ABSORTOS EN LA FELICIDAD
—¿Estás segura de que podrás hacerlo? —le preguntó Akiva a su hermana, con el ceño fruncido por la preocupación. Estaban en el acceso a la caverna donde, apenas el día anterior, los dos ejércitos habían estado a punto de aniquilarse entre ellos. La escena que tenían delante en aquel momento era… bastante diferente.
—¿A qué te refieres, a pasar varios días en compañía de tu amada? —contestó Liraz, alzando la mirada después de ajustarse el cinturón para la espada—. No será fácil. Como intente vestirme con ropa humana, no me hago responsable de mis actos.
Akiva respondió con una sonrisa seca. No había nada que deseara más que ser él quien pasara varios días con Karou; incluso aunque tuvieran que ser unos días como aquellos, en los que tendrían que persuadir a su sádico y belicoso tío de que regresara a casa, algo bastante en contra de sus deseos.
—Te estoy haciendo responsable de algo más que de tus actos —le dijo a Liraz. Pretendía que aquello sonara trivial.
No lo consiguió. Los ojos de su hermana ardieron de furia.
—¿Qué pasa, que no confías en que cuide de tu preciosa dama? Tal vez deberías asignarle un batallón entero para que la escolte.
O ir yo mismo, fue lo que Akiva quiso decir. Le había asegurado a Karou que no dejaría que se apartara de su vista, pero tendría que hacerlo una última vez. Todos habían aceptado el plan de Karou, tan audaz como astuto, pero él debería permanecer en Eretz mientras a ella la acompañaba Liraz de regreso al mundo de los humanos.
—Sabes que confío en ti —le dijo a su hermana, lo que era casi cierto. Confiaba en que protegería a Karou. Pero cuando le había preguntado si estaba segura de poder hacerlo, se había referido a otra cosa—. Cuando llegue el momento, ¿serás capaz de contenerte y no matar a Jael?
—Dije que lo haría, ¿no?
—Pero no de manera convincente —contestó Akiva.
En el consejo de guerra reconvocado, Liraz había recibido la idea de Karou con una incrédula carcajada, y luego había ido mirando un rostro tras otro alrededor de la mesa, cada vez más horrorizada de que parecieran estar considerando la propuesta.
Considerando no matar a Jael.
Aún.
Y cuando, después de mucha discusión, todo quedó acordado, Liraz se sumió en un silencio sospechoso que Akiva interpretó como que, independientemente de lo que hubiera dicho, cuando estuviera frente a su repugnante tío, su hermana haría lo que le placiera.
—Dije que lo haría —repitió Liraz con rotundidad, y su mirada retó a Akiva a seguir insistiendo.
Hablemos claro, Lir, se imaginó diciéndole Akiva. ¿No estarás planeando arruinarlo todo, verdad?
Lo dejó pasar.
—Vengaremos a Hazael —le aseguró Akiva. No era una consolación ni una verdad a medias. Él lo deseaba tanto como ella.
Liraz dejó escapar una risa sarcástica.
—Bueno. Tal vez lo venguemos los que no estemos absortos en la felicidad.
Akiva sintió una puñalada. Absortos en la felicidad. Liraz consiguió que pareciera algo frívolo, o peor… negligente. ¿Estar enamorado era una traición a la memoria de Hazael? Pero lo único que pudo pensar como respuesta fue lo que Karou había dicho antes, lo de la oscuridad que se crea en nombre de los muertos y si eso es lo que ellos querrían para nosotros. Ni siquiera tuvo que preguntárselo. Sabía que Hazael no envidiaría su felicidad. Pero Liraz, claramente, sí.
Akiva no respondió al golpe de su hermana. ¿Qué podía decir? Solo había que echar un vistazo alrededor para ver la nula frivolidad del amor. Allí, en aquella caverna, aquella incómoda reunión de serafines y quimeras podía calificarse casi de milagro, y era su milagro, suyo y de Karou. Akiva no lo reivindicaría en alto pero, en su corazón, sabía que lo era.
Por supuesto, Liraz también había participado; ella y Thiago. Aquello había sido digno de ver: los dos, hombro con hombro, entretejiendo sus ejércitos con el ejemplo. Ellos habían negociado la distribución de los escuadrones mixtos y realizado todos los nombramientos. Akiva había marcado a sus doscientos noventa y seis hermanos y hermanas con la nueva cicatriz para contrarrestar las hamsas y, en aquel momento, justo en aquel momento, delante de sus ojos, los ejércitos estaban probando sus marcas mutuamente.
En ambos bandos, algunos grupos de soldados se mantenían alejados, pero parecía que la mayoría estaba participando en una especie de cauto… bueno, juego del quién es quién, uno mucho menos despiadado del que Liraz había sido objeto.
