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EL LIBRO DE ELAZAEL

No le quedó otra opción, después de aquello. Después de que la condujeran a través del yacimiento mientras todos los ojos la taladraban, maliciosos y condenatorios. Después de que la metieran en un coche y cerraran la puerta de golpe y ordenaran que la devolvieran a Tamnougalt para esperar a las personas que la escoltarían hasta casa. Le quedaban un par de horas en coche, con el reseco territorio presahariano del valle del Drâa rodeándola en todas direcciones, y no tenía nada para entretenerse excepto su extraña exaltación persecutoria y su ira.

Bueno, nada excepto aquello y… todas las cosas que sabía y estaban enterradas.

Todo aquello que se agitaba. Un objeto que sobresalía de una planicie aluvial; tal vez un barril o tal vez un mundo. Lo único que tenía que hacer era apartar el polvo de un soplido. Eliza empezó a reírse. Allí, en el asiento trasero del coche, su risa fluyó como un nuevo lenguaje. Más tarde, cuando los agentes del gobierno acudieron a recogerla, el conductor informó de ello como preámbulo a la explicación de lo que sucedió después.

Cuando dejó de reír.

En los «antiguos días felices», cuando no tenía nada de lo que preocuparse aparte de crear un ejército de monstruos en un gigantesco castillo de arena en medio de la nada, Karou había conducido periódicamente un herrumbroso camión por un terreno repleto de baches y largas carreteras rectas para llegar a Agdz, la población más cercana donde, con el pelo cubierto con un hiyab, podía pasar desapercibida mientras compraba provisiones. Sacos de cuscús a granel, cajas y cajas de verduras, duros y escuálidos pollos y un tesoro de dátiles y albaricoques secos digno de un rey.

En aquel momento bajó la mirada hacia Agdz desde el cielo. No tenía nada de especial. Pasó por encima, sintiendo la presencia de los otros a su estela, y continuó adelante. Su destino se encontraba un poco más lejos y era algo más extraordinario. Lo primero que divisó fue el palmeral; un oasis de un verde tan sorprendente que parecía pintura derramada sobre el suelo marrón. Y, dentro, desmoronados muros de barro como los desmoronados muros de barro que acababan de dejar atrás. Otra kasbah. Tamnougalt. Karou recordaba que había un hotel, el tipo de lugar apartado y en desarrollo que permitiría a su reducido y extraño grupo disfrutar de un interludio tranquilo, aunque no tan apartado como para no encontrar lo que necesitaban.

—Aquí podremos recuperarnos —dijo Karou—. Deberían tener Internet y enchufes. Duchas, camas, agua. Comida.

Sus diminutas siluetas de polilla fueron creciendo a medida que descendían hacia ellas; se colocaron a la sombra de las palmeras y deshicieron el hechizo. Karou miró primero a sus amigos. Zuzana y Mik parecían débiles y deshidratados, estaban sudorosos y se habían quemado con el sol («Nota mental: el sol te quema incluso si eres invisible»), pero lo peor era la tensión grabada en sus expresiones, y una inquietante mirada laxa que los hacía parecer distraídos, como si no estuvieran completamente presentes. Estupefactos.

¿Qué había hecho llevándolos a la guerra?

A continuación, volvió la mirada hacia Virko, temerosa aún de lo que vería en los ojos de Akiva. Virko, que había sido lugarteniente del Lobo y uno de los que la había dejado en la fosa sola con él. El único que había vuelto la mirada, cierto, pero que igualmente se había marchado. También había salvado la vida a Mik y Zuzana. Virko era robusto y estaba curtido, acostumbrado a los rigores del vuelo y la batalla —él no estaba quemado por el sol, ni fatigado—, pero su rostro mostraba tensión y conmoción. Y Karou se dio cuenta de que también mostraba vergüenza. Estaba allí desde lo de la fosa, en cada mirada.

Karou lo contempló de un modo que esperaba fuera directo y claro, y asintió con la cabeza. ¿Perdón? ¿Gratitud? ¿Camaradería? No lo sabía muy bien. Sin embargo, él le devolvió el gesto con una solemnidad casi ceremonial y, luego, por fin, Karou se volvió hacia Akiva.

No le había mirado realmente desde el portal. Le había visto en los breves instantes que habían roto el hechizo, y había estado cada segundo conectada a su presencia, pero no le había mirado, no a la cara, no a los ojos. Karou tenía miedo y… era lógico que lo tuviera.

El dolor de Akiva era evidente, tan crudo que atrajo el de Karou directo a la superficie, lo suficientemente puro para utilizarlo como diezmo, pero aquello no era lo peor. Si hubiera sido únicamente dolor, podría haber encontrado una manera de llegar hasta él, de alcanzar su mano como había hecho al otro lado del portal, o incluso de rozar su corazón, igual que en la cueva. Nosotros somos el principio.

