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NOTICIA DE ÚLTIMA HORA

Los serafines habían tenido la ventaja de poder escenificar su llegada. Llevaban su propio acompañamiento musical, vestían trajes diseñados para la ocasión y fijaron su destino para causar impacto. Y, aunque no hubieran contado con nada de aquello, eran bellos y elegantes. Existían siglos de caritativa mitología. Habría sido poco probable que se equivocaran.

Las «bestias» debutaron con algo menos de aplomo. Su vestimenta estaba arrugada y ennegrecida por la sangre reseca, su música fue elegida por productores de televisión sensacionalistas, y su belleza y elegancia eran bastante escasas.

Aparte de que estaban muertas.

Dos días después de que el angelical líder hiciera el asombroso anuncio de «Las bestias vienen a por vosotros» —dos días de revueltas y pactos de suicidio y bautizos en masa en iglesias abarrotadas; dos días de ceños fruncidos y vacilaciones y balbuceos por parte de un torpe consejo de líderes mundiales—, un boletín de noticias sustituyó a un programa de sustitución y explotó en la conciencia colectiva humana con tanta fuerza como la del Advenimiento, si no más.

Noticia de última hora.

Los medios de comunicación estaban funcionando ya a un ritmo frenético; aquello era periodismo con metabolismo de colibrí: rápido, rápido, rápido y voraz. Los múltiples condimentos del miedo se añadían generosamente y con alegría; momentos como aquellos eran el sueño de todo presentador. Siente miedo. No. ¡Más miedo! Esto no es un simulacro.

En aquel contexto, la emisión de aquella «noticia de última hora» destacó por su solemnidad y gravedad.

La historia fue relatada por el presentador mejor pagado del mundo; una especie de comida casera humana que se servía cada noche en los salones norteamericanos, año tras año, con un rostro juvenil e inmutable, a excepción de una sutil sensación de alargamiento provocada por la línea del pelo, que iba ascendiendo lentamente. Tenía solemnidad, y no del tipo falso creado por una pizca de canas (reales o teñidas) en el pelo oscuro, y, para mérito suyo, si no hubiera sido por su disposición a utilizar su influencia al servicio de la ética periodística, las cosas podrían haber salido mucho peor.

—Amigos estadounidenses, habitantes de la Tierra… —oh, lo que suponía poder decir aquello: «¡Habitantes de la Tierra!». Presentadores de menor prestigio se estremecieron de envidia—. Esta cadena acaba de recibir ciertas evidencias que parecen ratificar la afirmación de los visitantes. Ya saben a cuál me refiero. Un primer estudio independiente sugiere que las fotografías son legítimas, aunque como ustedes comprobarán, despiertan numerosas preguntas para las que aún no disponemos de respuesta. Les advierto; no son imágenes adecuadas para niños —pausa. Millones de personas se inclinaron hacia delante, conteniendo la respiración—. Tal vez no sean adecuadas para nadie, pero este es nuestro mundo y no podemos apartar los ojos.

Nadie lo hizo, y muy pocos enviaron a sus hijos fuera de la habitación cuando, sin más preámbulo, el presentador mostró las fotografías en silencio.

En salones de todo el país, en bares, oficinas, comedores de residencias universitarias y parques de bomberos; en los laboratorios del sótano del National Museum of Natural History y en todas partes, cuando apareció la primera imagen, surgieron ceños fruncidos.

Era el período de gracia —el fruncimiento del ceño, el recelo visceral—, aunque no duró mucho. En las últimas cuarenta y ocho horas, el recelo visceral había quedado sometido por la credulidad. Muchas personas estaban aprendiendo de nuevo a creer. Y así, rápidamente y en una gran oleada, el pensamiento del espectador pasó de «¿Qué demonios es eso?» a «Oh, Dios mío», y el pánico sobre la Tierra alcanzó un nivel hasta entonces desconocido.

Un demonio.

Era Ziri, aunque por supuesto nadie sabía su nombre, ni se preguntó por él, como Eliza.

El anuncio personal que Zuzana y Mik habían redactado para el kirin en pleno vuelo era algo así: «Héroe adorable, en estos momentos dentro del cuerpo imponente de un maníaco para salvar el mundo. Lo sacrificaría todo por amor, aunque ojalá no tuviera que hacerlo. Merezco un final feliz».

En un cuento de hadas, había asegurado Zuzana, sin duda lo conseguiría. La pureza de corazón siempre prevalecía. Entre ella y Mik había una promesa de cuento de hadas: que cuando él hubiera realizado tres tareas heroicas, podría pedir la mano de Zuzana. Ella lo había dicho en broma, pero él se lo había tomado en serio, y ya había conseguido una de las tres (aunque en secreto Zuzana había considerado como acto heroico que Mik hubiera arreglado el aire acondicionado en su última habitación de hotel, y así lo había contabilizado).

