4

UN COMIENZO

Dos mundos, dos vidas. Ya no.

Karou había elegido.

—Soy una quimera —le había dicho a Akiva. ¿No hacía apenas unas horas que había «escapado» de la kasbah con su hermana para marcharse volando y quemar el portal de Samarcanda? Su intención era haber regresado para abrasar aquel también, sellando así los accesos entre la Tierra y Eretz para siempre. ¿Se había preguntado qué mundo elegiría Karou? Como si tuviera elección.

—Mi vida está allí —había asegurado ella.

Pero no era así. Rodeada de criaturas a las que ella misma había dotado de cuerpo y que, casi sin excepción, la despreciaban como amante de un ángel, Karou sabía que no era una vida lo que la esperaba en Eretz, sino deber y tristeza, cansancio y hambre. Miedo. Alienación. La muerte, tal vez.

Sufrimiento, sin duda.

¿Y ahora?

—Podemos enfrentarnos a ellos juntos —dijo Akiva—. Yo también tengo un ejército.

Karou se quedó clavada en el sitio, sin apenas respirar. Akiva había llegado demasiado tarde. Un ejército seráfico había franqueado ya el portal —los despiadados Dominantes de Jael, la legión de élite del Imperio—, de modo que la propuesta que Akiva le hacía a su enemigo, para asombro de todos, incluida su propia hermana, era inconcebible. ¿Enfrentarse a ellos juntos? Karou vio cómo Liraz lanzaba una mirada incrédula a Akiva. Una reacción que coincidía con la suya, porque una cosa estaba clara: si el ofrecimiento de Akiva resultaba inconcebible, que Thiago lo aceptara era inimaginable.

El Lobo Blanco preferiría morir mil veces antes que negociar con los ángeles. Destrozaría el mundo que lo rodeaba. Asistiría al fin de todo. Sería el fin de todo antes de considerar una oferta semejante.

Así que Karou se quedó tan asombrada como los demás —aunque por una razón distinta— cuando Thiago… asintió con la cabeza.

Uno de sus lugartenientes naja, Nisk o Lisseth, dejó escapar un siseo de sorpresa. Pero, aparte de unas cuantas piedrecitas empujadas colina abajo por el movimiento de alguna cola, aquel fue el único sonido que emitieron los soldados. Karou escuchaba cómo le palpitaba la sangre en los oídos. ¿Qué está haciendo? Esperaba que él lo supiera, porque ella no tenía ni idea.

Lanzó una mirada furtiva a Akiva. No quedaba ni rastro de la pena o la indignación, el desaliento o el amor que su rostro había mostrado la noche anterior; se había colocado su máscara, igual que ella. Debía mantener oculta toda su confusión, y había mucha que esconder.

Akiva había regresado. ¿Es que nadie podía escapar definitivamente de aquella condenada kasbah? Fue una decisión valiente; él siempre lo había sido, además de temerario. Pero en aquel momento, Akiva estaba arriesgando algo más que su propia vida. Estaba haciendo peligrar todo lo que ella intentaba conseguir. Y estaba poniendo al Lobo en una situación difícil: ¿podría inventar una nueva excusa plausible para no matarlo?

Y luego estaba la propia situación de Karou. Tal vez aquello fuera lo que más la aturdía.

Allí estaba Akiva, el enemigo del que se había enamorado dos veces, en dos vidas distintas, con tal intensidad que parecía designio del universo y tal vez lo fuera, y daba igual. Karou se encontraba junto a Thiago. Aquel era el lugar que había creado para sí misma, por el bien de su pueblo: al lado de Thiago.

Además —aunque Akiva no lo supiera—, aquel era el Thiago que Karou había creado para sí misma: uno al que soportaba respaldar. El Lobo Blanco estaba… algo cambiado últimamente. Karou había encerrado un alma mejor en aquel cuerpo que despreciaba —oh, Ziri— y rezaba a los infinitos dioses de dos mundos para que nadie lo descubriera. Era un secreto doloroso, y lo sentía a cada momento como una granada en la mano. Los latidos de su corazón perdieron ritmo. Tenía las palmas de las manos frías y húmedas.

El engaño era inmenso, y era frágil, y Ziri se enfrentaba sin duda a la parte más dura para sacarlo adelante. ¿Embaucar a todos aquellos soldados? La mayoría de ellos había servido durante décadas con el general, unos pocos durante siglos, a lo largo de múltiples encarnaciones, y conocían cada uno de sus gestos, de sus inflexiones. Ziri tenía que ser el Lobo, en modales, cadencia y brutalidad fría y contenida; para ser él, pero, paradójicamente, un él mejor, uno que pudiera guiar a su pueblo hacia la supervivencia en vez de hacia la venganza sin salida.

