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VÁSTAGO

El sirithar la había arrastrado hasta él como un almizcle, a través de serpenteantes pasillos de roca en la fortaleza montañosa de un pueblo desaparecido, y así Scarab, reina de los stelian, había encontrado al mago al que había ido a matar.

Lo había perseguido por medio mundo y allí estaba, solo en un lugar recóndito y silencioso. Estaba desnudo hasta la cintura y le daba la espalda mientras tomaba agua de una acequia en la pared de la caverna para echársela por la cara, por el cuello y el pecho. El agua estaba fría y su piel caliente, así que despedía vapor como si fuera una niebla. Sumergió la cabeza en el reguero y se restregó el pelo con las manos. Tenía los dedos tatuados y el pelo denso, negro y muy corto. Cuando se enderezó, el agua escurrió por la parte posterior de su cuello, y Scarab distinguió la cicatriz que tenía allí.

Era un ojo cerrado, y aunque la marca emanaba poder, el diseño no le resultaba familiar. No pertenecía al lexica. Supuso que sería creación suya, como el viento y la desesperación que habían recorrido todo el mundo, aunque no había sido forjado con sirithar robado, o ella habría sentido el estremecimiento de su fabricación. Aun así, el sirithar se adhería a él, eléctrico. Como ozono, pero más intenso. Embriagador.

Allí estaba el mago desconocido que tiraba de las cuerdas del mundo y que, si no lo detenían, lo destruiría. Había imaginado que percibiría cierta maldad en él y que su alma pediría a gritos su muerte igual que un relámpago buscaba una varilla de metal, pero nada era como había esperado. Ni el grupo formado por serafines y quimeras, ni tampoco él.

«¿Lo haréis vos, mi señora, o queréis que sea yo?»

La voz de Carnassial se coló en su mente con la intimidad de un susurro. Estaba unos pasos por detrás de ella —bajo el hechizo de invisibilidad, como Scarab—, pero su mente rozó la suya como un aliento en su oreja. Hormigueo y calor, e incluso un rastro de su aroma. Era profundamente real.

Y profundamente insolente.

Scarab mandó su contestación y sintió cómo él se apartaba sin rechistar.

«¿Tú qué crees?», le espetó. Aquellas fueron sus únicas palabras, pero su respuesta incluía más.

La telestesia era un arte más parecido al sueño que a la conversación. El emisor entretejía hilos sensoriales, con o sin palabras, para crear un mensaje que estimulaba la mente del receptor a todos los niveles: sonido, imagen, gusto, tacto, aroma y recuerdo. Incluso —si los involucrados en la comunicación tenían mucha práctica— emoción. El envío de un maestro en telestesia era una experiencia más completa que la realidad: un sueño durante la vigilia enviado en un pensamiento. Scarab no era una maestra en telestesia, pero era capaz de integrar varios hilos en su envío, y así lo hizo. La flexión de las garras de un gato y la punzada de una aguja —aquello último se lo había enseñado Eidolon— le indicaron a Carnassial: «Apártate».

¿Creía que porque Scarab le había regalado su cuerpo durante su primera estación de los sueños podría rozar su mente sin ser invitado?

Hombres.

Una única estación de los sueños no era más que una única estación de los sueños. Si lo elegía de nuevo el próximo año, podría empezar a significar algo, pero tenía la sensación de que no lo haría. No porque no la hubiera complacido, sino simplemente porque ¿cómo iba a reconocer la valía de Carnassial si no lo comparaba con nadie más?

«Perdóneme, mi reina».

Aquel envío llegó desde una distancia respetable, algo más aproximado a su separación física, y libre de aroma y estímulos, como debía ser. Aunque percibió cierta contrición, y aquello le pareció una bella floritura. Carnassial tampoco era un experto en telestesia —pasaría mucho tiempo antes de que cualquiera de los dos lograra alcanzar la maestría; ambos eran muy jóvenes—, pero tenía todo lo necesario para llegar a serlo. Por algo lo había elegido Scarab para su guardia de honor, y no por sus dedos de lutier que habían aprendido a tocarla con tanto ardor en la primavera, ni por su profunda risa acampanada, ni por sus anhelos, que comprendían los de ella y se comunicaban con ellos casi como en un envío, a todos los niveles.

Carnassial era un buen mago, igual que el resto de su guardia, pero ninguno de ellos —ninguno— despedía energía en bruto como el serafín que tenía frente a ella. Recorrió su espalda desnuda con los ojos y sintió el impacto de la sorpresa. Era la espalda de un guerrero, musculosa y con cicatrices, y había un par de espadas cruzadas que colgaban de un arnés en un saliente rocoso a su derecha. Era un soldado. Eso había oído en Astrae, donde la gente hablaba de él con temor mordaz, pero Scarab no lo había creído por completo hasta aquel momento. No encajaba. Los magos no utilizaban acero; no lo necesitaban. Cuando un mago mataba, no fluía sangre. Cuando ella lo matara, como había ido a hacer, él simplemente… dejaría de vivir.

