PASTEL Y DIENTES DE LEÓN
—¿Cómo puede pensar… cómo puede pensar que yo haría esto?
Eliza estaba horrorizada. Era mucho peor de lo que había temido. Había supuesto que el doctor Chaudhary había descubierto quién era ella, y claro que lo había descubierto, pero eso no era todo. Y aquello… aquello…
Solo podía ser obra de la comadreja, Toth. No. Llamarle comadreja ni siquiera insinuaba la depravación de Morgan Toth.
Hiena, tal vez: carroñero que sonreía ampliamente con los dientes al aire sobre la matanza que había provocado.
Eliza no sabía cómo había descubierto lo de su pasado —«Las personas con secretos», recordó con un escalofrío, «no deberían buscarse enemigos»—, pero estaba segura de que era el único que podía haber accedido a las fotografías encriptadas. ¿Era consciente de lo que había hecho al exponer aquella tumba al mundo? La verdadera cuestión era: ¿le importaba? Aunque había sido inteligente y había permanecido anónimo en todo el asunto. Eliza podía imaginárselo apartándose el flequillo de la frente demasiado ancha mientras ponía en marcha la catástrofe.
El doctor Chaudhary se quitó las gafas y se frotó el caballete de la nariz. Eliza sabía que era una táctica para hacer tiempo. Habían entrado en la tienda más cercana a los pies de la colina, y el olor a muerte era denso a su alrededor, incluso con el aire refrigerado. El doctor Amhali le había mostrado la emisión en su ordenador portátil, y ella aún estaba tratando de asimilarlo. Sintió náuseas. Las fotografías. Sus fotografías, vistas así, sin un contexto adecuado… eran espeluznantes. ¿Cuál habría sido la respuesta del mundo? Recordó el caos en el National Mall dos noches atrás. ¿Habría empeorado?
Cuando el doctor Chaudhary bajó la mano, clavó la mirada en ella, aunque tuviera los ojos un tanto perdidos sin las gafas.
—¿Estás diciendo que tú no lo hiciste?
—Por supuesto que no. Yo jamás…
El doctor Amhali la interrumpió.
—¿Niegas que son tus fotografías?
Eliza se giró para mirarlo.
—Yo las tomé, pero eso no significa que…
—Se enviaron desde tu correo electrónico.
—Entonces me lo han pirateado —respondió con un atisbo de impaciencia en la voz. Para ella resultaba obvio, pero el doctor marroquí no veía más allá de su propia ira (y su culpabilidad, puesto que él los había conducido hasta allí para arrastrar a su país a la deshonra).
—Ese mensaje no era mío —insistió Eliza, inquebrantable. Se volvió de nuevo hacia el doctor Chaudhary—. ¿Parecían mis palabras? ¿Sacrílega ignominia? Eso no… Yo no… —empezó a balbucear. Miró las esfinges muertas a la espalda de su mentor. Jamás le habían parecido sacrílegas, como los ángeles tampoco le habían parecido sagrados. Aquella no era la cuestión—. Anoche le dije que ni siquiera creo en Dios.
Pero Eliza vio la agitación en los ojos del doctor, la desconfianza, y se dio cuenta demasiado tarde de que recordarle lo de la noche anterior tal vez no fuera la mejor estrategia. La miraba como si no la conociera. Se sintió invadida por la frustración. Si simplemente le hubieran tendido una trampa para filtrar las fotografías a la prensa, él podría haber creído en su inocencia y haberse mostrado dispuesto a apoyarla. Si no hubiera sufrido un aparente episodio de depresión en la terraza de la azotea y no hubiera derramado suficientes lágrimas para inundar un desierto… Si no la hubieran desenmascarado como una niña profeta muerta… Si, si, si.
—¿Es cierto lo que se está afirmando? —preguntó el doctor Chaudhary—. ¿Eres… ella?
Eliza deseó negar con la cabeza. Ella no era aquella niña borrosa con la mirada baja. Ella no era Elazael. Se podría haber cambiado el nombre más contundentemente cuando escapó y dejó atrás aquella vida, pero de algún modo, «Eliza» le pareció el auténtico. Había sido su nombre de protesta en secreto cuando era pequeña, el yo interior «normal» al que se había aferrado en los juegos de simulación y huida mental. Tal vez Elazael tuviera que rezar postrada hasta que le ardían las rodillas o cantar hasta que su voz sonaba áspera como la de un gato. Tal vez Elazael se viera obligada a hacer muchas cosas —muchas más que muchas— que no quería. ¿Pero Eliza? Oh, ella jugaba con otros niños en la calle. Normal como un pastel y libre como los dientes de león. Qué fantasía.
