UN DELICIOSO CAPRICHO DEL POLVO DE ESTRELLAS
En Marruecos, Eliza despertó sobresaltada. No estaba gritando, ni siquiera a punto de gritar. De hecho, no se sentía en absoluto asustada, y aquello era una sorpresa bastante agradable. Había sucumbido al sueño, consciente de que debía hacerlo —la privación de sueño puede matar a una persona—, y había tenido la esperanza de que a) el sueño, milagrosamente, la dejara tranquila o b) los muros de aquel lugar fueran lo bastante gruesos para amortiguar sus gritos.
Daba la impresión de que se hubiera impuesto la opción a, lo que resultaba un alivio, ya que la opción b obviamente habría fracasado. Oía ladridos de perros en el exterior, así que parecía que los muros, aunque fueran gruesos, no habrían amortiguado nada.
¿Qué la había despertado entonces, si no había sido el sueño? ¿Los perros, tal vez? No. Había algo…
No el sueño, sino un sueño, algo que su mente consciente esquivaba, como sombras antes de ser barridas por el haz de una linterna. Permaneció tumbada donde estaba, y hubo un instante en que sintió que podría haberlo atrapado si lo hubiera intentado. Su mente seguía andando de puntillas por la frontera de la consciencia, en ese estado de semivigilia que teje hilos entre el sueño y la realidad, y por un momento se sintió como una niña que hubiera bajado al porche para enfrentarse a una gran oscuridad con una luz diminuta.
Pero aquel era un pensamiento real, realmente estúpido, así que se incorporó y sacudió la cabeza. Lo alejó todo de un golpe. Largo, sueños. No sois bienvenidos. A veces se colocan unos pinchos en los alféizares de las ventanas para evitar que las palomas se posen; ella necesitaba algo así para su mente, para mantener alejados los sueños. Pinchos psíquicos para la mente. Excelente.
Sin embargo, a falta de pinchos psíquicos para la mente, decidió no volver a dormirse. De todas maneras, dudaba que hubiera sido capaz, y las cuatro horas que había descansado eran probablemente suficientes para evitar temporalmente la muerte por privación de sueño. Apoyó los pies en el suelo y se quedó sentada. Tenía el ordenador portátil a su lado. Había estado descargando la primera tanda de fotografías y encriptándolas antes de enviarlas a su correo electrónico del museo, que era seguro, para luego borrarlas de la cámara.
El doctor Chaudhary y ella habían empezado a recoger muestras de tejido de los cuerpos aquella tarde, y continuarían por la mañana. Estimaba que tardarían un par de días. La extraña composición de los cadáveres les obligaba a tomar muestras de cada parte del cuerpo. Músculo, piel, plumas, escamas, garras. El resto del trabajo se desarrollaría en el laboratorio, y aquel breve viaje parecería un sueño. Tan rápido, tan extraño.
¿Y qué revelarían sus hallazgos? Aún no podía lanzar ninguna hipótesis. ¿Serían una combinación de varios ADN? ¿Pantera aquí, búho allá y humano entre medias? ¿O su ADN sería homogéneo y solo se expresaría de manera diferente, del mismo modo que un único código genético humano podía expresarse en, digamos, un globo ocular o la uña de un pie, o todo el resto de componentes que formaban un cuerpo?
¿O… encontrarían algo más extraño todavía, mucho más extraño, distinto a todo lo conocido en el planeta? La recorrió un escalofrío. Aquello era tan impresionante que ni siquiera sabía dónde colocarlo en su mente. Si le estuviera permitido hablar de ello, si pudiera llamar a Taj en aquel preciso instante, o a Catherine —si tuviera consigo el teléfono—, ¿qué les diría?
Se puso en pie y se acercó a la ventana para echar un vistazo. Pero daba a un patio interior; no había nada que ver, así que Eliza se puso los vaqueros y los zapatos y franqueó la puerta sin hacer ruido.
Por supuesto, no era necesario moverse con sigilo. Si hubiera estado en un insulso mega hotel, se habría sentido arropada por el anonimato y habría salido despreocupadamente para dirigirse adonde deseaba. Pero aquello no era un insulso mega hotel. Era una kasbah. No la kasbah, sino una kasbah transformada en hotel no muy lejos de la primera. Bueno, en realidad estaba a un par de horas en coche, pero en aquel paisaje esa distancia parecía una minucia. Siguiendo por la carretera que había justo allí, se llegaba al desierto del Sáhara, que tenía el tamaño de todo Estados Unidos. En aquel contexto, un par de horas en coche podía considerarse como «no muy lejos».