Pero… ¿el principio de qué?, se preguntó Karou con desolación, porque en los ojos de Akiva había rabia también y una implacabilidad inconfundible. Era odio y era venganza. Resultaba terrorífico, y la dejó petrificada en el sitio. La primera vez que lo había visto en la plaza Jemaâ-el-Fna de Marrakech lo que encontró fue absoluta frialdad. Inhumana, despiadada. Lo que reconoció luego en él fue venganza como hábito y furia apaciguada por años de entumecimiento.

Más tarde, en Praga, Karou había visto cómo recuperaba la humanidad, igual que un corazón liberado del hielo por la descongelación. En aquel momento no había sido capaz de entenderlo por completo porque no comprendía lo que significaba, o de lo que Akiva estaba regresando, pero ahora sí. Se había resucitado a sí mismo —al Akiva que ella había conocido tanto tiempo atrás, tan lleno de vida y esperanza— o, al menos, había empezado a hacerlo. Aún no lo había visto sonreír del mismo modo que antes, con una sonrisa tan hermosa que le había transmitido la luz del sol y la había hecho sentir borracha de amor; mareada y conectada al mundo al mismo tiempo con firmeza, perfección, agradecimiento. Tierra y cielo y alegría y él. Todo lo demás había palidecido ante aquel sentimiento. La raza no significaba nada, y traición era solo una palabra.

Había empezado a creer que aquella sonrisa sería posible de nuevo, y el sentimiento de idoneidad espontánea también pero, al mirar a Akiva en aquel momento, todo le pareció otra vez muy lejano, como él.

Karou sabía que el año anterior los Ilegítimos habían sumado varios miles y que el último furioso envite de la guerra había reducido aquella cantidad a los que ella había conocido en las cuevas de los kirin. Akiva había soportado aquello, y sobrevivido a ello, y luego había soportado y sobrevivido a la muerte de Hazael, y ahora estaba allí, a salvo, mientras posiblemente —probablemente— estuviera perdiendo todo lo demás.

Lo que Karou vio en él fue venganza aún fundida y era cierto, no estaban donde se suponía que debían estar, pero parecía… inevitable. Brimstone se lo había dicho antes de su ejecución: «Mantenerse firme ante el mal es una muestra de fuerza», pero, tal vez, pensó Karou con el corazón destrozado, era esperar demasiado. Tal vez aquella fuerza era pedir demasiado a cualquiera.

El sentimiento de casi muerte continuaba con ella. Se sentía aplastada, vacía. Otra vez.

Se volvió hacia sus amigos y, con esfuerzo, habló casi tranquila.

—¿Podríais entrar vosotros dos y pedir una habitación? Tal vez sea mejor que el resto no nos dejemos ver.

Karou pensó —ansió— que Zuzana hiciera algún comentario sarcástico, o sugiriera llegar hasta la misma puerta a lomos de Virko, o algo así, pero no lo hizo. Simplemente asintió con la cabeza.

—¿Te das cuenta de que nuestros tres deseos están a punto de cumplirse? —preguntó Mik en un inútil esfuerzo por devolver a Zuzana algo de su zuzanidad—. No sé si tendrán tarta de chocolate, pero…

Zuzana le interrumpió.

—De todas maneras, voy a cambiar mis deseos —dijo, y los fue descontando con los dedos—. El primero por que nuestros amigos estén a salvo. El segundo por que Jael caiga muerto. Y el tercero…

No logró continuar. Karou jamás había visto a su amiga tan perdida y frágil. Intervino:

—Si no incluye comida es mentira —le recordó a Zuzana con suavidad—. Al menos, eso me han dicho.

—Vale —Zuzana respiró hondo, concentrándose—. Entonces, no me importaría invertir algo de paz en el mundo en una cena.

Su mirada era absoluta negrura e intensidad. Había perdido algo. Karou lo vio y lloró por ello. La guerra hace eso, es inevitable. La realidad queda asediada. El retrato enmarcado que se tiene de la vida se hace añicos y de golpe queda sustituido por otro. Es feo y cuesta mirarlo, cuanto menos colgarlo en la pared, pero no hay elección una vez que se sabe. Una vez que realmente se sabe.

¿Y quién iba a ser Zuzana ahora que poseía aquel conocimiento?

—Paz en el mundo por una cena —caviló Mik, rascándose la barba de varios días—. ¿Viene con patatas fritas?

Más vale —respondió Zuzana—. Porque si no, la devuelvo.

El nombre del ángel era Elazael.

La iglesia fundada por sus descendientes —naturalmente, ellos preferían el término iglesia al de culto— fue llamada Unidos a Elazael, y todas las niñas que nacían en su línea sucesoria eran bautizadas como Elazael. La que en la pubertad no había manifestado «el don», recibía un nuevo nombre. Eliza había sido la única en conservarlo en los últimos setenta y cinco años, y a menudo había pensado que lo peor de todo —la guinda del pastel de su terrible crianza— era la envidia de los demás.

Nada brilla en los ojos como la envidia. Pocos lo sabían tan profundamente como ella. Tenía que ser algo especial crecer sabiendo que cualquier miembro de tu amplia y extensa familia probablemente te mataría y devoraría si con ello recibiera tu «don», al estilo de Renfield, el personaje de Drácula.

