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FUEGO EN EL CIELO

Y silencio.

No era un verdadero silencio. Se escuchaban el crepitar del fuego, el susurro del viento y el jadeo de sus propias respiraciones pesadas. Pero en su conmoción, les pareció silencio y entrecerraron los ojos ante la llamarada. Surgió caliente y repentina. Murió rápidamente y no produjo humo ni olor. Simplemente desapareció, y lo que fuera que hubiera quemado —lo que fuera que mantuviera ambos mundos separados— no dejó rastro alguno de ceniza ni chisporroteo. El portal simplemente se desvaneció.

Karou escudriñó el cielo en busca de algún indicio de lo que había estado allí. Una cicatriz, una ondulación, una sombra de la hendidura, pero no había nada en absoluto.

Se volvió hacia Akiva.

Akiva. Él estaba allí. Él y no Liraz. ¿Qué había ocurrido exactamente? Aún no la había mirado; tenía los ojos desencajados por el terror, fijos en la nueva ausencia en el cielo.

—¡Liraz! —gritó con voz ronca, pero el paso estaba cerrado. No solo cerrado; había desaparecido. El cielo era simplemente el cielo, la atmósfera enrarecida sobre aquellos montes africanos y la anomalía que había conseguido que Eretz pareciera… una especie de país vecino al otro lado de un torniquete… ya no existía. Eretz le pareció muy, muy lejano, imposible y fantásticamente lejano, como un lugar imaginario, y la sangre que se estaba derramando allí…

Oh, dios. La sangre no era imaginaria. La sangre, los muertos. Y a aquel lado todo estaba tan silencioso… no se oía nada aparte del viento, y sus amigos y compañeros y… familiares, todos los soldados Ilegítimos que quedaban, los hermanos y hermanas de sangre de Akiva, ellos estaban luchando en otro cielo y no podían hacer nada por ellos.

Los habían abandonado allí.

Cuando Akiva se volvió hacia Karou, parecía conmocionado. Pálido e incrédulo.

—¿Qué… qué ha pasado? —preguntó ella, acercándose por el aire.

—Liraz —respondió Akiva como si todavía estuviera tratando de comprender—. Me empujó a través del portal. Decidió… —tragó saliva—. Que yo debía vivir. Que yo debía ser el que viviera.

Miró fijamente el aire como si pudiera divisar el otro mundo a través de él, como si Liraz se encontrara simplemente tras un velo. Pero sin la presencia del portal, de repente resultaba incomprensible cómo había existido siquiera. ¿Dónde estaba Eretz y qué magia lo había situado tan al alcance de la Tierra? ¿Quién había abierto los portales y cuándo y cómo? La mente de Karou echó mano de su concepción del cosmos conocido, empezando por los planetas girando en torno a una estrella —una inmensidad que resultaba insignificante dentro de una enormidad insondable— y no entendió cómo encajaba Eretz en aquella idea. Era como juntar dos puzles y tratar de armarlos como si fueran uno.

—Liraz se las arreglará con esa patrulla —le dijo a Akiva—. O al menos se volverá invisible y escapará.

—¿Para ir adónde? ¿De vuelta a la masacre?

Masacre.

En lo más profundo de su ser, sintió un alarido. Su corazón y sus entrañas gritaron; lo notó por todo el cuerpo. Pensó en Loramendi y sacudió la cabeza. No podría soportar de nuevo regresar a Eretz y encontrar que solo la esperaba muerte. Ni siquiera podía imaginarlo.

—Pueden vencer —dijo Karou. Quería que Akiva asintiera con la cabeza, que estuviera de acuerdo con ella—. Los escuadrones combinados. Las quimeras debilitarán a los atacantes y tú dijiste… —tragó saliva—. Tú dijiste que los Dominantes no son mejores que los Ilegítimos.

Por supuesto, aquello no era lo que Akiva había dicho. Él había dicho que uno contra uno los Dominantes no eran mejores que ellos. Y aquello no había sido un enfrentamiento uno contra uno, ni de lejos.

Akiva no la corrigió. Tampoco asintió con la cabeza ni le aseguró que todo saldría bien. Le dijo:

—Traté de alcanzar el sirithar. La… fuente de poder. Y no pude. Primero murió Hazael por no conseguirlo y ahora morirán todos…

Karou negó con la cabeza.

—No morirán.

—Yo empecé esto, todo esto. Los convencí. ¿Y soy yo el que queda vivo?