La kasbah se llamaba Tamnougalt y, a pesar de que en la puerta la habían recibido unos niños ceñudos que hacían gestos como de apuñalarla con unos palos afilados, se podría decir que a Eliza más o menos le gustó. Era una ciudad de barro en el corazón de un oasis con palmeras. Gran parte de ella estaba en ruinas y desierta, y únicamente la parte central había sido restaurada, aunque sin ningún esplendor. Aún parecía barro esculpido —caprichoso barro esculpido— y las habitaciones eran suficientemente cómodas, con altísimos techos de vigas vistas y alfombras de lana en el suelo. En la azotea había una terraza orientada hacia las ondulantes copas de las palmeras. La noche anterior había cenado allí arriba con el doctor Chaudhary y había visto más estrellas que en toda su vida.
He visto más estrellas que cualquier persona viva.
Eliza se detuvo, cerró los ojos y se los apretó con las puntas de los dedos, como si haciendo aquello pudiera controlar la inquietud de su interior… o conjurar algunos pinchos psíquicos para la mente y ensartar unas cuantas de aquellas malditas palomas oníricas.
He asesinado más estrellas de las que cualquier persona verá jamás.
Eliza sacudió la cabeza. Algunos hilillos del terror y la culpa que tan familiares le resultaban se estaban deslizando dentro de su mente consciente. Le recordó a las pálidas y desesperadas raicillas que se abrían paso a través de los agujeros de drenaje de las macetas. Le recordó a las cosas que no se pueden contener, y desechó el pensamiento por completo. Ignóralo, se dijo a sí misma. No has asesinado nada. Lo sabes.
Pero no lo sabía. De repente, estaba «sabiendo» cosas, experimentando un gran convencimiento sin ningún rigor científico respecto a grandes cuestiones cósmicas —como la existencia de otro universo—, pero la certeza de su propia inocencia no se incluía entre ellas. Al menos, no de aquella manera profundamente tranquilizadora. La voz de la razón empezaba a parecer endeble y poco convincente, y aquello probablemente no fuera una buena señal.
Peldaño a peldaño, con pesadez, Eliza ascendió la escalera hacia la terraza, asegurándose que solo era estrés y no locura. No estoy loca y no voy a estarlo. He luchado demasiado. Al emerger al aire nocturno, sintió un frío sorprendente y escuchó los perros con más claridad, ladrando allí abajo en el terreno abrupto.
Y vio que el doctor Chaudhary seguía sentado donde lo había dejado horas antes. La saludó con un leve gesto de la mano.
—¿Ha estado aquí todo el rato? —preguntó Eliza, acercándose.
Él se rio.
—No. Intenté dormir. No pude. La cabeza. Sigo dándole vueltas a las implicaciones.
—Yo también.
El doctor asintió con la cabeza.
—Siéntate. Por favor —dijo él, y ella lo hizo. Permanecieron en silencio un momento, sumergidos en la noche. Luego el doctor Chaudhary volvió a hablar—. ¿De dónde han venido? —preguntó. Eliza pensó que se trataba de una pregunta retórica, pero la siguió una pausa lo bastante larga para aventurar una suposición, si se atrevía.
Morgan Toth se atrevería, pensó Eliza, así que respondió simplemente:
—De otro universo.
Confía en mí. Lo sé; estaba tirado en mi mente como si fuera basura.
El doctor Chaudhary alzó las cejas.
—¿Tan rápido? Había pensado que tal vez creyeras en Dios, Eliza.
—¿Cómo? No. ¿Por qué había imaginado tal cosa?
—Bueno, en absoluto me refería a ello como un insulto. Yo creo en Dios.
—¿De verdad? —aquello la sorprendió. Sabía que muchos científicos creían en Dios, pero nunca había detectado ninguna vibración religiosa en él. Además, su especialidad (utilizar el ADN para reconstruir la historia de la evolución) parecía especialmente en desacuerdo con, bueno, el creacionismo—. ¿No encuentra difícil la conciliación?
