INCÓGNITAS
Había demasiadas incógnitas. Desde su posición privilegiada en los montes Adelfas, los rebeldes permanecían ciegos. Allí arriba solo había cristales de hielo y sílfides, pero más allá de las cumbres se extendía un mundo repleto de tropas hostiles y esclavos encadenados, tumbas poco profundas y cenizas de ciudades abrasadas al viento, y todo era para ellos como una obra de teatro tras un telón cerrado.
No sabían si Jael había enviado tropas para perseguirlos.
Lo había hecho.
No sabían si había encontrado y tomado el portal del Atlas desde que ellos lo franquearan.
Aún no, pero en aquel momento sus patrullas estaban rastreando la bahía de las Bestias, buscándolo.
Ni siquiera sabían si había regresado a Eretz, victorioso o no, y no tenían ninguna manera de descubrir que Bast y Sarsagon, la pareja de exploradores sin representante, habían sido capturados horas después de que abandonaran el cráter hacía un día y medio.
Capturados y torturados.
Y los rebeldes no sabían, ni tampoco podrían haber imaginado, que en el extremo opuesto del mundo el cielo había permanecido oscuro como el ocaso más de un día; una extraña e implacable oscuridad que no tenía nada que ver con la ausencia del sol. El sol seguía brillando, pero lo hacía desde el interior de un índigo oscuro, como un ojo ardiente desde la sombra de una capa. Su luz aún caía sobre el mar y las verdes islas que lo salpicaban. Los colores todavía tenían el brillo del trópico. Todo mantenía su color excepto el cielo. El firmamento había enfermado y se había ennegrecido, y los cazadores de tormentas seguían volando en círculos, soltando chillidos roncos y horribles, y los prisioneros en su habitación sin aspecto de celda lo vieron desde la ventana y se estremecieron con un terror indescriptible, pero no pudieron preguntar a sus captores porque sus captores no acudieron a su llamada. Ni Eidolon la de los ojos danzarines, ni ninguno. No les llevaron comida ni bebida. Solo les quedaba la cesta de las frutas sangrientas, y ninguno tenía aún suficiente hambre para pensar en comerlas. Melliel, Segunda Portadora de dicho Nombre, y su grupo de hermanos y hermanas Ilegítimos habían quedado aparentemente olvidados y, al mirar a través de los barrotes de la ventana, solo pudieron imaginar que aquello significaba el fin del mundo.
Scarab y sus cuatro magos eran conscientes del estado del cielo en su hogar. Les habían llegado envíos incluso allí, y sintieron el desastre como una negligencia de su propia ánima, como si sus almas rehuyeran la sombra de la aniquilación.
Y si notaron la aniquilación que se cernía más cerca —mucho más cerca—, no hicieron nada por advertir a la hueste entre la que se habían mezclado de modo invisible. Les habían enseñado que aquellos seres estaban locos y que merecían sus guerras. Incluso existía cierta sensación en las Islas Lejanas de que las guerras servían a un triste buen propósito: el Imperio no podía hacer acopio de fuerzas para molestar a los stelian con sus estúpidas hostilidades al estar ocupado en matar y morir allí.
Y si había un ligero aire de superioridad en la creencia stelian de que, ante todo, ellos no debían ser molestados, era una superioridad que merecían.
No debían ser molestados.
Había que dejar en paz a los stelian a toda costa. Scarab sabía, desde el otro extremo del mundo, algo que Melliel y los demás soldados abandonados en su celda bajo aquella antinatural oscuridad desconocían: que Eidolon la de los ojos danzarines era uno de los muchos que luchaban contra el cielo enfermo, manteniendo intactas las costuras de su mundo. Que en aquel momento no tenía tiempo para prisioneros ni para nada más.
Y, por supuesto, es posible que los cinco intrusos con ojos de fuego no sintieran la emboscada que aguardaba oculta, aunque parece improbable que el aliento que entraba y salía de miles de pulmones enemigos pasara desapercibido para unos magos con una sensibilidad tan exquisita. En cualquier caso, no advirtieron a los rebeldes.
Observaron.
El envío de Scarab a los otros fue sencillo, sin hilos sensoriales ni ningún esfuerzo por transmitir sentimientos. No tiene nada que ver con nosotros.
Hasta aquel momento, había sido siempre cierto. No había modo alguno de que Scarab supiera lo profundamente falsa que era esa creencia en aquella ocasión, o contra lo que luchaba aquel peculiar y harapiento ejército mixto, o cuáles serían las consecuencias si fracasaban.
Había demasiadas incógnitas.