Karou continuó sacudiendo la cabeza. Tenía los puños cerrados. Se encogió en el aire y los apretó contra su estómago: en el hueco bajo la «V» invertida de su caja torácica. Era allí donde sentía un vacío y un mordisqueo… como hambre. Y era hambre. Estaba desnutrida y demasiado delgada, y su propio cuerpo le pareció frágil bajo los puños, como si hubiera quedado reducido a lo esencial. Pero aquel vacío y aquel mordisqueo eran más que hambre. Eran dolor, miedo e impotencia. Hacía mucho tiempo que había dejado de creer que Akiva y ella fueran los instrumentos de algún propósito mayor, o que su sueño fuera algo planeado o fruto del destino, pero en aquel momento descubrió que aún tenía la capacidad de enfurecerse con el universo. Por no preocuparse, por no ayudar. Por trabajar, según parecía, en contra de ellos.

Tal vez existiera un propósito. Un plan, un destino.

Y tal vez los odiaba.

Había demasiado silencio, y los demás estaban demasiado lejos.

Karou pensó en el muchacho dashnag de las Tierras Postreras, en las Sombras Vivientes y en Amzallag —que tenía la esperanza de recuperar las almas de sus hijos de las ruinas de Loramendi— a los que acababa de devolver la vida, y en todos los demás. Pero, sobre todo, pensó en Ziri, soportando su carga, sobrellevando el engaño en solitario ante la ausencia de Issa, Ten y ella misma. Muriendo como el Lobo.

Desvaneciéndose.

Él lo había dado todo, o lo haría pronto, mientras ella estaba allí, a salvo… con Akiva. Las emociones de Karou eran un brebaje venenoso en el fondo de su estómago vacío, muy vacío, porque en lo más profundo, insoportablemente, bajo todo el horror y la confusión, había al menos una pizca de… dios, seguramente no se trataba de alegría. Alivio, entonces, por seguir viva. No podía ser malo sentir alivio por estar viva, pero lo parecía. Parecía muy, muy cobarde.

Akiva agitaba las alas lentamente para mantenerse en el aire. Karou simplemente flotaba. Tras ellos, Virko hacía breves pasadas a un lado y a otro con Mik y Zuzana a la espalda… Oh. Karou miró de nuevo. Virko. Él no tenía que estar allí; no podría pasar por humano ni de lejos. Su misión era dejar a Mik y Zuze en la Tierra y regresar al portal. Pero los pensamientos de Karou obviaron de momento a Virko. Akiva la estaba mirando, y estaba segura de que sentía la misma combinación venenosa de alivio y horror que ella. Peor, por el sacrificio de Liraz.

«Ella decidió», había dicho, «que yo debería ser el que viviera».

Karou sacudió de nuevo la cabeza, como si de algún modo pudiera alejar todos aquellos pensamientos negros.

—Si fueras —dijo ella, mirándolo directamente a los ojos—, si fueras tú el que estuviera al otro lado ahora mismo, como casi ha sido, creería que estarías bien. Tendría y tengo que creerlo. No podemos hacer nada.

—Podríamos regresar —respondió él—. Podríamos volar directamente hasta el otro portal.

Karou carecía de respuesta para aquello. No quería negarse. Su propio corazón se ilusionó con la idea, aunque la razón le dijera que era insostenible.

—¿Cuánto tardaríamos? —preguntó ella tras hacer una pausa. Desde allí hasta Uzbekistán, y luego, al otro lado, desde la cordillera Veskal hasta los montes Adelfas.

Akiva apretó la mandíbula y la relajó.

—Medio día —respondió con voz tensa—. Al menos.

Ninguno de los dos lo expresó en alto, pero ambos lo sabían: cuando llegaran, la batalla habría terminado, con un desenlace u otro y, sobre todo, no habrían cumplido su misión en la Tierra. Era un fracaso que no podían permitirse.

Detestando ser la voz sensata frente al dolor, Karou preguntó con cautela:

—Si Liraz estuviera aquí conmigo y tú al otro lado, ¿qué querrías que hiciéramos?

Akiva la miró. Sus ojos ardieron tras su párpados abatidos, y Karou fue incapaz de imaginar lo que estaría pensado. Deseaba tomarle la mano como había hecho en Eretz, pero le pareció mal, como si, de algún modo, estuviera empleando artimañas para persuadirle de abandonar algo enormemente importante. Karou no quería eso; no podía tomar aquella decisión por él, así que esperó, y la respuesta de Akiva llegó pesada:

—Querría que hicierais lo que habíais venido a hacer.

