana, ¿no podrían al menos sufrir juntos?

Y cuando sonaron unos golpecitos en la puerta —la comida—, pensó que tal vez ella pudiera ayudar. Al menos con la proximidad física.

—Un momento —gritó—. Vosotros tres, al cuarto de baño. No existís, ¿vale?

Se produjo una breve discusión susurrada sobre que bastaría con que se volvieran invisibles, pero Zuzana no les hizo caso.

—¿Y dónde van a colocar la comida, con una enorme quimera que ocupa la mitad del suelo, un ángel encaramado al alféizar de la ventana y una chica en la cama? Aunque seáis invisibles, seguís teniendo masa. Ocupáis espacio. Básicamente, todo el espacio.

Aceptaron y, si la habitación era pequeña, el cuarto de baño mucho más, así que Zuzana consideró oportuno distribuirlos dentro a su gusto. Empujó a Karou por la parte baja de la espalda, luego lanzó una imperiosa mirada a Akiva e hizo un gesto con la cabeza de «ahora tú», los apretó juntos en la ducha y los cerró dentro. No había otra manera de que Virko cupiera también en el cuarto de baño. Era todo perfectamente razonable.

Zuzana cerró la puerta del baño. Tendrían que seguir solos a partir de allí. No podía hacerlo todo por ellos.