45

SECRETOS DESVELADOS

La siguiente oleada de conmoción que barrió la kasbah tuvo un carácter distinto desde el principio. Aquella vez no hubo exclamaciones de Insha’Allah ni miradas al cielo. Se percibía incredulidad, rencor y… todo el mundo parecía estar mirando a… Eliza.

Eliza había tenido un problema de paranoia toda su vida. Bueno, durante buena parte de ella, ni siquiera había sido paranoia, sino la inevitable expectativa del acoso memorizado: simple, desagradable y certero. La gente la miraba y la juzgaba. En su casa de Florida, en una pequeña población del Bosque Nacional Apalachicola, todo el mundo sabía quién era. Y después de fugarse, bueno… Entonces había sentido el escalofrío en la nuca, el temor de que la encontraran o la reconocieran, el mirar siempre por encima del hombro.

Aquello se había atenuado poco a poco —jamás por completo—, pero cuando se vivía con un secreto, la paranoia nunca quedaba muy por debajo de la superficie. Incluso si no se había hecho nada malo (lo que en su caso era cuestionable), se era culpable de tener un secreto y cualquier mirada escrutadora dirigida a uno adquiría un significado que no presagiaba nada bueno.

Lo saben. Saben quién soy. ¿Lo saben?

Pero no lo sabían. Nunca lo sabían. Al menos, jamás la habían reconocido y Eliza tenía que agradecérselo a una particular perversión de su iglesia. Evitaban los «ídolos». No solo de Dios y su «progenitora», sino también de los profetas y, tras la primera visión de Eliza, no se tomó de ella ninguna fotografía más. No es que le hubieran hecho muchas antes; su familia no era muy dada a conservar recuerdos para la posteridad. Eran más de prepararse para el fin del mundo y guardar armas en un refugio subterráneo. La fotografía utilizada en los noticiarios la había hecho un turista que pasaba por Sopchoppy —aquel era el nombre del pueblo junto al que se encontraba el complejo de su iglesia— y que, alertado por un lugareño, había tomado una imagen de «aquellos locos del culto a los ángeles» cuando acudían a por provisiones.

«Aquellos locos del culto a los ángeles» habían sido la comidilla del lugar durante décadas, pero no los habían conocido a nivel nacional hasta la desaparición de Eliza. Su madre —la «suma sacerdotisa»— no denunció su ausencia hasta semanas después, lo bastante desesperada por encontrar a su profeta perdida como para acudir a los agentes a los que acusaba de idólatras y paganos. Por supuesto, resultó sospechoso, y la sociedad no está dispuesta a conceder el beneficio de la duda a las sectas. El titular se enganchó en la imaginación nacional como una zarza: NIÑA PROFETA DESAPARECIDA, SUPUESTAMENTE ASESINADA POR UNA SECTA.

Suficiente.

Eliza podría haberlo desmentido en cualquier momento. Podría haberse presentado a la policía —para entonces estaba en Carolina del Norte— y haber dicho: «Aquí estoy, viva».

Pero no lo había hecho. Para ellos no tenía compasión. Ninguna. Ni entonces, ni ahora, ni nunca. Y, como jamás se encontró ningún cadáver —aunque se buscó con tesón durante meses—, finalmente la ley había tenido que dejarlos en paz. Falta de pruebas, habían citado ellos, pero aquello no había persuadido ni a la opinión pública ni a los investigadores. Era un asunto sórdido, y solo había que mirar los ojos de la madre, se había dicho, para esperar lo peor. Uno de los detectives había llegado a declarar, delante de una cámara, que a lo largo de su carrera había interrogado al destripador de Gainesville y a Marion Skilling, y ambos causaban en el alma la misma sensación de caída en picado hacia un oscuro agujero.

«Me cuesta dormir sabiendo que esa mujer está libre por ahí», había declarado el hombre.

Un sentimiento compartido sinceramente por Eliza.

La conclusión fue que la niña Elazael estaría sin duda enterrada en algún lugar del vasto bosque Apalachicola. No existía ni un ápice de duda.

Al menos, hasta entonces.

—Eliza, ven conmigo, por favor.

El doctor Chaudhary. Estaba rígido. Tras él, el doctor Amhali estaba… más que rígido. Estaba lívido. Respiraba como un toro de cómic, pensó Eliza, distrayendo la mente con necedades mientras comprendía lo que debía de haber pasado, por fin, después de temerlo durante siete años.

Oh, dios, oh, dios.

Oh, dioses estrella.

Otra carta del tarot se volvió en su mente y dejó a la vista aquello. Dioses estrella. Le cosquilleó la memoria, pero no pudo pararse a pensar en ello, no en aquel momento.

