ASUME LO PEOR
Fascinados, los stelian contemplaron el transcurso de la siguiente hora en las cuevas y aprendieron muchas cosas, pero muchas más permanecieron incomprensibles.
El mago era conocido por el nombre de Akiva. Nightingale se negó a llamarlo así porque era un nombre del Imperio; el de un bastardo, nada menos. Ella se refirió a él únicamente como «hijo de Festival», y mantuvo sus envíos inusualmente austeros. Era una de las mejores maestras de telestesia de las Islas Lejanas, una artista, y sus envíos solían ser una espontánea combinación de belleza, significado, detalle y humor. La ausencia de todo aquello indicó a Scarab que Nightingale estaba abrumada por la emoción y que trataba de guardarla para sí misma, algo que no le reprochaba. Puesto que no podía verla —los cinco seguían bajo el hechizo de invisibilidad, por supuesto—, fue incapaz de percibir cómo estaba lidiando la anciana con la abrupta existencia de aquel nieto.
O con lo que su existencia sugería sobre el destino de Festival, durante tantos años un misterio.
Entre los derechos de Scarab como reina estaba el de rozar las mentes de sus súbditos, pero no se inmiscuiría en algo como aquello. Solo envió un sencillo mensaje de cordialidad a Nightingale —la imagen de una mano sosteniendo otra— y siguió atenta a la actividad que se desarrollaba a su alrededor.
¿Preparativos de guerra? ¿Qué era aquello? ¿Una rebelión?
Resultaba muy extraño deambular entre aquellos soldados que habían sido durante tanto tiempo meros arquetipos de los cuentos con los que se había criado. En realidad, aquellos parientes del extremo opuesto del mundo les habían servido de advertencia. Sumidos en la guerra, siglo tras siglo, con toda su magia perdida, eran una historia con moraleja. «Nosotros no somos así» había sido el tono de la educación de Scarab, tomando a sus primos de piel clara como ejemplo —a cierta distancia— de algo que rehuían. Los stelian se habían mantenido siempre apartados, evitando todo contacto con el Imperio, negándose a ser arrastrados hacia su caos, dejando que agotaran su nociva estupidez en sus guerras en el extremo opuesto del mundo.
¿Y si las quimeras ardían y sangraban por ello desde las Tierras Postreras hasta los montes Adelfas? ¿Y si un continente entero se había convertido en una fosa común? ¿Y si los hijos e hijas de la mitad de un mundo —serafines incluidos— no conocían otra vida que la guerra y no tenían ninguna esperanza de mejorar?
Eso no tiene nada que ver con nosotros.
Los stelian cargaban con su solemne deber, y era todo lo que podían soportar. El abundante y desgarrador robo de sirithar que había succionado los cielos del mundo era lo único que había empujado a Scarab tan lejos de sus islas, porque aquello tenía que ver con ellos, de la forma más mortífera imaginable.
Encontrar al mago y matarlo, restaurar el equilibrio y regresar a casa. Aquella era la misión.
¿Y ahora? No podían matarlo, así que lo observaron. Y aquel mago formaba parte de algo muy extraño, así que observaron aquello también.
Y cuando los dos ejércitos rebeldes, entremezclados pero tensos, formaron escuadrones y abandonaron las cuevas, los cinco stelian los siguieron, invisibles. Volaron hacia el sur sobre las montañas, viraron hacia el oeste y permanecieron tres horas en el cielo antes de posarse sobre una especie de cráter, al socaire de una cumbre con forma de aleta de tiburón.
Allí esperaban tres quimeras. Exploradores, pensó Scarab rápidamente mientras se abría camino en silencio entre la multitud para colocarse a la sombra del general con aspecto lobuno llamado Thiago.
—¿Dónde están los demás? —preguntó Thiago a los exploradores, y estos sacudieron la cabeza, sombríos.
—No han regresado —respondió uno.
Junto al general —y aquello era curioso— no se encontraba un lugarteniente de su propia raza, sino una severa serafina de una belleza más que ordinaria, y fue a ella a quien el general miró en primer lugar para decir:
—Tenemos que asumir lo peor hasta que sepamos lo contrario.