Él se encogió de hombros.
—A mi esposa le gusta decir que la mente es un palacio con habitaciones para muchos invitados. Tal vez el mayordomo se preocupe de instalar a los delegados de la Ciencia en un ala distinta a la de los emisarios de la Fe para que no empiecen a discutir en los pasillos.
Aquello resultaba inexplicablemente fantasioso viniendo de él. Eliza estaba atónita.
—Bueno —aventuró ella— y si se toparan justo en este momento, ¿quién ganaría?
—¿Te refieres a de dónde creo yo que han llegado los visitantes?
Eliza asintió con la cabeza.
—Estoy obligado a decir en primer lugar que posiblemente hayan salido de algún laboratorio. Creo que podemos descartar las travesuras quirúrgicas basándonos en los reconocimientos de hoy, pero ¿podrían haberlos cultivado?
—¿En la guarida de un supervillano dentro de un volcán, por ejemplo?
El doctor soltó una carcajada.
—Exactamente. Esta teoría podría tener cierta credibilidad si tuviéramos solo los cuerpos, las «bestias», por llamarlas de alguna manera, pero están también los ángeles. Ellos son algo más complejos.
Sí. El fuego, la capacidad de volar.
—¿Se ha enterado de que las bases de datos de reconocimiento facial no han dado ningún resultado con ninguno de ellos? —preguntó Eliza.
Él asintió con la cabeza.
—Me he enterado. Y si consideramos, prematuramente, que podrían proceder de hecho de… algún otro lugar, entonces ¿nuestros aspirantes son?
—Otro universo o… el cielo y el infierno —sugirió Eliza.
—Sí. Eso es lo que me hace pensar, aquí fuera, contemplando las estrellas… «Contemplar» es demasiado pasivo para unas estrellas como estas, ¿no crees?
Muy fantasioso, pensó Eliza, afirmando con la cabeza.
—Y tal vez sea que los huéspedes del palacio se estén mezclando… —se dio unos golpecitos en la cabeza para aclarar a qué «palacio» se refería—, pero me hace pensar qué significa eso. ¿Podrían ser simplemente dos maneras de decir lo mismo? Supongamos que el «cielo» y el «infierno» sean simplemente otros universos.
—Simplemente otros universos —repitió Eliza con una sonrisa en los labios—. Y el Big Bang fue simplemente una explosión.
El doctor Chaudhary rio entre dientes.
—¿Es otro universo más grande o menos que la idea de Dios? ¿Importa? Si existe un espacio donde moran los «ángeles», ¿es una cuestión semántica si optamos por llamarlo cielo?
—No —respondió Eliza con rapidez y firmeza, lo que le sorprendió un poco—. No es una cuestión semántica. Es una cuestión de motivación.
—¿Perdona? —el doctor Chaudhary la miró con perplejidad. Algo en el tono de Eliza se había endurecido.
—¿Qué es lo que quieren? —preguntó ella—. Creo que esa es la cuestión principal. Han venido de algún lugar —dijo como quien dice «Hay otro universo»—. Y si ese lugar no tiene nada que ver con «Dios» —dijo como quien dice «No tiene nada que ver»—, entonces están actuando por iniciativa propia. Y eso da miedo.
El doctor Chaudhary no dijo nada, pero dirigió la mirada de nuevo hacia las estrellas. Permaneció en silencio el tiempo suficiente para que Eliza se preguntara si no habría acabado con la recién descubierta locuacidad del doctor cuando este dijo:
—¿Quieres que te cuente algo extraño? Me gustaría saber cómo lo interpretas tú.
El horizonte estaba palideciendo. El sol no tardaría en salir. Al verlo desde allí, aquel horizonte, aquel cielo, se tomaba verdadera conciencia de estar pegado por la gravedad a una gigantesca roca lanzada al aire. Desde ella, la inmensidad que la rodeaba era una rayuela que había que imaginar: el universo, demasiado grande para que la mente lo abarcara. Y eso creyendo que solo hubiera un universo.
Demasiado grande para la mente humana, quizás.
—¿Has oído hablar del hombre de Piltdown? —le preguntó el doctor Chaudhary.