Que Ziri hubiera sacrificado su cuerpo natural podía considerarse heroísmo verdadero, pero la vida no era en absoluto un cuento de hadas y, además, en ocasiones se desviaba para demostrar lo opuesta a un cuento de hadas que podía llegar a ser.

Como en aquel momento.

Muy lejos de allí sucedió algo. Fue un vínculo que nadie habría establecido ni podría establecer, en ninguno de los mundos. Lo que ocurría en Eretz, ocurría en Eretz, y lo mismo valía para la Tierra. Nadie estaba inspeccionando las líneas temporales en busca de coincidencias. Pero aquello… casi sugería sincronismo entre ambos mundos.

En el mismo momento en que la imagen del cuerpo kirin de Ziri debutaba en la pequeña pantalla de los humanos —en el mismo momento exactamente—, en Eretz una espada Dominante… le atravesaba el corazón.

Si existieran otros mundos aparte de aquellos dos, tal vez estuvieran conectados, y tal vez se estuvieran representando versiones de la historia de Ziri en todos ellos; sombras de sombras de sombras de sombras. O tal vez fuera una mera coincidencia. Brutal. Asombrosa. Mientras la imagen del cadáver de Ziri abrasaba la conciencia humana —«¡Un demonio!»—, él moría de nuevo.

El dolor fue mucho peor aquella vez, y no había nadie allí para sostenerlo en brazos, y tampoco estrellas que mirar mientras la vida se le escapaba. Estaba solo y, luego, rápidamente, estuvo muerto y no había nadie cerca con un turíbulo. Había prometido a Karou que designaría a alguien para que se mantuviera a salvo, pero no lo había hecho. Simplemente no había habido tiempo.

Y ahora jamás lo habría.

Cuando Karou había sentido el alma de Ziri fuera de su cuerpo, allá en la fosa, cuando había rozado sus sentidos, había percibido una extraña pureza —los altos y fuertes vientos de los montes Adelfas; su hogar—, así que resultaba adecuado abandonar allí el odiado cuerpo del Lobo Blanco y librarse del estrépito de las espadas y los alaridos que lo rodeaban. En aquel estado, no existía el sonido. Solo la luz.

Y el alma de Ziri estaba en casa.

—Damas y caballeros —dijo el presentador desde su mesa en la ciudad de Nueva York. Su voz sonó muy seria, sin indicio alguno de deleite morboso—: Este cuerpo fue desenterrado ayer mismo de una fosa común en los límites del desierto del Sáhara. Es uno de los numerosos cadáveres hallados, todos ellos distintos, y ninguno con vida. Se desconoce quién los asesinó, aunque los estudios preliminares sugieren que las muertes se produjeron hace solo tres días.

Más cadáveres, y de las numerosas fotografías tomadas en el yacimiento —por Eliza—, aquella selección parecía elegida para provocar el máximo horror: las gargantas seccionadas más horripilantes, primeros planos de las mandíbulas más monstruosas, estudios de descomposición y caras despedazadas, ojos hundiéndose en sus cuencas. Lenguas hinchadas.

De hecho, Morgan Toth solo había reenviado las tomas más desagradables… directamente desde la cuenta de correo electrónico de Eliza, por supuesto. Muchas de las fotografías de las bestias muertas contenían cierta poesía y angustia; dignidad. Aquellas no las había mandado.

En aquel momento, apoyado contra la jamba de una puerta en uno de los niveles inferiores del museo, Morgan observó las reacciones de sus compañeros con una mueca de arrogancia. He sido yo, pensó, disfrutando inmensamente. Y, por supuesto, lo mejor estaba por llegar. No confiaba en que los idiotas de la cadena de noticias fueran capaces de sumar dos y dos en relación a la identidad de su fuente, así que había añadido un mensaje clarificador. Aquella había sido la mejor parte, pensó. Airear en público el tormento privado de Eliza.

«Queridos señores y señoras», había escrito como si fuera ella.

Oh, Eliza. Estaba sintiendo algo parecido a ternura. Compasión. Había tantas cosas que cobraban sentido ahora que sabía quién era. Por supuesto, la única compasión de la que Morgan Toth era capaz se parecía a la que tal vez sintiera un gato por el ratón que tiene entre las garras. Oh, pequeñín, jamás tuviste ninguna oportunidad. En ocasiones los gatos se aburren y dejan que sus presas debilitadas se pongan a salvo, pero nunca lo hacen por misericordia, y Morgan no estaba ni mucho menos aburrido.

«Queridos señores y señoras», había escrito. «Tal vez me recuerden. Durante siete años he estado perdida y, aunque el camino que he tomado en este tiempo pueda resultar en apariencia sorprendente, les aseguro que todo ha formado parte de un plan mayor. Un plan de Dios».

Hacía solo un par de días que ella le había dicho, con insoportable condescendencia: «No hay muchas cosas por las que la gente mataría y moriría de buen grado, pero esta es la mayor de todas».

No, Eliza, pensó Morgan en aquel momento. Esta es la mayor de todas. Disfrútala.