La vida es solo un hilo que amarra el alma al cuerpo, y una vez que se sabe cómo encontrarlo, se puede cortar con tanta facilidad como una flor.

Hazlo, se dijo a sí misma, y alargó la mano hacia el hilo del serafín, consciente de la presencia de Carnassial a su espalda, a la espera.

«¿Lo haréis vos o queréis que sea yo?», le había preguntado él, y aquello la irritó. Carnassial dudaba que pudiera hacerlo porque era la primera vez. Durante la instrucción, Scarab había tocado hilos de la vida y los había dejado cantar entre sus dedos; entre los dedos de su ánima, de su ser incorpóreo. Era el equivalente a colocar la espada en la garganta del oponente en un entrenamiento. Yo gano, tú mueres; más suerte la próxima vez. Pero nunca había seccionado uno, y hacerlo sería la diferencia entre colocar la espada en la garganta de un oponente y cortársela.

Era una gran diferencia.

Pero podía hacerlo. Para demostrárselo a Carnassial, se le ocurrió realizar un ez vash, la ejecución con un corte limpio. Un instante y todo habría acabado. No sentiría el hilo del desconocido ni se detendría a interpretarlo, sino que lo cortaría simplemente con su ánima, y él moriría sin que ella hubiera visto siquiera su rostro o rozado su vida.

Pensó entonces en la yoraya, y tal vez fluyera por ella cierta sensación de temeridad.

Era solo una leyenda. Probablemente. En la Primera Edad de su pueblo, que había sido mucho, mucho más larga que la actual Segunda Edad y había acabado con gran crueldad, los stelian habían sido muy diferentes a lo que eran ahora. Rodeados por enemigos poderosos, habían vivido siempre inmersos en la batalla, y por ello gran cantidad de su magia se había concentrado en el arte de la guerra. Se contaban historias sobre la mística yoraya, un arpa encordada con hilos de la vida de enemigos asesinados. Era un arma del ánima y no tenía presencia en el mundo material; no podía encontrarse como una reliquia ni pasarse como una herencia. Un mago fabricaba su propia yoraya, y esta moría con él. Se afirmaba que almacenaba el poder más inmenso, pero también el más oscuro, alcanzable únicamente matando a una escala asombrosa, y era igual de probable que al tocarla su creador se volviera loco como que saliera reforzado.

Cuando era niña, Scarab solía escandalizar a sus niñeras tramando su propia yoraya.

—Tú serás mi primera cuerda —le había dicho una vez, con malicia, a un aya que había osado bañarla contra su voluntad.

Aquellas mismas palabras acudieron a su mente en la cueva. Tú serás mi primera cuerda, pensó mientras contemplaba la espalda musculosa y llena de cicatrices del mago desconocido. Alargó su ánima para llevar a cabo la ejecución y una sensación de terror la inundó, porque durante un instante había pretendido que así fuera.

—Tened cuidado con los deseos que moldean vuestra vida y vuestro reinado, princesa —le había dicho el aya junto a la bañera aquel día—. Incluso si la yoraya fuera real, solo alguien con muchos enemigos podría conseguirla, y nosotros ya no somos así. Tenemos una tarea más importante por la que luchar.

Sí, una tarea. La que determinaba sus vidas… y se las robaba.

—Pues nadie nos lo agradece —había contestado Scarab. Entonces era una niña y le atraían más las historias de guerra que el solemne deber de los stelian.

—Porque nadie lo sabe. No lo hacemos por el agradecimiento, ni por el resto de Eretz, aunque ellos se beneficien también. Lo hacemos por nuestra propia supervivencia y porque nadie más puede hacerlo.

Aquel día tal vez le sacara la lengua al aya, pero cuando creció, se tomó aquellas palabras en serio. Recientemente, incluso, había declinado una tentadora invitación de enemistad del estúpido emperador Joram. Podría haber fabricado una cuerda del arpa con él, pero había optado por enviarle únicamente una cesta de fruta, y de todas maneras ya había muerto —a manos de aquel mago, si los rumores eran ciertos— y… así debía ser.

Scarab no quería enemigos. No quería una yoraya, ni la guerra. Al menos, así trató de convencerse a sí misma, aunque en realidad —y en secreto— había una voz interior que la empujaba hacia aquellas cosas.