Por eso había conservado el nombre y lo había vivido lo mejor que había podido: pastel y dientes de león. Normal y libre, aunque lo cierto era que siempre había tenido la sensación de estar fingiendo. A partir de los diecisiete años, Elazael había sido la identidad secreta encerrada en su interior y Eliza quien vivía al aire libre, como el príncipe y el mendigo que intercambiaban los papeles: uno elevado, el otro desposeído. En aquel momento recordó que, por supuesto, el príncipe y el mendigo recuperaban al final sus identidades. Pero eso no iba a ocurrirle a ella. Ella nunca sería Elazael de nuevo. Aunque sabía que el doctor Chaudhary no se refería a aquello, de modo que, con reticencia, asintió con la cabeza.
—Era ella —le corrigió—. Me marché. Escapé. Lo odiaba. Los odiaba —respiró hondo. Odiar no era la palabra adecuada. No existía ningún término apropiado; no había una palabra suficientemente intensa para la traición que Eliza sintió al volver la mirada hacia su infancia y comprender con mentalidad de adulto cuánto la habían maltratado y explotado.
A partir de los siete años, tras regresar a casa desde el hospital con un marcapasos y un nuevo terror, tan grande que eclipsaba incluso el miedo a su madre. Desde el primer momento que su «don» se manifestó, Eliza se había convertido en el centro de todas las energías y esperanzas de la secta.
Constantemente la tocaban incontables manos. No era dueña de su vida, jamás. Y le habían confesado sus pecados, suplicándole perdón, contándole cosas que ningún niño de siete años debería escuchar, y mucho menos castigar. Recogían sus lágrimas en viales, molían los recortes de sus uñas y añadían el polvo al pan de la comunión. ¿Y su primera sangre menstrual? Tuvo que apartarlo de la mente. Fue una humillación demasiado intensa, aunque hiciera media vida de ello. Y luego estaba lo de dormir.
Con veinticuatro años, Eliza aún no había pasado una noche con un amante. No podía soportar que hubiera nadie en la habitación con ella. Durante diez años, la habían obligado a dormir en un estrado en el centro del templo, con la congregación apiñada alrededor de la base. Por dios. Resoplidos y gemidos, ronquidos, toses. Susurros. Incluso, en ocasiones, en mitad de la noche, jadeos rítmicos a dúo que no había comprendido hasta mucho después.
Jamás sería capaz de arrancar de su memoria la molesta respiración colectiva de docenas de personas rodeándola en la oscuridad.
Habían permanecido a la espera de que el sueño la visitara. Deseándolo. Rezando. Buitres hambrientos de los despojos de su terror. Si no podían tener el sueño ellos mismos, querían estar cerca de él. Como si los gritos de Eliza pudieran impartir salvación. O, mejor aún, como si tal vez, solo tal vez, el sueño fuera a escapar de ella —los monstruos, terrible y terrible y terrible para siempre, amén— y a dispersar su destrucción, para desgracia de todos los pecadores del mundo y gloria de los elegidos: ellos.
Como si ella fuera la verdadera fuente del apocalipsis.
A Gabriel Edinger le había tocado helado de pesadilla, y a ella, aquello.
—Todavía los odio —le aseguró al doctor Chaudhary, tal vez con demasiado fervor. Él se había puesto las gafas otra vez y sus ojos parecían recelosos tras ellas. Cuando respondió, su voz mostró la forzada delicadeza que se reserva para hablar con los que tienen la mente perturbada.
—Deberías habérmelo contado —dijo, lanzando una ojeada al doctor Amhali. Se aclaró la garganta, evidentemente incómodo—. Esto podría considerarse un… un conflicto de intereses, Eliza.
—¿Cómo? No existe ningún conflicto. Soy científica.
—Y un ángel —añadió el doctor marroquí, torciendo la boca con desdén.
¿Quién hacía un gesto así?, se preguntó Eliza, distrayéndose. Había creído que era algo exclusivo de los personajes de los libros.