«Al servicio de Su voluntad», había escrito Morgan a la cadena, «mataría y moriría de buen grado, e igualmente de buen grado desafío los esfuerzos del gobierno de nuestro país y de otros por ocultar a la población la verdad de esta sacrílega ignominia».

Ignominia era una buena palabra. A Morgan le preocupaba que Eliza pudiera parecer demasiado inteligente, pero se consoló pensando que era imposible evitarlo.

No podría parecer estúpido ni aunque lo intentara.

Sus compañeros estaban apiñados tan cerca de las pantallas de televisión que no veía las imágenes, pero daba igual. Había tenido oportunidad de estudiarlas de cerca —gracias, gracias, Gabriel Edinger, y gracias, cándida Eliza por no bloquear tu teléfono con una contraseña— y no dudaba que después de aquello sería él y no ella quien continuara aquel trascendental trabajo con el doctor Chaudhary. En cuanto se mencionara el nombre de Eliza, su tiempo habría acabado.

Dilo ya, pensó Morgan, empezando a perder la paciencia con el programa. Basta de monstruos descompuestos. Sabía que el resto sería una mera posdata, que lo que importaba eran los «demonios», y que el mundo no se preocuparía especialmente por quién había filtrado las fotografías a la prensa. Pero Morgan necesitaba que la última pieza de aquel puzle encajara en su sitio. Fue entonces cuando, por fin, escuchó al famoso presentador decir con voz perpleja:

—En cuanto a la fuente de estas impactantes imágenes, bueno, proporciona la respuesta a otro misterio que muchos de nosotros habíamos perdido la esperanza de resolver. Sucedió hace siete años, pero seguramente recordarán la historia. Recordarán a esta joven.

Y entonces Morgan Toth se abrió paso a codazos entre la aglomeración de científicos. No iba a perderse aquello. Allí, en la televisión, estaba la fotografía que había sido centro de atención durante algún tiempo. La historia había saltado a los medios siete años atrás y había permanecido sin resolver hasta perderse finalmente en el triste territorio de los casos archivados; a Morgan le habían entrado ganas de golpearse la cabeza contra la pared por no haber sumado dos y dos cuando conoció a Eliza Jones. Pero ¿cómo podía haberla relacionado con la niña de aquella fotografía? Era una imagen horrible. Tenía la mirada baja y salía algo desenfocada y, de todas maneras, la habían dado por muerta. Todos lo habían hecho.

El titular lo resumía todo: NIÑA PROFETA DESAPARECIDA, SUPUESTAMENTE ASESINADA POR UNA SECTA.

Eliza Jones, profeta. El primer pensamiento de Morgan —bueno, su primer pensamiento coherente después de que la impactante sorpresa hubiera dejado paso a la primera de numerosas oleadas de júbilo— había sido imprimirle unas tarjetas de visita y dejarlas en algún lugar donde ella pudiera encontrarlas. Eliza Jones, profeta. Y, por supuesto, no obviaría la mejor parte. Oh, cielos. La cuestión que elevaba aquella historia a la categoría especial de Ciudad de Locos. No, de verdad. Era la mansión sobre la colina que miraba hacia Ciudad de Locos. Era del tipo «mi locura puede darle una paliza a tu locura». Con los ojos vendados. Con una mano atada a la espalda.

O un ala.

Oh, dios. De hecho, Morgan se había caído de la silla de tanto reír. El dolor del codo le servía de recordatorio. ¿Y la fascinante secta familiar de Eliza Jones? No eran «elegidos» comunes y corrientes, ellos no. ¿Cuál era su espectacular diferencia?

Aseguraban descender de un ángel.

DESCENDER DE UN ÁNGEL.

Era lo mejor que Morgan Toth había escuchado jamás.

Eliza Jones, profeta

1 parte de 512 de ángel (más o menos)

Eso era lo que iba a poner en las tarjetas. Pero entonces había visto lo que Eliza había enviado a su propio correo electrónico desde Marruecos y había tenido una idea mejor. La cual se estaba desarrollando en aquel momento.

—Todos rezamos por ella hace siete años —dijo el presentador mejor pagado del mundo—. La conocimos como Elazael y su… iglesia… creía que era la encarnación de un ángel del mismo nombre que cayó a la Tierra hace mil años. Es una historia fascinante, pero no acaba ahí. En un inesperado giro de los acontecimientos, damas y caballeros, esta joven no solo sigue viva bajo un nombre falso, sino que es científica en la capital del país y está a punto de conseguir su doctorado…

Y Morgan no escuchó el resto, porque alguien dejó escapar un grito ahogado.

—¡Es Eliza! —y la histeria estalló entre los demás.

Y aquello estuvo muy bien. Exclamad todo lo que queráis, magníficos idiotas. Dejaos llevar por la histeria, pensó Morgan Toth mientras regresaba a su laboratorio. Es bueno ser rey.