—Claro —era quizá el fraude científico más famoso de la historia: un cráneo de un hombre supuestamente prehistórico desenterrado en Inglaterra hacía unos cien años.
—Bueno —dijo el doctor Chaudhary—, en 1953 se demostró que era falso, y el año es importante. Con la prisa de la vergüenza, se retiró del Museo Británico, donde se había expuesto durante cuarenta años como «evidencia» equivocada de cierta teoría mal concebida sobre la evolución humana. Solo unos años después, en 1956, se produjo otro descubrimiento en los Andes patagónicos. Un paleontólogo aficionado alemán descubrió un arsenal de… —el doctor hizo una pausa para aumentar el suspense— esqueletos de monstruos.
Y… en algún punto, todo se distorsionó para Eliza. El sueño la acosó y los pinchos psicológicos para la mente fracasaron. El doctor Chaudhary le había dicho que iba a contarle algo extraño, e incluso mientras su mente giraba bruscamente hacia algún tipo de estado alterado, tuvo la lucidez necesaria para comprender que los esqueletos de monstruos eran el hecho relevante allí, no el emplazamiento. Sin embargo, fue allí donde su mente la condujo.
A los Andes patagónicos.
En cuanto el doctor los mencionó, Eliza los visualizó: montañas picudas como dientes afilados sobre hueso. Lagos que poseían un azul de una pureza absurda. Hielo y valles glaciales y densos bosques con neblina. Una naturaleza salvaje que podía matar, que mataba, pero a Eliza no la había matado porque no era algo fácil de conseguir y ella había sobrevivido a muchísimo más…
De algún modo, se había vuelto hacia su interior, como un vestido puesto del revés, y aunque seguía sentada allí con el doctor Chaudhary y escuchaba lo que estaba diciendo —sobre los esqueletos de los monstruos y cómo, en el período de desdén posterior a lo de Piltdown, se habían convertido en una mera broma, aunque fuera una broma que desafiaba cualquier explicación—, sus palabras eran como una corriente de agua rápida sobre el lecho de un río. Y el lecho estaba formado por mil piedras pulidas (mil no, un millón) que brillaban bajo la superficie, bajo la superficie de Eliza, y eran ella más que ella misma. Ella era más que ella, y no sabía lo que aquello significaba, pero lo sentía.
Ella era más que sí misma, y vio el lugar del que estaba hablando el doctor Chaudhary; no los esqueletos de monstruos desenterrados allí, sino el paisaje y, sobre todo, el cielo. Estaba recostada y mirando hacia arriba y vio el cielo que había sobre ella en aquel momento y el que hubo entonces —¿cuál entonces?, ¿cuándo?— y con un dolor de duelo descubrió que le había sido arrebatado.
Le arrebataron el cielo, entonces y ahora y para siempre.
Notó lágrimas en las mejillas justo cuando el doctor Chaudhary las vio. Estaba hablando todavía.
—El Museo de Paleontología de Berkeley guarda ahora los restos —decía—. Tanto por curiosidad como por mérito científico, pero tengo la sensación de que eso va a cambiar… Eliza, ¿estás bien?
Ella se limpió las lágrimas, pero continuaban fluyendo y no podía hablar.
Durante un vertiginoso instante, mientras observaba las estrellas —no «contemplar» sino «observar»—, sintió la dimensión del universo a su alrededor, tan vasto y lleno de secretos, e intuyó la presencia de más de un más allá… y un mucho más allá, y un todavía más allá, y de algún modo las misteriosas profundidades de su interior correspondieron con el misterioso alcance exterior y… no es que hubiera otro universo.
Es que existían muchos.
Muchos más que muchos, inescrutables.
Los he visto, pensó Eliza. Lo supo. Le rodaban lágrimas por la cara y, por fin, entendió la naturaleza del sueño. Y era peor, muchísimo peor de lo que había temido. No era una profecía. En aquello se había equivocado por completo. No era el fin del mundo lo que estaba viendo.
Al menos, no el fin de aquel mundo.
El sueño no era el futuro, sino el pasado. Era un recuerdo, y la cuestión de cómo podía tener Eliza un recuerdo así quedó eclipsada por su significado. Significaba que no se podía detener. Ya había sucedido.
He visto otros universos. He estado en ellos.
Y los he destruido.