LO PEOR
El primer indicio es una sensación en la espina dorsal. Karou la nota y mira a Akiva, que está en el extremo opuesto de la multitud de soldados. En ese mismo instante, él la mira. Tiene el ceño fruncido.
Algo…
Y entonces, de repente, el cielo los traiciona. Hay nubes bajas y mucha luz; una niebla brillante a sus espaldas, como cuando llegaron del portal. Pero esta vez no son cazadores de tormentas lo que cae desde lo alto.
Es un ejército.
Muchos.
Los ángeles son de fuego y son legión, ala con ala, y de ese modo el cielo se convierte en llamas. Resplandeciente y vivo. Aunque la luz del sol sea más intensa, la tapan —tantos son— y una oscuridad enmarañada se cierne sobre la hueste que se encuentra debajo.
Sombras perseguidas por fuego.
Muy deprisa. Todo pasa muy, muy deprisa.
Comienza.
El cráter parece un cuenco de borde desigual, y los Dominantes son una tapa de fuego. Son muchos, muchos, ala con ala y espadas al aire, y cuando se lanzan en picado en un suspiro no hay escapatoria, no hay manera de rodearlos.
Tampoco se produce vacilación en la parte de abajo. Todo lo que estuvo a punto de suceder en las cuevas de los kirin sucede ahora, sin obstáculos y con la rapidez de un latigazo. Espadas desenvainadas, palmas en alto. El efecto de las hamsas es inmediato. Como hierba ondeada por el viento, las filas atacantes se bambolean. Ese instante de gracia impulsa a los rebeldes, que se lanzan a recibir la emboscada rugiendo. No esperan a quedar atrapados entre fuego y piedra sino que saltan —salen disparados— y reciben a las tropas del emperador en el aire con un sonido parecido al de puños destrozando puños.
Muchos puños contra menos, tal vez, pero los menos disponen de magia.
Al primer roce de sombra, Akiva busca el sirithar…
… y cae de rodillas como golpeado por un trueno que retumba en su interior —un trueno como un arma, un trueno en su cabeza—, y Akiva se ladea, y alguien lo sostiene. Es el dashnag que ya no es un muchacho. Rath. Su mano se cierne enorme sobre el hombro de Akiva. El mismo hombro que en otra ocasión le destrozara una quimera, otra quimera se lo sujeta ahora, y el sirithar no llega, solo el fragor de las espadas. Entonces el muchacho Rath se lanza a la batalla y Akiva se pone en pie y desenfunda la espada, y no ve a Karou…
… y Karou no lo ve a él, y no puede detenerse a buscarlo. Localiza a Zuzana y Mik; un ángel va directo hacia ellos y será incapaz de llegar a tiempo. Está abriendo la boca para gritar cuando ve a Virko. Arremete.
Desgarra.
El ángel cae hecho pedazos y Karou tiene los cuchillos de luna creciente en las manos e inicia su baile, abriéndose camino a tajos entre el enemigo para llegar hasta sus amigos.
Akiva busca de nuevo el sirithar y de nuevo el trueno invade su cabeza y cae de rodillas.
Durante un brevísimo instante tiene la impresión de notar una fría mano en la frente, reconfortante, pero que al instante desaparece. Todo a su alrededor es resplandor y estruendo y rugidos y puñaladas y dientes y gruñidos y perplejidad. No logra alcanzar la magia. Lo único que puede hacer es ponerse en pie y luchar.
Zuzana ha cerrado los ojos. Un acto reflejo ante el descuartizamiento. Una persona podría pasar toda la vida sin descubrir cuál sería su reacción al ver miembros arrancados, pero Zuzana lo sabe ahora, y descubre el terror apremiante de «todo este asunto de la guerra», y decide de inmediato que no ver lo que está sucediendo es peor que verlo, así que abre los ojos de nuevo. Mik se encuentra a su lado, hermoso, y Virko está agazapado delante de ella, inamovible, terrible y también hermoso. Ha erizado las púas del cuello. Zuzana no sabía que pudiera hacer eso. Siempre las había mantenido hacia abajo, casi como las de un erizo en reposo, aunque más grandes, más afiladas y con los bordes aserrados, pero ahora están todas levantadas en abanico, enfurecidas, y Virko aparenta el doble de tamaño. Es como una melena de león hecha de puñales.