Akiva contempló cómo su hermano Xathanael le pedía a una sab con cabeza de chacal que le mostrara las palmas. Ella vaciló y lanzó una rápida ojeada al Lobo. Él la animó, asintiendo con la cabeza, así que ella accedió. Levantó las manos, dirigió los ojos tatuados hacia Xathanael… y no sucedió nada.
Estaban sobre la mancha oscura de la sangre de Uthem, en el punto exacto donde todo había estado a punto de desmoronarse el día anterior, y no sucedió nada. Xathanael se había puesto rígido, pero se relajó, soltó una carcajada y le dio a la sab una palmada en el hombro lo bastante fuerte para considerarse una agresión. Sin embargo, sus carcajadas aumentaron y la sab no se molestó.
Un poco más allá de ellos, Akiva vio a Issa aceptar la invitación de Elyon de tocarlo, estirando un brazo para reposar su graciosa mano sobre la de él, llena de líneas negras y cicatrices.
Había tal fuerza en aquella imagen que Akiva deseó destilarla en un elixir para el resto de Eretz. Primero unos pocos, y luego más, repitió mentalmente, como una oración.
Acto seguido, buscó el resplandor azulado con el que siempre estaba en sintonía y su mirada encontró a Karou mientras la de ella lo encontraba a él. Un destello, un fulgor. Una mirada y se sintió ebrio de luz. Karou no se encontraba a su lado. Por los dioses estrella, ¿por qué no estaba con él? Akiva estaba harto de la enorme cantidad de aire que seguía separándolos. Y muy pronto habría leguas y cielos entre ellos…
—Lo siento —dijo Liraz en voz baja—. No ha sido justo.
Le invadió una calidez y una orgullosa y protectora ternura por su frágil hermana, para quien las disculpas no eran algo fácil.
—No, no lo ha sido —respondió Akiva, luchando por sonar desenfadado—. Y hablando de todo un poco, podrías haber esperado unos minutos antes de entrar como un vendaval en mi habitación. Estoy seguro de que estábamos a punto de besarnos.
Liraz resopló, sorprendida, y la tensión se diluyó entre ellos.
—Siento que «estar a punto de morir» te interrumpiera cuando estabais a punto de besaros.
—Te perdono —dijo Akiva. Era duro bromear sobre un horror que estaban evitando por tan poco, pero sentía que era lo que Hazael haría, y aquello era un principio rector (lo que Hazael haría) que parecía funcionar siempre—. Te perdono esta vez —recalcó—. La próxima, por favor, calcula lo de «estar a punto de morir» con más consideración. Mejor aún, basta de «estar a punto de morir».
Prueba con «estar a punto de besar», pensó, o con verdaderos besos, pero no lo dijo, en parte porque era inimaginable y en parte porque sabía que a su hermana le molestaría. Sin embargo, lo deseó (que Liraz pudiera encontrarse, algún día, absorta en la felicidad).
—Voy a lavarme antes de marcharnos —le dijo, apartándose de la pared de la caverna donde había estado apoyado. Varias horas de magia ininterrumpida le habían dejado el cuerpo pesado. Movió los hombros, estiró el cuello.
—Deberías ir a los baños termales —dijo Liraz—. Son… maravillosos.
Akiva se detuvo a media zancada y la miró con los ojos entrecerrados.
—¿Maravillosos? —repitió. No recordaba haber oído jamás a Liraz utilizar la palabra maravilloso y… ¿era rubor lo que se insinuaba en sus mejillas?
Interesante.
—Me refiero a las aguas medicinales —aclaró ella, y su mirada directa y firme fue demasiado directa y firme; estaba ocultando algún otro sentimiento bajo una frialdad simulada, y estaba exagerando. Y, por encima de todo, estaba el rubor.
Muy interesante.
—Bueno. Ahora no hay tiempo —dijo Akiva. Había agua en una cavidad bajando por el pasillo—. Estaré un poco más allá —añadió al marcharse. Le hubiera gustado ir a los baños termales (le hubiera gustado ir con Karou), pero se convirtió en un deseo más de la lista de cosas que haría cuando su vida fuera suya.
Bañarse con Karou.
Una oleada de calor siguió al pensamiento, que, sorprendentemente, no se topó con ningún muro instantáneo de culpa y abnegación. Estaba tan acostumbrado a tropezar con él que su ausencia parecía irreal. Era como rodear una esquina que uno ha rodeado mil veces y encontrar, en vez del parapeto que sabe que está ahí, una extensión de cielo abierto.
Libertad.
Y aunque todavía no estuvieran allí, Akiva al menos era libre de soñar, y aquello en sí mismo ya era maravilloso.
Karou le había perdonado.
Karou lo amaba.