El culto Unidos a Elazael era matriarcal, y la madre de Eliza era la suma sacerdotisa en aquel momento. A los conversos se los denominaba primos, mientras que los descendientes directos —venerados aunque no poseyeran el don— eran los Elioud. Era el término empleado en los textos antiguos para los hijos de los Nephilim más conocidos, que fueron el primer fruto del congreso entre ángeles y humanos.

Llamaba la atención que en las menciones a los Nephilim, tanto bíblicas como apócrifas, todos los ángeles tuvieran sexo masculino. El Libro de Enoc —un texto que únicamente los judíos etíopes consideraban canónico— habla del cabecilla de los ángeles caídos, Samyaza, que ordena a sus ciento noventa y nueve hermanos caídos que, básicamente, se mantengan ocupados.

«Engendrad hijos», les ordenó, y ellos obedecieron, aunque no se hace ninguna mención a cómo se lo tomaron las mujeres humanas. Como era habitual en los escritos de la época, las mujeres mostraron la misma capacidad que las placas de Petri y los hijos que brotaron de sus vientres —acompañados, se suponía, de un dolor extremo— fueron gigantes y estaban «ansiosos por morder», significara lo que significara aquello.

Más adelante, Dios ordenaría al arcángel Gabriel que acabara con ellos.

Y tal vez lo hiciera. Tal vez existieran todos: Gabriel y Dios, Samyaza y su pandilla y todos sus enormes bebés con ganas de morder. ¿Quién sabe? Los Elioud rechazaban el Libro de Enoc como absurdo, algo que Eliza siempre había pensado que se parecía mucho a la imagen del cazo diciéndole a la sartén que se apartara porque le tiznaba, pero ¿no era aquello lo que hacían las religiones? Mirarse con desconfianza unas a otras y afirmar: «Mi creencia indemostrable es mejor que tu creencia indemostrable. Chúpate esa».

Más o menos.

El culto Unidos a Elazael tenía su propio libro: el Libro de Elazael, por supuesto, según el cual no hubo doscientos ángeles caídos. Hubo cuatro, dos de ellos de sexo femenino, aunque solo uno importaba. Víctimas de la corrupción en las altas esferas de los ángeles, fueron mutilados y expulsados injustamente del Cielo hace mil años. Lo que había sido de los otros tres caídos, o si habían engendrado hijos propios, se ignoraba, pero por su parte Elazael, mediante el congreso con un marido humano, había sido fructífera y se había multiplicado.

(Como dato curioso, decía mucho del aislamiento de Eliza durante su infancia y de su educación —o la falta de ella— que hasta la adolescencia no hubiera sabido que a las cámaras legislativas de Estados Unidos se las llamaba «Congreso». En su mundo, significaba el acto que conducía a «engendrar». Copular. Acostarse. Hacerlo. Por ello, la palabra congreso aún le sonaba sexual cada vez que la oía, lo que, viviendo en Washington era a menudo).

En el Libro de Elazael, al contrario que en el patriarcal Libro de Enoc, o incluso en el Génesis, el ángel no era el que aportaba la semilla, sino el que la recibía. El ángel era madre, era vientre y, gracias a la naturaleza o a la alimentación, sus hijos no salían monstruosos.

Al menos, en el aspecto fisiológico.

El Libro de Elazael no fue escrito hasta finales del siglo XVIII por un esclavo liberto llamado Seminole Gaines que emparentó por medio del matrimonio con el clan matriarcal y se convirtió en su evangelista más carismático, haciendo crecer la iglesia hasta que, en su momento de mayor apogeo, alcanzó los casi ochocientos fieles, muchos de ellos también esclavos libertos. De la propia Elazael escribió que era «negra como el ébano, y con el blanco de los ojos igual de luminoso que el fuego de las estrellas», aunque, habiendo vivido ochocientos años después que ella, no era lo que se dice una fuente fiable. Más allá de aquella obvia y gigantesca herejía —un ángel negro y madre; no, mucho mejor: un ángel caído negro y madre—, el libro era bastante ortodoxo y, por su escasa originalidad, casi podría haber surgido de una sesión épica de creación poética en la que hubieran usado imanes con palabras, edición Biblia.

Bueno, si los imanes con palabras y las puertas de las neveras hubieran existido a finales del siglo XVIII.

En cualquier caso, lo que Eliza quería saber sobre su legado no iba a encontrarlo en el Libro de Elazael. Al menos, no en aquella edición. El verdadero libro de Elazael se encontraba dentro de ella.

Ella… lo albergaba. No en su sangre, aunque solo los descendientes de sangre lo poseyeran. De hecho, estaba codificado en el hilo de su vida, en aquella atadura entre el alma y el cuerpo que no aparecía en ningún dibujo de anatomía de aquel mundo. Eliza desconocía aquello, aunque sintiera que caía de cabeza hacia ello, en el asiento trasero de un coche en una larga y recta carretera.

Directa al corazón de la locura que había atrapado a todos y cada uno de los «profetas» anteriores a ella.