Y entonces aparece Karou con sangre en los cuchillos, y Virko abate de nuevo las púas. Zuzana se da cuenta de que se entrecruzan, y la elegancia del movimiento, su simetría, está a punto de abrumarla con su perfección, y es eso lo que recordará principalmente, no el desmembramiento (sobre el que su mente ya está corriendo un tupido velo) sino la simetría. Cuando Mik la empuja para que suba encima de Virko, las púas no están acolchadas con una manta apestosa y no hay ningún arnés al que sujetarse, pero Zuzana no siente miedo, de eso no. En medio de este terrible sueño, se alegra de tener un amigo con una melena de león hecha de puñales. Mik monta tras ella y los músculos de Virko se tensan bajo sus cuerpos. Lanza un profundo e intenso jadeo, levanta el vuelo y… se desvanecen.
Ziri ve cómo Virko desaparece —en un parpadeo— y cómo Karou se vuelve buscando a alguien. No es a él; Ziri lo sabe, pero le importa menos que antes. Una intensa ráfaga de viento que solo puede proceder del aleteo invisible de Virko hace ondear su pelo azul como un estandarte de guerra, sedoso y fluido, y en el estruendoso torbellino de la batalla, parece rodeada por un curioso colchón de quietud.
Porque la están protegiendo quimeras e Ilegítimos, se percata Ziri. Porque es la resucitadora y porque tiene una tarea más inmediata de la que ocuparse. Recordarlo le empuja a la acción. Pase lo que pase aquí, el plan de Karou debe seguir adelante. Hay que detener a Jael.
Ziri busca a Liraz y la encuentra allí, y también a Akiva. Están luchando espalda con espalda, letales. Akiva empuña dos espadas iguales; Liraz una espada, un hacha y una sonrisa que casi parece una tercera arma. Es la misma sonrisa que lucía en el consejo de guerra, donde se burló de las probabilidades de ganar la batalla.
—¿Tres Dominantes por cada Ilegítimo? —había dicho con entusiasmo. Y Ziri lo ve ante sus ojos: tres a uno y más. Y más y más, pero está sucediendo algo. Ahí van Nisk y Lisseth. Sorprendentemente, están apoyando a Akiva y Liraz. Cada uno tiene una espada desenvainada, pero también una hamsa en alto y, frente a la pulsión de debilidad, los Dominantes son incapaces de igualar la velocidad y la fuerza de los dos Ilegítimos.
Ziri siente el resurgir de la esperanza. Es una esperanza que conoce y detesta: la horrible y negra confianza de que, matando, tal vez se pueda seguir vivo un poco más.
Matar o morir; no hay otra opción.
Hay cuerpos desperdigados por el cráter, y siguen cayendo. Ziri visualiza de repente cómo quedará cuando esté lleno de cadáveres; como si las montañas hubieran ahuecado las manos para ofrecerle los muertos a Nitid, diosa de las lágrimas y la vida, y a los dioses estrella, y al vacío.
Los cuerpos son de quimeras también, y de Ilegítimos, y entonces…
… cae una segunda oscuridad.
De las alturas desciende un segundo cielo de fuego, ala con ala con ala, y ni siquiera la horrible y negra esperanza puede sobrevivir a eso. Otra oleada de Dominantes, tan numerosa como la primera, y hoy Nitid es únicamente la diosa de las lágrimas.
—¡Karou! —grita, y ya no se sorprende al escuchar la voz del Lobo saliendo de sus propios labios (una voz para surcar el estruendo de la batalla y reunir a los soldados agotados para que continúen y continúen, como si la vida fuera un premio que se ganara derramando sangre). Matar y matar y matar para vivir. ¿Cuántos y durante cuánto tiempo? Al final es simplemente un cálculo, y aunque el verdadero Thiago hubiera remontado probabilidades imposibles en batalla, ninguna había sido así de imposible.
Y además, él no es Thiago.
Vocifera órdenes; tanto quimeras como Ilegítimos prestan atención. Cuando alcanza a Karou, se forma un parapeto de soldados con Karou, Akiva, Liraz y Thiago en su centro.
—Vosotras tenéis que iros —dice el Lobo. Su voz se eleva por encima del caos y sus ojos muestran decisión, pero no frialdad ni locura. Este Lobo Blanco no desgarrará hoy gargantas con los dientes.
—Marchaos. Usad el hechizo de invisibilidad. Tenéis una tarea que cumplir.
Karou es la primera en oponerse.
—No podemos abandonaros ahora…
—Tenéis que hacerlo. Por Eretz.
Por Eretz. Está claro que estas palabras significan «Aunque no por nosotros».
Porque estaremos muertos.
—Solo me iré si designas a alguien para que quede a salvo —dice Karou con la voz entrecortada—. Uno. Quien sea.