—¿Qué sucede? —preguntó Eliza, pero el doctor Chaudhary ya se había girado y había empezado a andar, esperando que ella lo siguiera. Estaban en medio de la nada, en un territorio caluroso y criminal, rodeado por un perímetro militar. ¿Qué otra cosa podía hacer?

El secreto había quedado desvelado. Los cadáveres estaban fuera de la fosa. Karou ni siquiera había pensado en aquella posibilidad. Lo sintió como una profanación, como si hubieran invadido su casa.

Una especie de casa, pensó. Había sido profundamente desgraciada en aquel lugar. Era un capítulo de su vida que por nada deseaba repasar, y aun así no pudo evitar acercarse volando en círculos, observando las figuras que se movían por debajo de ella. Pasó por delante del sol y vio cómo su propia sombra —diminuta por la distancia— planeaba y revoloteaba como una oscura polilla entre la gente de abajo. Podía ocultar su cuerpo, pero no su sombra, y una de aquellas personas —una joven negra— la localizó y miró hacia arriba. Karou retrocedió, arrastrando su sombra de polilla con ella.

Percibió el hedor de los cadáveres quiméricos incluso desde allí arriba. Aquello iba mal. Todo su plan de evitar un conflicto que enfrentara a «demonios» contra «ángeles» se había convertido en humo. O más bien, no se había convertido en humo.

—Tendría que haberlos incinerado —le dijo a Akiva, cuya presencia notó a su lado como calor y aleteos—. ¿En qué estaría pensando?

—Puedo quemarlos ahora —le propuso él.

—No —respondió Karou después de una pausa—. Sería peor —si todos los cadáveres entraran de repente en combustión, independientemente de que fuera un serafín el que lanzara el fuego para lograrlo, no parecería… ¿infernal?—. No hay manera de solucionar esto. Sigamos adelante.

Akiva no respondió de inmediato, y su silencio se tornó pesado. Era una bendición que no pudieran verse, porque a Karou le asustaba el dolor que encontraría en los ojos de Akiva mientras continuaban con su propósito en la Tierra, obedeciendo a sus cabezas en vez de a sus corazones. Regresarían a Eretz cuando hubieran cumplido su misión allí, y no antes. ¿Y qué encontrarían cuando lo hicieran?

Una extraña sensación de casi muerte se instaló en ella al darse cuenta de que lo máximo que podían esperar de momento no era mucho, aunque triunfaran allí y enviaran a Jael, sin armas, de vuelta a Eretz. ¿Qué les quedaría entonces a ellos? Ni siquiera había un futuro con diezmos de dolor y moratones, con vida apretujada en los bordes y mordiscos robados de «tarta» para endulzar una existencia difícil. La tarta para después, la tarta como modo de vida. Todo aquello había desaparecido, ahogado bajo un cielo que se caía a pedazos, sombras perseguidas por fuego: un enemigo que era, como Karou había sabido todo el tiempo, demasiado poderoso para derrotarlo.

¿Cómo había logrado imaginar otra cosa?

Akiva. Él la había persuadido. Bastó una mirada suya para sentirse dispuesta a creer lo imposible. Menos mal que ahora no lo veía. Si su confianza la había enardecido de aquel modo, ¿qué efecto tendría en ella la imagen de su desesperación, o la de ella en él? Karou pensó en la desesperación que los había invadido a todos en la cueva y se preguntó: ¿había sido la desesperación del propio Akiva? ¿Existía tal oscuridad dentro de él?

—¿Cómo lo encontramos? —preguntó Akiva—. A Jael.

¿Cómo? Aquella era la parte fácil. Bendita fuera la Tierra por las telecomunicaciones. Lo único que necesitaban era acceso a Internet y un enchufe para recargar los teléfonos y poder llamar a unos cuantos contactos. Mik y Zuzana probablemente querrían avisar a sus familias de que se encontraban bien. Ellos estaban en tierra con Virko, a unos tres kilómetros de distancia, ocultos a la sombra de una formación rocosa. Incluso a la sombra, el ambiente era peligrosamente caluroso. Mortalmente caluroso, de hecho, y necesitaban agua. Comida también. Y camas.

Karou sintió que el corazón le daba un vuelco. Pensar en aquellas cuestiones básicas para la vida parecía un lujo atroz. Pero atender las necesidades de los seres queridos es algo distinto a atender las propias, y por eso Karou se planteó buscar comida y un lugar donde descansar. Zuzana no había dicho ni una sola palabra desde que habían franqueado el portal. Su primer encuentro con «todo aquel asunto de la guerra» le había pasado factura, y los demás no habían salido mucho mejor parados.

—Hay un lugar donde podemos ir —le dijo Karou a Akiva—. Vamos a buscar a los otros.