—No lo soy… quiero decir que ellos no lo son. No afirman ser ángeles —exclamó, sin estar segura de por qué daba explicaciones en nombre de ellos.
—Perdón, por supuesto que no —el doctor Amhali era sarcasmo puro y gélido—. Descendientes de ángeles. Ah, y encarnaciones de ángeles, no olvidemos eso —la apuñaló con una incisiva mirada—. ¿Visiones apocalípticas, querida? Dime, ¿aún las tienes? —lo preguntó como si fuera peor que absurdo, como si la simple idea profanara la religión respetable y mereciera un castigo.
Eliza sintió que se empequeñecía, que se encogía ante la doble acusación y el desdén. Que desaparecía. En aquel momento, en aquella tienda, a ojos de aquellos hombres, ella no era Eliza. Era Elazael. No soy ella, soy yo. Con cuánta desesperación deseaba creerlo.
—Dejé todo eso atrás —se defendió—. Me marché —la última parte la dijo con énfasis, porque para ella seguía pareciendo simple. Me marché. ¿Es que eso no significa nada?
—Debe de haber sido muy difícil para ti —dijo el doctor Chaudhary.
No es que fuera un comentario equivocado. En otras circunstancias, la conversación podría haber llevado a ello: a la legítima compasión del doctor frente al relato de las penalidades de Eliza. Por supuesto que había sido difícil para ella. No había contado con nada, ni dinero, ni amigos, ni ningún conocimiento del mundo. Nada a excepción de su cerebro y su voluntad, el primero tristemente abandonado —no había recibido educación— y la segunda tan a menudo castigada que había quedado atrofiada. Aunque no lo suficiente. Bésame la voluntad, podría haberle dicho a su madre. Jamás me doblegarás.
Pero en aquellas circunstancias y con el tono que había empleado —la delicadeza forzada, la indulgencia condescendiente—, tampoco era el comentario adecuado.
—¿Difícil? —respondió ella—. Y el Big Bang fue solo una explosión.
La noche anterior Eliza había dicho aquello en broma. Había sonreído con ironía y el doctor había reído entre dientes. Ahora su espíritu era el mismo… bueno, casi… pero el doctor Chaudhary levantó las manos con gesto tranquilizador.
—No es necesario alterarse —dijo.
¿Que no era necesario alterarse? ¿Necesario? ¿Qué quería decir con aquello? ¿Que no existía ninguna razón? Porque Eliza sentía que tenía un montón de razones. Le habían tendido una trampa y habían revelado su identidad. Le habían arrebatado un anonimato conseguido con esfuerzo. A partir de aquel momento su credibilidad profesional quedaría eclipsada por la historia que tanto había luchado por ocultar, por no mencionar aquella mezquina acusación y el daño que podría hacerle, las repercusiones legales de romper los acuerdos de confidencialidad y… maldición, los violentos efectos colaterales en el mundo. Pero la razón más inmediata estaba tomando forma en aquella tienda especial contra riesgos químicos, en compañía de dos hombres presuntuosos empeñados en tratarla como si no fuera más que el recorte de cartón de una víctima desaparecida mucho tiempo atrás.
Echó un vistazo reflexivo a la pantalla del ordenador portátil que le había mostrado su perdición. Estaba congelada en aquella antigua foto suya, con el mismo pie de antaño. NIÑA PROFETA DESAPARECIDA, SUPUESTAMENTE ASESINADA POR UNA SECTA.
—No estoy alterada —dijo Eliza, respirando varias veces de forma controlada.
—No te reprocho quién eres, Eliza —dijo Anuj Chaudhary—. No podemos cambiar de dónde venimos.
—Bueno, es muy amable de su parte.
—Pero quizás haya llegado el momento de buscar ayuda. Has soportado demasiado.
Y ahí fue cuando las cosas empezaron a torcerse. El doctor tenía las manos aún levantadas a la manera de «no hagamos ninguna locura», y Eliza lo miró fijamente. ¿De qué iba todo aquello? El doctor actuaba como si estuviera histérica y, por un segundo, dudó de sí misma. ¿Había levantado la voz? ¿Tenía los ojos como platos y agitaba las aletas de la nariz como una especie de lunática? No. Estaba simplemente allí de pie, con los brazos a ambos lados del cuerpo, y habría jurado por cualquier cosa que valiera la pena jurar —si existía algo por lo que valiera la pena jurar— que no tenía aspecto de loca.