Alguien que espere alejado de la matanza, escondido, y regrese para recoger las almas después de que todo haya acabado. No servirá de nada; ahora que los serafines saben que los resucitan, toman medidas para evitarlo. Incineran los cuerpos y vigilan las cenizas hasta que la evanescencia es segura. De todos modos, Ziri asiente con la cabeza.
Es hora de partir. La renuencia que los atenaza forma una compleja red. Una maraña de amores y anhelos e incluso… los primerísimos y tiernos brotes de una posibilidad tan remota que podría haber parecido ridícula. Ziri mira a Liraz cuando ella lo mira a él, y ambos apartan los ojos rápidamente: Ziri hacia Karou, Liraz hacia Akiva. Se conceden un solo segundo —una eternidad— para las despedidas. Piden deseos inútiles y tiran los y si al cráter, con los cadáveres.
En las leyendas, las quimeras nacían de las lágrimas y los serafines de la sangre, pero en este momento todos ellos son hijos de la tristeza.
Cuando Karou y Akiva se vuelven el uno hacia el otro para dirigirse una última mirada, con los rostros abatidos por la inmensidad de la pérdida —no, por favor, no, ahora no, por favor, oh—, el Lobo toma la palabra.
—Akiva —dice—. Acompáñalas. Llévalas hasta el portal. Encárgate tú.
Akiva parpadea rápidamente. No quiere negarse, pero va a hacerlo. Debería quedarse allí, luchando…
—Podría estar vigilado —añade el Lobo, anticipándose a su protesta—. Tal vez necesiten ayuda —a su alrededor, la batalla está alcanzando un punto febril—. ¡Vamos!
Akiva asiente con la cabeza y se marchan.
Es la mirada de Liraz la que Ziri sostiene mientras desaparecen. No hay ningún instante de candor, solo un repentino bandazo entre estar allí y no estar allí y, en el abrupto final del estar allí, Liraz no muestra una sonrisa cortante y asesina, ni desprecio, ni frialdad, ni deseo de venganza. Sus rasgos están suavizados por la tristeza y su belleza corta la respiración a Ziri.
Y, de repente, se ha ido. En medio del círculo de soldados, el Lobo Blanco se queda solo. El afortunado Ziri, piensa, abatido, vacío. Ni hoy, ni mañana.
Mira hacia arriba. El avance de los ejércitos ha dispersado la niebla y ve hileras de soldados.
Y soldados y soldados y soldados.
Suelta una carcajada. Prepara su cuerpo robado, enseña los colmillos y pega un salto.
Escala por ellos. Son lo bastante consistentes; le resulta fácil. Solo tiene que saltar y atrapar a uno en el aire y, aferrado a él, matarlo. Y luego saltar al siguiente mientras el cuerpo cae. Y al siguiente y al siguiente, hasta que el suelo queda muy lejos y los ángeles empiezan a enredar sus alas en la estampida que forman para escapar de él. Aun así, se aproximan más por su espalda y no le faltan presas. No le falta sangre que derramar, y sus carcajadas suenan como atragantadas.
Es el Lobo Blanco.
Y Liraz vuela deprisa, dirigiéndose a toda velocidad hacia el portal. La batalla retumba a su espalda y de repente se desvanece con el ruido del viento, el viento que le escuece en los ojos. Es todo lo que siente, el escozor, el viento y la velocidad.
«No nos han presentado. No realmente», eso le había dicho en los baños termales antes de entregarle su secreto como un cuchillo. «Podrías matarme con esto. Pero confío en que no lo harás».
Confianza. ¿Confiaba en él porque le había salvado la vida, porque le había confiado su secreto o por ambas cosas? Al verlo luchar, reconoció estilo y eficacia; era brutal y elegante, pero no se parecía en nada a la gracia que había contemplado en las Tierras Postreras cuando, ataviado con su verdadero cuerpo, realizó la danza kirin de los cuchillos de luna creciente. Aquellas armas parecían una extensión de sí mismo. Estas espadas no. Y este cuerpo tampoco. Desde que le contó quién era, Liraz percibe su aspecto de Lobo Blanco como un disfraz que podría desabrocharse y del que podría salir, alto y esbelto, moreno, con cuernos y alas. En su imaginación, él es una mera silueta. Solo le vio muy de lejos, y ni siquiera sabe qué aspecto tiene su verdadero rostro.
Ojalá lo supiera.
Y al instante tal deseo le parece estúpido e insignificante. ¿Qué importa cómo fuera su rostro? A su espalda, él podría estar muriendo… de nuevo y para siempre. ¿Qué significado tiene la palabra «verdadero» cuando se refiere a un rostro? Solo las almas son verdaderas y cuando las sueltas al aire se desvanecen, como la de Haz y las de tantísimos otros, y la pérdida… La pérdida. Liraz se aferra el estómago con la mano. Las hogueras se apagan y el mundo se torna más sombrío.