¿Qué era lo peor?, se preguntó Scarab casi sin darse cuenta, porque todo aquello le resultaba demasiado abstracto. Ella era una cazadora y había dirigido cazadores de tormentas desde el borde de un abismo.
Y era maga, y reina, y la Guardiana del Cataclismo, y quizá hubiera soñado en su infancia con segar los hilos de la vida de sus enemigos para construir una yoraya, pero jamás había estado en la guerra. Su pueblo había sido guerrero, pero en otra edad, y cuando Scarab, desde su retiro en las Islas Lejanas, se mostraba indiferente al destino de millones de seres por desprecio a la locura de los belicosos, lo hacía sin haber visto jamás una muerte en batalla.
Aquello estaba a punto de cambiar.
—¿Pero por qué viene Liraz con nosotros? ¿Por qué no Akiva? —preguntó Zuzana. De nuevo.
—Ya sabes por qué —respondió Karou. De nuevo, también.
—Sí, pero ninguna de esas razones me importa. Lo único que me importa es que tendré que pasar tiempo con ella. Me mira como si fuera a sacarme el alma por la oreja.
—Liraz no puede sacarte el alma, tonta —dijo Karou para mitigar el temor de su amiga—. El cerebro, tal vez, pero el alma no.
—Oh, entonces estupendo.
Karou sopesó si contarle a Zuzana que Liraz los había mantenido calientes a ella y a Mik la noche anterior mientras dormían, pero creyó que si llegaba a oídos de Liraz, tal vez sacara unos cuantos cerebros por la oreja. Así que optó por decir:
—¿No crees que yo también preferiría estar con Akiva? —y aquella vez su voz quizá dejara traslucir algo de su propia frustración.
—Bueno, resulta agradable escucharte admitirlo por fin —dijo Zuzana—. Pero unas cuantas maniobras maquiavélicas no vendrían mal aquí.
—¿Perdona? Creo que he sido bastante maquiavélica —protestó Karou, como si fuera un insulto insoportable—. ¿Qué me dices del asunto de apropiarse de una rebelión?
—Tienes razón —admitió Zuzana—. Eres una conspiradora y una mentirosa. Las piernas no me sostienen del asombro.
—Estás sentada.
—Pues la silla no me sostiene del asombro.
Allí estaban, de nuevo en el cráter donde habían pasado una noche helada. Acababan de llegar y no tardarían en partir de nuevo hacia la bahía de las Bestias y el portal. Al menos, unos cuantos, y Akiva no se incluía entre esos pocos. Karou había intentado tomárselo con filosofía, pero era duro. Cuando había visualizado el plan con total claridad —en la habitación de Akiva, con Ten muerta a sus pies, y después de que su mente recorriera el escenario a toda velocidad—, había sido a Akiva a quien había imaginado a su lado, no a Liraz.
Pero una vez que hubo presentado la idea al consejo, había empezado a darse cuenta de que su plan en realidad no era más que un mero pedazo de un pastel estratégico más grande y que si seguían adelante con él, Akiva, como Terror de las Bestias, debería quedarse allí.
Maldición.
Y así fue: Liraz la acompañaría en vez de Akiva, lo que resultaba mucho mejor. Las quimeras habrían cuestionado que Thiago enviara a Karou al otro lado del portal con Akiva, y aún había que sacar adelante el engaño. Había demasiado que sacar adelante, mierda.
Al menos, una vez que franqueara el portal, Karou se dijo a sí misma, no tendría a todo el ejército quimérico controlando cada uno de sus movimientos.
Por supuesto, sin la presencia de Akiva, no habría ningún movimiento que les preocupara controlar.
—Todos tenemos que interpretar un papel —les dijo a Zuzana y Mik, a modo de recordatorio para sí misma—. Sacar a Jael de la Tierra es solo el principio. De manera rápida, limpia y sin apocalipsis… con un poco de suerte. Y una vez que esté en Eretz, aún habrá que derrotarlo. Y, como sabéis, las apuestas no están exactamente a nuestro favor.
Era una manera suave de decirlo.
—¿Crees que podrán? —preguntó Mik. Estaba mirando a los soldados que llegaban y aterrizaban en el cráter, quimeras y serafines juntos. Su imagen en el cielo había sido impresionante, alas de murciélago junto a otras llameantes, todas con la misma suave cadencia de vuelo.