Aquello solo podía suceder por etapas. Era imposible que el Lobo Blanco se levantara una mañana, bostezara, se estirara y decidiera aliarse con su mortal enemigo.

Pero aquello era exactamente lo que Ziri estaba haciendo en aquel momento.

—Debemos detener a Jael —manifestó como algo incuestionable—. Si logra hacerse con las armas y el apoyo de los humanos, no habrá esperanza para ninguno de nosotros. En eso, al menos, nuestra causa es común —mantuvo un tono de voz bajo, dejando claro que su poder era absoluto y que no le preocupaba lo más mínimo cómo fuera recibida su decisión. Era el estilo del Lobo, y la imitación de Ziri fue impecable—. ¿Cuántos son?

—Mil —respondió Akiva—. En este mundo. Sin duda habrá una fuerte presencia de tropas al otro lado del portal.

—¿Este portal? —preguntó Thiago, señalando con la cabeza hacia la cordillera del Atlas.

—Entraron por el otro —le informó Akiva—. Pero este también podría estar comprometido. Disponen de medios para localizarlo.

Akiva no miró a Karou al decir aquello, pero ella sintió una oleada de culpabilidad. Gracias a ella, el abominable Razgut estaba libre, y podría haber mostrado aquel portal a los Dominantes igual que se lo había mostrado a ella. Las quimeras corrían el riesgo de quedar allí atrapadas, incapaces de regresar a su mundo mientras sus enemigos seráficos las atacaban desde ambos flancos. Aquel refugio seguro al que las había conducido podría convertirse fácilmente en su tumba.

Thiago se lo tomó con calma.

—Bien. Vamos a descubrirlo.

Miró a sus soldados y ellos le devolvieron la mirada, recelosos, analizando cada uno de sus movimientos. ¿Qué está tramando?, estarían preguntándose, porque simplemente no podía ser lo que parecía. No tardaría en ordenar que acabaran con los ángeles. Era todo parte de una estrategia. Seguro.

—Oora, Sarsagon —ordenó—, formad dos grupos rápidos y sigilosos. Quiero saber si hay Dominantes en nuestra puerta. Si los hubiera, no permitáis que entren. Vigilad el portal. Matad a cualquier ángel que lo franquee —su sonrisa lobuna sugirió placer ante la idea de matar ángeles, y Karou notó cómo los rostros de los soldados perdían parte de la desconfianza. Aquello tenía sentido para ellos (el Lobo, disfrutando con la posibilidad de derramar sangre seráfica), aunque el resto no lo tuviera—. Enviad un mensajero en cuanto estéis seguros. Partid —concluyó, y Oora y Sarsagon seleccionaron sus equipos con gestos rápidos y decisivos mientras avanzaban entre los congregados. Bast, Keita-Eiri, los grifos Vazra y Ashtra, Lilivett, Helget, Emylion.

—Todos los demás, regresad al patio. Preparaos para partir si el informe fuera favorable —el general hizo una pausa—. Y para luchar si no lo fuera —de nuevo logró sugerir, con una sonrisa apenas insinuada, que él preferiría la opción más sangrienta.

Había actuado bien, y una ligera esperanza relajó la ansiedad de Karou. Era mejor estar en movimiento, recibir órdenes y acatarlas. La respuesta fue inmediata y firme. La hueste se dio la vuelta y ascendió de nuevo por la colina. Si Ziri lograba mantener aquella irrefutable actitud de mando, incluso los miembros más ariscos de la tropa se apresurarían a buscar su aprobación.

Excepto que, bueno, no todo el mundo se estaba moviendo a toda prisa. Issa, por ejemplo, bajaba por la ladera enfrentándose a la corriente de soldados, y luego estaban los lugartenientes de Thiago. Menos Sarsagon, que había recibido una orden directa, el séquito del Lobo continuaba agrupado a su alrededor. Ten, Nisk, Lisseth, Rark y Virko. Eran las mismas quimeras que habían conspirado para llevar a Karou sola a la fosa con Thiago —menos Ten, que había cometido el error de enfrentarse a Issa y ahora era Ten del mismo modo que Thiago era Thiago—, y por eso las odiaba. No tenía ninguna duda de que la habrían sujetado si él se lo hubiera pedido, y solo podía alegrarse de que no lo hubiera considerado necesario.