¿Cómo ha podido tardar tantos años en apreciar el valor de la vida?
Vuelan a toda velocidad y transcurren largos minutos hasta que dejan atrás las montañas y salen hacia las oscuras aguas de la bahía. Desde allí arriba parece un mar, con la neblina envolviendo el horizonte y el territorio circundante. Karou divisa por fin a Mik y Zuzana sobre Virko, por delante de ellos. Los humanos tratan de mantener el hechizo de invisibilidad, pero parpadea, falla y una patrulla de Dominantes los ha localizado. Los están rodeando.
Virko gira bruscamente y se lanza en picado. Lo logra. Planea a través de la hendidura y se desvanece poco a poco, y luego llegan Karou, Akiva y Liraz a las solapas sueltas del corte en el cielo, y en vez de lanzarse directamente a él, Karou se vuelve hacia Akiva. Han revertido el hechizo de invisibilidad y, al mirarlo, la imposibilidad de un adiós la abruma de nuevo y más que antes, mucho más, ya que llega bajo el peso del peligro. ¿Cómo va a abandonarlo así?
—¡Vamos! —le grita Liraz—. ¡Ya!
Karou agarra la mano de Akiva. Desamparada, trata de forjar un último instante con él. Una mirada al menos, aunque sea sin palabras, sin nada más. Algo que recordar. Su mano es cálida y sus ojos brillantes, aunque atormentados. Parece preocupado, apesadumbrado, furioso y dispuesto a maldecir a los dioses estrella. Aprieta la mano de Karou.
—Estaremos bien —dice, pero con desesperación. Quiere creerlo pero no lo hace, en absoluto, y si él no siente confianza, Karou tampoco puede.
Oh, dios, oh, dios. Desea arrastrarlo con ella a través del portal para no dejarlo marchar jamás.
Liraz sigue gritando y su voz inunda la cabeza de Karou, la llena de pánico —e indignación— y Akiva la agarra del codo, la empuja para que cruce y eso es todo. Nota cómo los jirones del cielo rozan su rostro y deja de estar en Eretz; los gritos de Liraz —«¡Vamos! ¡Vamos!»— retumban en su cabeza, avivando su temor. Karou arde de furia, está dispuesta a odiar a Liraz aunque solo sea un instante, absolutamente dispuesta a decirle que se calle, así que se coloca frente al portal para esperarla…
… mientras al otro lado, Akiva aparta la mirada de la ranura. Se siente vacío. Acaba de ver desaparecer a Karou y se vuelve para encontrar los ojos de su hermana por última vez antes de que se marche. Cuida de ella, quiere decirle, pero no lo hará. Y de ti. Por favor, Lir. Y sus miradas se unen un instante.
—La urna está llena, hermano —dice Liraz.
¿La urna? Akiva parpadea; de repente lo recuerda. Eso lo había dicho Hazael. Akiva es el séptimo portador de su nombre; que seis Akivas hubieran muerto antes que él significaba que la urna funeraria estaba llena.
—Tienes que vivir —había añadido Hazael con voz ridícula e indiferente.
Hazael, que había muerto mientras Akiva seguía vivo.
Los pensamientos de Akiva surgen inconexos. Los Dominantes caerán sobre ellos en segundos. Los ve como siluetas que se precipitan hacia la espalda de Liraz. En su interior, nota el tamborileo de la histeria que han despertado los gritos de su hermana —«¡Vamos! ¡Vamos! ¡Vamos!»—, pero aun así la idea encuentra un asidero: jamás había visto a Liraz tan llena de vida como ahora. Hay propósito, energía y determinación en su expresión. Está centrada; está encendida.
Y entonces el pie de Liraz impacta contra el pecho de Akiva con una fuerza capaz de parar corazones, destrozar costillas y robar alientos. Akiva se queda de repente sin aire y sin pensamiento, y se tambalea, aturdido. No puede respirar y pierde la visión.
Y, cuando se recupera, está al otro lado del portal.
La hendidura empieza a arder y Liraz se encuentra en el extremo opuesto. La está cerrando a fuego. Akiva cree escuchar el estremecimiento del acero —espada contra espada— en el instante previo a que la conexión entre ambos mundos desaparezca.
La grieta en el cielo queda cauterizada como una herida. Liraz sigue en Eretz y Akiva está al otro lado, en lugar de ella. Con Karou.