La llenaba de temor, pero la entusiasmaba también, y su oscura agitación era lo más espantoso de todo.

Scarab no llevó a cabo el ez vash. Al darse cuenta de que estaba tratando de demostrar su valía ante Carnassial, se rebeló contra la idea —era él quien debía demostrar su valía ante ella— y, además, deseaba ver el rostro del mago y tocar su vida para saber quién era antes de matarlo. Atraer el sirithar no resultaba sencillo. No era algo bueno, pero sí algo fabuloso, y quería saber cómo lo había conseguido cuando todos los conocimientos sobre magia se habían perdido en el denominado Imperio de los Serafines.

Así que, en vez de cortar el hilo de su vida, Scarab alargó el ánima y lo rozó.

Y dejó escapar un grito ahogado.

Fue muy leve, pero lo suficiente para que él se volviera.

«Scarab», el envío de Carnassial llegó envuelto en premura, «hazlo».

Pero no lo mató, porque ahora lo sabía. Había tocado su vida y sabía lo que era antes incluso de ver su rostro. Entonces lo vio y Carnassial lo supo también y, aunque él no soltó una exclamación, Scarab sintió las ondulaciones de su sorpresa mientras se fundían con las suyas propias.

El mago al que llamaban Terror de las Bestias, el que robaba sirithar —por lo que no podían permitir que siguiera con vida— y que era un bastardo y un guerrero y un parricida, era también, increíblemente, un stelian. Sus ojos eran de fuego —estaban recorriendo el espacio vacío donde Scarab permanecía invisible— y aquello bastaba como certeza, pero ella sabía algo más de él, y se lo comunicó de manera titubeante a Carnassial en el más sencillo de los envíos: ni sensaciones ni sentimientos, solo palabras.

Se lo envió también a los otros, que estaban en las cuevas y los pasillos, tratando de hacerse una idea de lo que estaba sucediendo en aquel lugar. Bueno, se lo mandó a Spectral y Reave, pero se contuvo antes de comunicarle la noticia de un modo tan abrupto e inadecuado a Nightingale, para quien significaría… muchísimo.

Scarab esperó, conteniendo el aliento mientras el mago escrutaba el lugar donde ella estaba. Y aunque sabía que no podía verla, la firmeza de su mirada le indicó que había notado su presencia, y su reacción fue una sorpresa más entre las muchas que se amontonaban en aquel momento.

Ante la certeza de una presencia invisible frente a él, no se alarmó. Su expresión no se endureció, sino que se suavizó… y luego —confundiéndola hasta lo más profundo de su ser— sonrió. Era una sonrisa de placer y alegría tan pura, de felicidad y luz tan impresionante y fresca, que Scarab, una reina joven y hermosa a la que habían sonreído muchos hombres, se ruborizó al sentir que iba dirigida a ella.

Excepto que, por supuesto, no era así.

Cuando el ángel habló, su voz sonó tenue, dulce y llena de amor.

—¿Karou? ¿Estás ahí?

Scarab se ruborizó aún más y agradeció ser invisible y haber apartado a Carnassial de su mente un instante antes para que no pudiera sentir la ráfaga de calor que la sonrisa de aquel desconocido había provocado en ella.

Tenía gran belleza; de esa belleza que paraliza y obliga a contener el asombro como un aliento. Su poder formaba parte de su atractivo —el crudo y salvaje almizcle del sirithar, prohibido y condenatorio; solo aspirarlo era un regalo—, pero era su felicidad lo que parecía una punzada, tan intensa que Scarab la experimentó tanto con su corazón como con sus ojos.

Por los dioses estrella. Ella jamás había sentido una felicidad como la que veía en él en aquel momento, y estaba segura de que nunca la había inspirado tampoco. La primera noche que había pasado con Carnassial en primavera, después de que concluyeran los rituales y las danzas y al fin los dejaran solos, ella había sentido el deseo y el placer de él antes incluso de que la tocara. Entonces le había parecido algo auténtico, pero, de repente, ya no.

Aquella mirada lo superaba enormemente, y la punzada se convirtió en un dolor mientras Scarab se preguntaba: ¿para quién era?

Sintió la pulsión de las respuestas de Reave y Spectral, y de Carnassial también —no de Nightingale, a quien no se lo había comunicado todavía— y, por un instante, se sintió abrumada. Reave y Spectral eran mayores y tenían más experiencia que ella y Carnassial en el uso de la magia y la telestesia, y uno de sus envíos —los dos llegaron al mismo tiempo y enredados, así que Scarab no supo de quién era cada cuál— le transmitió una reacción de asombrosa conmoción que la obligó a parpadear y retroceder un poco.

El ángel habló de nuevo, frunciendo el ceño con incertidumbre mientras su sonrisa vacilaba.