Su actitud en aquel momento no presagiaba nada bueno. No habían obedecido el mandato de Thiago porque se creían eximidos de él. Porque suponían que recibirían otras órdenes. Y su modo de observar a Akiva y Liraz no dejaba duda de cuáles imaginaban que serían.

—Karou —susurró Zuzana al hombro de Karou—. ¿Qué demonios está pasando?

¿Qué demonios no estaba pasando? Todos los conflictos que Karou creía haber evitado en los últimos días habían regresado como un bumerán para chocar unos con otros justo allí.

—Todo —respondió con los dientes apretados—. Está pasando todo.

Los monstruosos Nisk y Lisseth con las manos medio levantadas, dispuestos a dirigir sus hamsas contra Akiva y Liraz para debilitarlos y proceder —o intentar— el asesinato. Akiva y Liraz, impertérritos ante la situación, y Ziri en medio. El pobre y dulce Ziri, vistiendo el cuerpo de Thiago y tratando de mostrar su ferocidad también, aunque solo en apariencia, y no en esencia. Aquel era su reto. Más que su reto. Era su vida, y todo dependía de ella. El levantamiento, el futuro —la posibilidad de uno— de todas las quimeras que seguían vivas y de todas las almas enterradas en la catedral de Brimstone. Aquel engaño era su única esperanza.

Los diez segundos siguientes transcurrieron tan densos como el hierro plegado.

Issa llegó hasta ellos en el mismo instante en que Lisseth tomaba la palabra.

—¿Cuáles son nuestras órdenes, señor?

Issa abrazó a Mik y Zuzana, y lanzó a Karou una brillante mirada cargada de luminoso significado. Karou la notó entusiasmada. Parecía realizada.

—He dado mis órdenes —respondió Thiago con indiferencia—. ¿Es que no he sido perfectamente claro?

¿Realizada? ¿Por qué? La mente de Karou regresó enseguida a la noche anterior. Después de haber rechazado a Akiva con una fría rotundidad que desde luego no sentía, y de haberle alejado de ella supuestamente para siempre, Issa le había dicho:

—Tu corazón no se equivoca. No tienes que avergonzarte.

Avergonzarse de amar a Akiva, a eso se había referido. ¿Y cuál había sido la respuesta de Karou?

—Eso no importa.

Había intentado creérselo: que su corazón no importaba, que Akiva y ella no importaban, que había mundos en peligro y que aquello era lo único que importaba.

—Señor —argumentó Nisk, el compañero naja de Lisseth—, no puede referirse a dejar vivos a estos ángeles…

Dejar vivos a estos ángeles. ¿Cómo podían estar en cuestión las vidas de Akiva y Liraz? Habían regresado para advertirles. El verdadero Thiago no habría dudado en destriparlos por haberse tomado la molestia. Akiva ignoraba que aquel no era el verdadero Thiago, y aun así había vuelto. Por Karou.

Karou lo miró, encontró sus ojos esperando los de ella, y, al recibirlos, sintió una punzada de claridad que diluyó por fin la mentira.

Importaba. Ellos importaban, y lo que fuera que había impedido que se mataran el uno al otro en la playa de Bullfinch todos aquellos años atrás… importaba.

Thiago no respondió a Nisk. Al menos, no con palabras. La mirada que le lanzó silenció de inmediato las palabras de los demás soldados. El Lobo siempre había tenido aquella habilidad; que Ziri se hubiera apropiado de ella resultaba sorprendente.

—Al patio —dijo con un suave tono de amenaza—. Menos Ten. Tendremos unas palabras sobre mis… expectativas… cuando haya acabado aquí. Largo —se marcharon. Karou podría haber disfrutado de verlos retirarse con rostros avergonzados, de no ser porque, a continuación, el Lobo dirigió la mirada hacia Issa, y hacia ella—. Vosotras también —añadió.

Como habría hecho el Lobo. Él nunca había confiado en Karou, solo la había manipulado y mentido, y en aquella situación sin duda la habría despachado con el resto. Y al igual que Ziri tenía un papel que interpretar, ella también tenía el suyo. En secreto podía ser la fuerza que servía de guía a aquel nuevo propósito, consagrado por Brimstone con la bendición del Caudillo, pero a ojos del ejército quimérico, seguía siendo —al menos, de momento— la muchacha que había regresado de la fosa tambaleante y empapada de sangre.

La muñeca rota de Thiago.