Y aquello fue todo. Ni siquiera fue una verdadera elección. No podrían llegar con los demás a tiempo para cambiar la situación. E incluso si lo lograran, ¿qué esperaban conseguir? Pero lo sintieron como una decisión, como si les volvieran la espalda, y en Karou brotó, igual que una mancha de sangre, la aprensión de una culpa que sabía que terminaría por obsesionarla.

¿He hecho lo suficiente? ¿He hecho todo lo que podía?

No.

En aquel instante, recién llegada a aquel lado de la catástrofe y con la batalla aún en marcha en el otro mundo, pudo saborear anticipadamente la manera en que aquello echaría a perder cualquier felicidad que esperara encontrar o crear con Akiva. Construir una vida a partir de aquello sería como bailar sobre un campo de batalla, como girar alrededor de cadáveres.

Cuidado, no pises ahí, uno, dos, tres; no tropieces con el cadáver de tu hermana.

—Eh, ¿chicos? —era la voz de Mik. Karou se volvió hacia sus amigos, parpadeando para contener las lágrimas—. No tengo claro cuál es el plan —continuó Mik con tono vacilante. Estaba pálido y parecía aturdido, igual que Zuzana, que estaba aferrada a Virko y al mismo tiempo era sostenida por Mik—. Pero tenemos que salir de aquí. ¿Veis aquellos helicópteros?

Aquello sobresaltó a Karou. ¿Helicópteros? Entonces los vio y escuchó lo que debería haber percibido antes. Whumpwhumpwhump…

—Vienen hacia aquí —añadió Mik—. A gran velocidad.

Así era; varios helicópteros que convergían hacia ellos desde los distintos puntos cardinales. ¿Qué demonios estaba pasando? Aquello era un lugar en medio de la nada. ¿Qué hacían unos helicópteros allí? Y entonces tuvo un terrible presentimiento.

—La kasbah —exclamó mientras un terror nuevo surgía en su interior—. Maldición. La fosa.

Aquel día Eliza… no se sentía ella misma. Lo estaba disimulando bastante bien, pensó mientras tomaba un sorbo de té. Tenía que agradecer a su familia haber desarrollado aquella habilidad. Gracias, pensó, con la inquina que reservaba para ellos, por la absoluta desconexión entre mis emociones y mis músculos faciales. Resulta muy útil para fingir que no estoy perdiendo la cabeza. Tras años ocultando tristeza, vergüenza, confusión, humillación y miedo, era capaz de caminar por la vida como una hoja en blanco, con aspecto imperturbable, igual que un ser apenas animado.

Excepto cuando el sueño se apoderaba de ella, por supuesto. Entonces sí que se volvía un ser animado. Claro que sí. Y la noche anterior en la terraza de la azotea… ¿o había sido esa mañana? Ambas, supuso. Se había prolongado lo suficiente para extenderse hasta el amanecer. Había sido incapaz de dejar de llorar. Ni siquiera estaba dormida, y aun así el sueño, el recuerdo la había encontrado. Una tormenta la había recorrido, totalmente inmune a su voluntad, una tormenta de dolor, de pérdida inmensa y con toda la intensidad del remordimiento que había llegado a conocer tan bien.

Cuando las estrellas se desvanecieron y rompió el día, la tormenta de Eliza se había calmado. Ahora era el paisaje devastado que había dejado a su estela. Aguas sosegándose y ruinas. Y… una revelación, o al menos la cúspide, el extremo. Así lo sentía: su mente como una planicie aluvial, sin desechos, limpia y austera, y, a sus pies, apenas visible, un objeto que sobresalía de la tierra. Podía ser el extremo de un tronco —el tesoro de un pirata o la caja de Pandora— o de… un tejado. O de un templo enterrado. O de una ciudad entera.

O de un mundo.

Lo único que tenía que hacer era apartar el polvo de un soplido y sabría, o empezaría a saber, qué más yacía enterrado en su interior. Podía sentirlo allí dentro. Pujante, infinito, terrible y asombroso: el don, la maldición. Su legado. Agitándose. Había dedicado tanto a mantenerlo bajo tierra que en ocasiones parecía como si la energía que pudiera haber invertido en sentir alegría o amor o luz hubiera acabado dedicada a aquello. Y solo disponía de cierta cantidad de energía en la vida.