—¿Karou? ¿Eres tú?

«Alguien viene».

A la estela de las palabras de Carnassial, Scarab escuchó unas pisadas en el pasillo y se apartó rápidamente a un lado, chocando con él en un rincón de la estancia. Scarab sintió cómo Carnassial se ponía rígido ante el contacto y se retiraba inmediatamente —temeroso de enfadarla por haberla tocado sin que se lo hubiera pedido, supuso—, y ella lamentó la pérdida de su solidez en la profundidad y amplitud de aquella sorprendente extrañeza.

Entonces apareció una figura.

Era una muchacha más o menos de la edad de Scarab. No era un serafín, ni una de las quimeras con las que los serafines se habían reunido allí.

Era… extranjera. No pertenecía a aquel mundo. Scarab jamás había visto un humano y, aunque sabía lo que eran, su aspecto le resultó increíblemente extraño. La muchacha no tenía alas ni atributos bestiales, pero en vez de parecer una carencia, aquella sencilla forma surgió como una especie de elegancia esencial. Era esbelta y se movía con la gracia de un ciervo del anochecer adquiriendo forma entre las sombras de mediados del verano, y su atractivo era tan curioso que Scarab no sabía si le resultaba más agradable que sorprendente. Tenía la piel color crema, los ojos negros como un pájaro y su pelo era un centelleo azul. Azul. Su rostro, como el de su amante, estaba ruborizado por la felicidad y salpicado con la misma dulce y trémula timidez que inundaba el rostro de él, como si aquello fuera algo nuevo entre ellos.

—Hola —dijo ella, y la palabra surgió como un hilillo, tan suave como el roce del ala de una mariposa.

Él no respondió del mismo modo.

—¿Estabas aquí ahora mismo? —le preguntó, mirando más allá de la muchacha y a su alrededor—. ¿Bajo el hechizo?

Y Scarab lo comprendió todo. Al notar una presencia, el mago había pensado que se trataba de la chica, invisible, lo que significaba que la humana podía hacer magia.

—No —respondió ella. Entonces, vaciló—. ¿Por qué?

El siguiente movimiento del ángel fue muy repentino. La agarró del brazo y tiró de ella, la colocó a su espalda y se puso en guardia, escudriñando el vacío de la estancia que, por supuesto, no estaba en absoluto vacía.

—¿Hay alguien ahí? —preguntó en seráfico esta vez, y cuando sus ojos se dirigieron a Scarab, mostraban lo que ella había esperado encontrar antes: desconfianza y una tenue llama de fiereza. Y actitud protectora, también, hacia la bonita extranjera azul que defendía con su cuerpo.

Con su cuerpo, observó Scarab con curiosidad, pero no con su mente. No levantó ningún escudo contra el ánima, sino que permaneció allí, fuerte y fiero, como si aquello supusiera alguna diferencia. Como si el hilo de su vida y el de su amante no fueran tan frágiles como telarañas centelleando en el éter; tan fáciles de cortar como hebras de seda.

«¿Vas a matarlo?», le preguntó Carnassial sin adornar su envío con hilos tonales o sensoriales que insinuaran su propia opinión al respecto.

«Por supuesto que no», contestó Scarab, y se sintió inexplicablemente enfadada con él, como si hubiera hecho algo malo. «A menos que quieras explicarle a Nightingale que encontramos a un vástago de Festival y cortamos su hilo».

Como ella había estado a punto de hacer. Se estremeció. Para demostrar que podía matar, había estado a punto de acabar con él.

Un vástago de Festival. Aquellas eran las palabras que había enviado a Carnassial, Reave y Spectral, aunque no a Nightingale. Nightingale, que había sido la Primera Maga de la abuela de Scarab, la anterior reina, y había sobrevivido en dos ocasiones al veyana de duelo. Durante la Segunda Edad, nadie había sobrevivido al veyana en dos ocasiones, y la primera vez de Nightingale había sido por Festival.

Su hija.

Puede que Scarab fuera reina, pero tenía dieciocho años, era inexperta y se sentía desbordada. Había acudido a cazar a un mago sinvergüenza, esperando matar a su primera víctima, pero lo que había encontrado era mucho mayor, y necesitaría el consejo de todos sus magos, de Nightingale sobre todo, antes de tomar cualquier decisión.

«Entonces deberíamos marcharnos», le transmitió Carnassial, ignorando el último mensaje hiriente de Scarab. «Antes de que él nos mate a nosotros».

Tenía razón. Realmente no tenían ni idea de lo que era capaz. Así que Scarab inhaló una última vez el eléctrico almizcle del poder del desconocido y se marchó.