Disponían de un único punto de partida para trabajar, que era la fosa —grava, sangre, muerte y mentiras—, por lo que, en aquel momento, la única opción de Karou era mantener la farsa. Inclinó la cabeza en señal de obediencia al Lobo, y, al ver cómo se ensombrecían los ojos de Akiva, sintió acidez en el estómago. La reacción de Liraz, junto a su hermano, fue peor. Ella se mostró despectiva.

Resultaba difícil soportarlo.

¡El Lobo está muerto!, quiso gritar. Yo lo maté. ¡No me miréis así! Pero, por supuesto, no podía hacerlo. En aquellos momentos, tenía que ser lo bastante fuerte para mostrarse débil.

—Vamos —dijo Karou, apremiando a Issa, Zuzana y Mik para que avanzaran.

Pero Akiva no se conformó tan fácilmente.

—Espera —dijo en seráfico, de modo que solo Karou lo entendiera—. No es con él con quien he venido a hablar. Te lo habría preguntado a solas para permitirte elegir, si hubiera podido. Necesito saber lo que quieres.

¿Lo que yo quiero? Karou reprimió un ataque de histeria que se parecía peligrosamente a una carcajada. ¡Como si aquella vida tuviera algo que ver con lo que ella deseaba! Pero, dadas las circunstancias, ¿era lo que quería? Apenas había pensado en lo que podría significar. Una alianza. ¿Los rebeldes quiméricos unidos a los hermanos bastardos de Akiva para enfrentarse al Imperio?

Simplemente, era una locura.

—Incluso juntos —dijo ella—, nos superarían enormemente en número.

—Una alianza significa más que la cantidad de espadas —replicó Akiva. Y su voz sonó como un retazo de otra vida al añadir en un susurro—: Primero unos pocos, y luego más.

Karou lo miró fijamente durante un segundo de descuido, luego recordó y se obligó a bajar los ojos. Primero unos pocos, y luego más. Era la respuesta a la pregunta de si podrían convencer a otros de su sueño de paz.

—Esto es el principio —había dicho Akiva momentos antes con la mano en el corazón, antes de volverse hacia Thiago. Nadie más sabía lo que significaba aquel gesto, pero Karou sí, y sintió la calidez del sueño exaltando su corazón.

Nosotros somos el principio.

Eso le había dicho Karou a Akiva mucho tiempo atrás; ahora era él el que lo decía. Aquello era lo que su propuesta de alianza significaba: el pasado, el futuro, contrición, resurgimiento. Esperanza.

Significaba todo.

Pero Karou no podía aceptar. No allí. Nisk y Lisseth se habían detenido en la colina para volver la mirada hacia ellos: ¿Karou, la amante del ángel, y Akiva, el propio ángel, hablando tranquilamente en seráfico mientras Thiago permanecía quieto, permitiéndoselo? Nada de aquello tenía sentido. El Lobo que ellos conocían ya tendría sangre en los colmillos.

Cada instante suponía una prueba para el engaño; a cada sílaba pronunciada la contención del Lobo resultaba menos sostenible. Así que Karou bajó los ojos hacia el achicharrado y pedregoso terreno y encorvó los hombros como la muñeca rota que supuestamente era.

—Thiago es quien decide —respondió en quimérico, y trató de interpretar su papel.

Trató de hacerlo.

Pero no podía marcharse así. Después de todo, Akiva seguía persiguiendo el fantasma de la esperanza. Estaba tratando de devolverle la vida a partir de más sangre y cenizas de las que jamás habían imaginado en sus días de amor. ¿Qué otra opción había? Era lo que ella quería.

Tenía que hacerle una seña.

Issa estaba agarrándole el codo. Karou se inclinó hacia la mujer serpiente, girándose para que el cuerpo de esta se interpusiera entre ella y las quimeras que estaban observando, y entonces, tan rápidamente que temió que Akiva pudiera pasarlo por alto, levantó la mano y se tocó el corazón.

Le aporreaba en el pecho mientras se alejaba. Nosotros somos el principio, pensó, y se sintió abrumada por el recuerdo de aquella convicción. Procedía de Madrigal, de su ser más profundo, que había muerto confiando, y era intensa. Karou se encorvó hacia Issa, ocultando su rostro para que nadie pudiera ver su rubor.

La voz de Issa le llegó tan débil que casi pareció su propio pensamiento.

—¿Lo ves, niña? Tu corazón no se equivoca.

Y por primera vez en mucho, mucho tiempo, Karou sintió la certeza de aquella afirmación. Su corazón no se equivocaba.

Surgido de la traición y la desesperación, entre bestias hostiles, ángeles invasores y un engaño que amenazaba con saltar por los aires en cualquier momento, de algún modo, allí había un comienzo.