Entonces… ¿por qué no dejaba de luchar y se rendía?

Ahí está el problema. Porque Eliza no era la primera que tenía el sueño. El «don». Ella era únicamente la última «profeta». La siguiente en la cola del manicomio.

Por ese camino se halla la locura. Se sentía bastante atraída por Shakespeare aquella mañana. Por las tragedias, claro estaba, no por las comedias. No le pasó desapercibido que cuando el rey Lear decía aquella frase estaba ya medio loco. Y tal vez ella también.

Tal vez estuviera perdiendo la razón.

O tal vez…

… tal vez la estuviera encontrando.

En cualquier caso, era dueña de sus actos por el momento. Estaba bebiendo un té frío con menta en la kasbah —no en la kasbah hotel, sino en la kasbah de las bestias enterradas— y tomándose un respiro de la fosa. El doctor Chaudhary no estaba muy hablador, y Eliza se ruborizó al recordar la incomodidad con la que él le había palmeado el brazo la noche anterior, totalmente desconcertado ante su colapso.

Maldición. No había tantas personas cuya opinión le importara de verdad, pero el doctor era una de ellas, y ahora sucedía aquello. Su mente estaba dando una nueva vuelta sobre la cuestión —otro giro en el carrusel de la vergüenza— cuando notó una conmoción propagándose entre los trabajadores congregados en la kasbah.

Había una especie de zona de descanso improvisada frente a las enormes y antiguas puertas de la fortaleza: una camioneta en la que servían té y platos de comida con unas cuantas sillas de plástico para sentarse. La propia kasbah estaba acordonada; un equipo de antropólogos forenses la estaba recorriendo con peines de cerdas finas. Literalmente. Al parecer, habían encontrado unos largos pelos azules en una de las estancias; la misma habitación en la que habían hallado, desperdigado por el suelo, un peculiar surtido de dientes que había llevado a la conjetura de que «la chica del puente» y «el fantasma de los dientes» (la silueta captada por una cámara de seguridad en el Museo de Ciencias Naturales de Chicago) podrían ser la misma persona.

La trama se complicaba.

Y de repente, algo más. Eliza no vio de dónde surgió la conmoción, pero observó cómo se extendía de un grupo de trabajadores al siguiente por medio de gesticulaciones y apresurados y estridentes parloteos en árabe. Alguien señaló las montañas. Hacia arriba, al cielo sobre las cumbres; la misma dirección que el doctor Amhali había indicado cuando había dicho irónicamente: «Se marcharon por allí».

Las «bestias» vivas. Eliza respiró hondo. ¿Las habían encontrado?

Distinguió el destello de un avión que pasaba a lo lejos y, entonces, a su derecha, un par de hombres se apartaron de un grupo de gente cuya función Eliza era incapaz de determinar —había muchos hombres, y la mayoría no parecían hacer nada— y se dirigieron hacia el helicóptero que permanecía posado en un espacio de terreno llano. Eliza continuó mirando, con el té olvidado en la mano, mientras los rotores empezaban a girar e iban adquiriendo velocidad. Luego las nubes de polvo se abrieron camino hasta ella y el aparato se elevó y se fue volando. Hizo un gran estruendo —whumpwhumpwhump— y el corazón de Eliza palpitó con fuerza mientras recorría los rostros de las personas que había a su alrededor. Se sintió discapacitada por la barrera lingüística, y mucho más extranjera que el día anterior, aunque seguramente allí alguien hablara inglés y preguntarlo no requería de mucho valor. Eliza respiró hondo, tiró el vaso de papel en un contenedor y se acercó a una de las pocas trabajadoras que había allí. Solo necesitó un par de preguntas para determinar la causa de la conmoción.

«Fuego en el cielo», fue la respuesta.

¿Fuego?

—¿Más ángeles? —insistió.

Insha’Allah —contestó la mujer, mirando a lo lejos. Ojalá.

Eliza recordó lo que el doctor Amhali había dicho el día anterior: «Es magnífico para los cristianos, ¿no? “Ángeles” en Roma, y aquí “demonios”».

Qué magnífico, qué adecuado para la perspectiva del mundo occidental, y qué erróneo. Los musulmanes también creían en ángeles, y Eliza dedujo que no les importaría recibir unos cuantos. Por su parte, tenía el presentimiento de que estaban mejor sin ellos, y tuvo que preguntarse —a la luz de lo que estaba empezando a creer— por qué los ángeles la asustaban más que las bestias.