Y de nuevo iban a separarse, y no la había besado, y ninguna de aquellas cosas estaba bien. Incluso si no hubieran tenido que ocultar sus sentimientos a dos ejércitos, e incluso si hubieran podido robar un instante a la batalla para estar solos, Akiva tenía una superstición de soldado sobre las despedidas. No se decían. Traían mala suerte y un beso de despedida era, al fin y al cabo, una forma de despedirse. Un beso de comienzo no debería ser un beso de separación. Tendrían que esperar para dárselo.
El pasillo giró hacia una cavidad donde un chorro de agua gélida resbalaba por la rugosa pared, recorría varios metros por un abrevadero a la altura de su cintura y desaparecía de nuevo en la roca. Como tantas de las maravillas de aquellas cuevas, parecía natural, pero probablemente no lo fuera. Akiva se despojó del arnés de las espadas y lo colgó en un saliente de roca. Luego se quitó la camisa.
Llenó las manos ahuecadas con agua fría y se la llevó a la cara. Poco a poco se fue mojando la cara, el cuello, el pecho y los hombros. Hundió la cabeza en el agua y se enderezó, sintiendo cómo se convertía en vapor al tocar su piel caliente mientras caía en riachuelos entre las uniones de sus alas.
Había accedido al plan de Karou porque era sensato. Era inteligente, y sus riesgos mucho menores que los del plan anterior. Y, si funcionaba, la amenaza de Jael sobre el mundo de los humanos disminuiría radicalmente, como un huracán reducido a una ráfaga de viento. Aún tendrían que preocuparse por Eretz, pero siempre habían tenido que preocuparse por Eretz, y habrían evitado que sus enemigos obtuvieran lo que Karou denominaba «armas de destrucción masiva».
Puede que Liraz se hubiera burlado de ella en el primer consejo de guerra al sugerir que simplemente le pidieran a Jael que se marchara, pero aquello era, en esencia, el plan: pedirle que reuniera a su ejército y regresara a casa sin lo que había ido a buscar, gracias y buenas noches.
Por supuesto, el elemento crucial del plan era el incentivo. Era sencillo y brillante —no se trataba de un «por favor»— y Akiva no dudaba de que Karou y Liraz lograrían llevarlo a cabo. Ambas eran formidables, pero eran también las dos personas que más le importaban en el mundo —en los dos mundos—, y deseaba conducirlas a salvo al futuro que imaginaba, en el que ninguna vida estaría en peligro y la decisión más difícil que tendrían que tomar cada día sería qué desayunar o dónde hacer el amor.
Liraz tenía razón, pensó Akiva. Estaba absorto en la felicidad. No esperaba disfrutar de ningún momento a solas con Karou durante algún tiempo, así que cuando escuchó un movimiento a su espalda —sonó como una suave inhalación— se volvió con el pulso acelerado, esperando verla.
Pero no vio a nadie.
Sonrió. Sentía una presencia delante de él con tanta claridad como había escuchado la respiración. Una vez más, Karou había acudido bajo el hechizo de invisibilidad, lo que significaba que había pasado inadvertida. Independientemente de lo que hubiera pensado unos minutos antes —que un beso de comienzo no debería ser un beso de separación—, su determinación no sobrevivió a la explosión de esperanza. Lo necesitaba. La alianza que había surgido entre ellos, mano sobre corazón, parecía inacabada. Akiva no creía que pudiera sentirse realmente feliz o volver a respirar hondo hasta… y de nuevo, asombrosamente, ninguna barrera de culpabilidad para recibir la esperanza, sino únicamente una extensión de posibilidades ante ellos… hasta que la besara. A la mierda la superstición.
—¿Karou? —dijo, sonriendo—. ¿Estás ahí? —esperó a que ella se materializara, listo para rodearla con los brazos en cuanto apareciera. Ya podía hacerlo. Al menos, cuando no hubiera nadie alrededor.
Pero Karou no se materializó.
Y entonces, bruscamente, la presencia —había una presencia— le resultó desconocida, incluso hostil, y notó algo más. Una sensación lo cubrió —lo traspasó— y Akiva experimentó una conciencia absolutamente nueva de… de su propia vida como una entidad separada. Una única y resplandeciente tensión en una urdimbre de muchas, tangible y… vulnerable. Le recorrió un escalofrío.
—¿Karou? ¿Eres tú? —preguntó otra vez, aunque sabía que no era ella.
Y entonces escuchó pisadas en el pasillo y al instante entró Karou. No apareció oculta bajo el hechizo, sino totalmente visible —y sencillamente maravillosa— y cuando se detuvo vacilante, ruborizándose por encontrarlo medio vestido, Akiva vio en su sonrisa que había acudido con la misma esperanza que había aflorado en su pecho hacía un instante.
—Hola —dijo Karou con voz suave y los ojos muy abiertos. Su esperanza intentaba alcanzar la de Akiva, pero él percibió algo más tratando de hacerse con ella y con su vida. Era peligro y amenaza. Era invisible.
Y estaba en la cavidad con ellos.