Eliza no supo cómo reaccionar. Tener que enfrentarse a una respuesta tan exagerada le provocó una extraña sensación de indefensión.
—Para lo que necesito ayuda —dijo— es para demostrar que yo no he hecho esto.
—Eliza. Eliza. Eso no importa ahora. Vamos a llevarte a casa y ya nos preocuparemos de ello más adelante.
Eliza notó que la sangre empezaba a aporrearle los oídos. Era indignación, era frustración y era algo más. Libre como los dientes de león, recordó. Normal como un pastel. Bueno, tal vez no fuera normal. Tal vez jamás lo sería, pero viviría libre. Miró a su mentor, aquel hombre solemne de sentido común e intelecto excepcionales al que ella consideraba una especie de ejemplo de la ilustración humana, y sintió su hipocresía colocada en la balanza frente a su propia verdad —aquel conocimiento recién adquirido— y no hubo comparación.
—No —respondió ella, y escuchó su tono de voz, antes blando y escurridizo por la vergüenza, mudado ahora de toda debilidad—. Preocupémonos de eso ahora.
—No pienso que…
—Oh, usted piensa mucho. Pero se equivoca —hizo un rápido movimiento con la mano hacia el ordenador portátil y todo lo que representaba la toma congelada del noticiario—. Morgan Toth es el responsable de eso. Reflexione. La verdad está tan por encima de su comprensión que yo no esperaría que la alcanzara. Tal vez sea inteligente, pero no tiene profundidad. Usted, sin embargo —de nuevo, el doctor Chaudhary trató de intervenir y de nuevo, Eliza lo silenció—. Esperaba más de usted. Usted tiene dioses paseando por los pasillos de su «palacio mental» —recalcó con fuerza las últimas palabras—. Y tratan de no tropezar con los… ¿cómo era?, los delegados de la Ciencia para mantener una relación cordial. Así de abierta es su mentalidad, ¿no? Y ahora ha visto ángeles y ha tocado quimeras —quimeras… aquella palabra llegó a ella del mismo modo que el término dioses estrella: una carta dada la vuelta—. Sabe que son reales. Y sabe, sin duda lo sabe, que, independientemente de dónde procedan, han estado aquí antes. Todos nuestros mitos y relatos tienen un origen real y físico. Esfinges. Demonios. Ángeles —el doctor fruncía el ceño mientras escuchaba—. ¿Pero que yo pueda descender de uno de ellos? ¡Eso es una locura! ¡Enviemos a Eliza a casa, consigámosle ayuda, y por Dios, sacadla de mi palacio mental! —soltó una triste carcajada—. Allí no recibe a los de mi clase, ¿verdad? De todas maneras, ¿quién ha oído hablar jamás de un ángel negro? Y para colmo una mujer. Esto debe de ser muy difícil para usted, doctor.
Él sacudió la cabeza. Parecía dolido.
—Eliza. No se trata de eso.
—Yo le diré de lo que se trata —exclamó ella, pero durante un segundo se aferró a ello, preguntándose si realmente iba a hacerlo. A decirlo. Allí. A aquellos hombres dubitativos e hipócritas. Los miró a uno y a otro, pasando de la dolorida consternación y el… bochorno del doctor Chaudhary por ella (por su engaño, por su triste espectáculo), al tembloroso desprecio del doctor Amhali. No eran el mejor público para una revelación, pero al final daba igual. Las nuevas certezas de Eliza habían crecido tanto que era imposible ocultarlas.
—Mis familiares —dijo— son personas miserables, mezquinas y despiadadas y jamás los perdonaré por lo que me hicieron, pero… tienen razón —Eliza alzó las cejas y se volvió hacia el doctor Amhali—. Y sí, todavía tengo visiones y las odio. No quise creer nada de aquello. No quise formar parte de ello. Traté de escapar, pero no importa lo que yo quiera, porque soy así. Gracioso, ¿no? Mi destino es mi ADN —de nuevo al doctor Chaudhary—. Esto debería mantener ocupados a los delegados de la Ciencia y de la Fe mientras discuten en los pasillos. Desciendo de un ángel. Es mi maldito destino genético.