—Podremos —le corrigió Karou—. Claro que sí —pensó «Tenemos que hacerlo»—. Lo conseguiremos.
Derrotaremos a Jael. E incluso aquello sería solo un comienzo. ¿Cuántos malditos comienzos tenían que superar antes de alcanzar su sueño?
Una manera diferente de vivir. Armonía entre las razas.
Paz.
—Hija de mi corazón —le había dicho Issa en las cuevas. A excepción de unos pocos, como Thiago, las quimeras que no podían volar se habían quedado atrás. Al despedirse, Issa había recitado el mensaje final de Brimstone para Karou—. Dos veces mi hija, mi alegría. Tu sueño es mi sueño y tu nombre es la verdad. Tú eres nuestra única esperanza.
Tu sueño es mi sueño.
Sí, bueno. Karou imaginó que la imagen de Brimstone de la «armonía entre las razas» probablemente incluyera menos besos que la suya.
Deja de soñar con besos. Hay mundos en peligro. La tarta para después; insisto: para después.
Debería haber sucedido cuando había seguido a Akiva hasta el recoveco con el agua —por los dioses y el polvo de estrellas, la imagen de su pecho desnudo le había traído recuerdos… muy… cálidos—, pero no había sido así porque Akiva se había alterado, insistiendo en que había alguien o algo allí con ellos, invisible, y se había puesto a buscarlo espada en mano.
Karou no dudaba de él, pero ella no había percibido nada, y tampoco se le ocurría qué podía haber sido. ¿Sílfides? ¿Los fantasmas de los kirin muertos? ¿La diosa Ellai de mal humor? Fuera lo que fuese, su breve instante a solas se había acabado y no habían podido despedirse adecuadamente. Pensó que si lo hubieran hecho, la separación habría resultado tal vez más sencilla. Pero entonces recordó sus despedidas antes del amanecer en el bosque de réquiems años atrás, y lo duro que había sido, en cada ocasión, alejarse de él volando, así que tuvo que admitir que un beso de despedida no facilitaba nada.
Entonces se concentró en su tarea y trató de olvidarse de Akiva, que estaba en algún lugar en el extremo opuesto del grupo de soldados que iba a tomar tierra.
Su plan era el siguiente:
En lugar de atravesar el portal para atacar a Jael en territorio desconocido, Thiago y Elyon conducirían el grueso de su ejército combinado hacia el norte, hasta el segundo portal, para recibir allí a Jael cuando Karou y Liraz lo enviaran de regreso.
Y, en aquel punto, las cosas se ponían interesantes. Ellos no sabían dónde tenía Jael apostadas sus tropas y no podían predecir lo que encontrarían en el segundo portal, sobre la cordillera Veskal, al norte de Astrae. Se adaptarían a la situación, pero esperaban, por supuesto, un vasto ejército. Una media de diez a uno si tenían suerte; peor si no la tenían.
Así que Karou les entregó un arma secreta. Un par de ellas.
Estaban allí, sentadas tranquilamente ellas solas, apartadas del resto de soldados, oteando desde el borde del cráter. Cuando Karou miró hacia allí, Tangris levantó una elegante pata de pantera y se la lamió, y el gesto fue puramente felino a pesar de que el rostro —y la lengua— fueran humanos. Las esfinges estaban vivas otra vez.
Karou había entregado las Sombras Vivientes a la rebelión. Sus sentimientos al respecto eran terriblemente contradictorios. Había encontrado un pretexto para resucitar a las esfinges, Tangris y Bashees —y a Amzallag también, ya que su alma estaba en el mismo turíbulo, y retaba a cualquiera a discutirlo con ella—, lo cual estaba bien. Pero Karou siempre había sentido horror de su particular especialidad, que era moverse sin ser vistas, en silencio, y matar al enemigo durante el sueño.
Cualquiera que fuera su don o magia, iba más allá del silencio o la astucia. Era como si las esfinges exudaran un soporífero para asegurarse de que sus presas no despertaran, sin importar lo que les hicieran. Ni siquiera despertaban para morir.
A aquellas alturas, tal vez fuera ingenuo esperar que pudiera evitarse un baño de sangre, pero Karou era ingenua y no quería ser responsable de ninguna masacre más.
—Los Dominantes son irredimibles —le había dicho Elyon—. Matarlos durante el sueño es una clemencia que no merecen.
Nadie aprende jamás, había pensado ella. Jamás.
—Lo mismo diría de los Ilegítimos cualquiera del Imperio. Tenemos que empezar a actuar de otra manera No podemos matar a todo el mundo.
—Entonces, los perdonamos —había intervenido Liraz, y Karou se preparó para una nueva dosis de su sarcasmo gélido, pero, para su sorpresa, no llegó—. Tres dedos —había añadido, mirando su propia mano y volviéndola de un lado y de otro—. Elimina los tres dedos centrales de la mano dominante de un espadachín o arquero y quedará inútil para la lucha. Al menos, hasta que aprenda a utilizar la otra mano, pero eso es un problema para otro día —Liraz había mirado a Karou directamente a los ojos y había alzado las cejas como diciendo: «¿Y bien? ¿Bastará?».
Eh… bastaría. Todos habían estado de acuerdo, y Karou había tenido tiempo durante el vuelo para reflexionar sobre la extraña actitud de Liraz hacia los Dominantes, nada menos. Y aquello inmediatamente después de su desconcertante respuesta al ataque de Ten.
«Merecía su venganza», había dicho sin ira. Karou no quiso saber por qué la merecía; le bastó con maravillarse de que hubiera acabado aquel ciclo de represalias. Qué pocas veces sucedía, en una larguísima guerra de odio, que un bando dijera «Basta. Lo merecía. Acabemos ya», pero a todos los efectos, aquello era lo que Liraz había dicho.
«Lo que hagas con su alma es asunto tuyo», había añadido, concediendo a Karou libertad para sacar el alma de Haxaya del cuerpo de la loba, que nunca debería haber ocupado, para empezar.
No sabía lo que haría con ella, pero Karou la había recogido, y luego Liraz no solo había propuesto perdonar la vida a los soldados Dominantes, sino también una parte útil de sus manos. No podrían tensar arcos ni desenfundar espadas a toda prisa, pero su situación sería mejor que si les hubieran cercenado la mano entera por la muñeca. Aquello era más que clemencia. Era bondad. Qué extraño.
Así que estaba decidido. Las Sombras Vivientes inhabilitarían, si podían, a los soldados que estuvieran protegiendo el portal de Jael, o a tantos como les fuera posible.
En cuanto a Akiva, volaría hacia el oeste hasta el cabo Armasin, que era la mayor guarnición del Imperio en las antiguas tierras libres. Su papel —que podía marcar la diferencia— era incitar al motín a la segunda legión y tratar de volver contra Jael al menos a parte de las fuerzas del Imperio. Los Dominantes eran un cuerpo de élite, aristocrático, y lucharían para proteger los privilegios que recibían por nacimiento. Sin embargo, los soldados de la segunda legión eran en su mayoría reclutas, y existían razones para pensar que no deseaban otra guerra. En especial, una guerra contra los stelian, que no eran bestias sino parientes, aunque lejanos. Elyon creía que la reputación de Akiva como Terror de las Bestias influiría en algo a los soldados, pero sobre todo, había demostrado su poder de persuasión con sus hermanos y hermanas.
Karou también necesitaba cierta persuasión para animar a Jael a marcharse, pero era un tipo especial de «persuasión» que Liraz poseía igual que Akiva, así que quedó decidido.
—Voy a averiguar qué noticias traen los exploradores —le dijo a Mik y Zuzana, dejando caer de golpe su carga y girando los hombros y el cuello. Se había alarmado un poco al ver que solo había tres exploradores esperándolos: Lilivett, Helget y Vazra. Ziri había enviado cuatro parejas de exploradores, y cada pareja tenía que enviar un soldado de regreso para informar sobre cualquier actividad de tropas seráficas en torno a la bahía.
Así que debería de haber habido cuatro representantes.
Probablemente se haya retrasado, se aseguró Karou, pero entonces escuchó que el Lobo le decía a Liraz:
—Tenemos que asumir lo peor.
Y así lo hizo ella.
Y… así fue.