TRES VECES CAÍDO
—Bájate.
En cuanto la puerta se cerró tras él, Jael, emperador de los serafines, se sacudió con violencia y giró los hombros para deshacerse de la criatura invisible que cargaba a la espalda.
Si Razgut hubiera querido permanecer allí, aquel movimiento jamás le habría soltado. Sus manos eran fuertes, como también lo eran su voluntad y —después de una larga vida de tormento inimaginable— su tolerancia al dolor.
«No me da la gana», podría haber exclamado y haber reído como un loco mientras el emperador se revolvía.
Normalmente consideraba que merecía la pena soportar el dolor para provocar miseria a otros, pero el carácter nauseabundo de Jael acababa incluso con el placer de torturarlo, y a Razgut le alegró ceder. Se soltó y cayó al suelo de mármol con un golpe seco y un jadeo, tornándose visible en el momento del impacto. Se impulsó con los brazos para enderezarse, dejando las atrofiadas piernas extendidas a un lado.
—De nada —exclamó con solemnidad fingida.
—¿Crees que debería darte las gracias? —Jael se despojó del casco y se lo lanzó a un guardia. Solo en privado podía descubrir su cara en ruinas: la espantosa cicatriz que la cortaba desde el nacimiento del pelo hasta la barbilla. La herida le había destrozado la nariz y había convertido su boca en un desastre ceceante y succionador—. ¿Por qué? —preguntó, lanzando babas al aire.
Una mueca asomó en el rostro también espantoso de Razgut: una abotagada vejiga púrpura con la piel tirante. Respondió malhumorado y en latín, un idioma que el emperador, por supuesto, no entendía:
—Por no romperte el cuello mientras tuve oportunidad. Habría sido sencillísimo.
—Basta de lenguas humanas —protestó Jael, arrogante e impaciente—. ¿Qué estás diciendo?
Se encontraban en una opulenta suite del Palacio Papal, adyacente a la basílica de San Pedro, y acababan de llegar de un encuentro con líderes mundiales en el que Jael había presentado sus demandas. Es decir, las había presentado repitiendo cada palabra que Razgut le susurraba al oído.
—Por las palabras —dijo Razgut, en seráfico esta vez, y con dulzura—. Sin mis palabras, mi señor, ¿qué sois aparte de un bonito rostro? —rio disimuladamente, y Jael le propinó una patada.
No fue una patada teatral. No hubo maestría escénica en ella, sino brutal eficacia. De una rápida y fuerte sacudida, la puntera con refuerzo de acero de su zapato se hundió en el costado de Razgut, penetrando en su carne hinchada y deforme. Razgut soltó un alarido. El dolor fue agudo e intenso, preciso. Se acurrucó en torno a él.
Riendo.
El cascarón de la mente de Razgut tenía una grieta. Había sido una mente brillante hacía tiempo, y la grieta era como un defecto en un diamante, como una unión en una esfera de cristal. Culebreaba. Serpenteaba. Subvertía cualquier sentimiento ordinario y lo convertía en una variante mutada de sí mismo: reconocible, pero arruinado por completo. Cuando Razgut alzó la mirada de nuevo hacia Jael, en ella el odio se mezclaba con la alegría.
Eran sus ojos lo que le identificaban como lo que realmente era. Al retroceder y mirarlo en compañía de sus parientes, parecía imposible que pertenecieran a la misma raza. Los serafines eran simetría absoluta y elegancia, fuerza y esplendor —incluso Jael, siempre que la parte central de su rostro permaneciera a cubierto—, mientras que Razgut era un ser destrozado que se arrastraba, un cuerpo corrompido que tenía más de duende que de ángel. Había sido hermoso, claro que sí, pero sus ojos eran lo único que en aquel momento lo recordaba. Su forma almendrada destacaba por su delicadeza en aquel rostro tumefacto y amoratado.
El otro vestigio de su linaje era más espantoso: las astillas de hueso que sobresalían de sus omóplatos. Le habían arrancado las alas. Ni siquiera se las habían cortado, sino que se las habían desgarrado. Era un dolor con mil años de antigüedad, pero no lo olvidaría jamás.
—Cuando haya armas en las manos de mis soldados —respondió Jael, cerniéndose sobre él—, cuando tenga a la humanidad arrodillada ante mí, entonces tal vez valoraré tus palabras.
Razgut sabía perfectamente lo que le esperaba. Sabía que estaba destinado a convertirse en una mancha de sangre en el instante en que Jael consiguiera sus armas, lo que le situaba en una posición interesante, ya que él era el encargado de conseguírselas.
Si iba a convertirse en una mancha de sangre, tanto si fracasaba como si triunfaba, la cuestión era: ¿prefería ser una mancha de sangre temblorosa y obediente, o una mancha de sangre caprichosa y exasperante que consiguiera echar por tierra las ambiciones de un emperador?
A primera vista, parecía una decisión fácil. Qué sencillo resultaría humillar y destruir a Jael. En la grave e importante reunión a la que acababan de asistir, Razgut se había divertido pensando frases absurdas que susurrarle. El estúpido estaba tan seguro del servilismo rastrero de Razgut que repetiría cualquier cosa. Era una gran tentación y, en varias ocasiones, Razgut se había reído entre dientes al imaginarlo.
Estúpidos, no existe ningún dios, podría haberle obligado a decir. Solo hay monstruos, y yo soy el peor de ellos.
Resultaba divertido tener el control. Aunque Razgut era totalmente consciente de que si Jael hubiera llegado a la Tierra sin él y hubiera hablado en su propio idioma, sus huéspedes habrían puesto a trabajar su considerable ingenio humano para crear un programa de traducción y, probablemente, habrían sido capaces de entenderlos a la perfección en una semana e incluso responderles por medio de una voz generada por ordenador.
Por supuesto, aquello no se lo había contado a Jael. Era mejor interceptar cada sílaba, controlar cada frase. Al embajador ruso: ¿Tiene alguien un chicle? Me apesta el aliento.
O posiblemente, a la secretaria de Estado estadounidense: Sellemos nuestra comunión con un beso. Venga aquí, querida, y quíteme el casco.
¿No habría sido divertido?
Pero se había contenido porque aquella decisión —arruinar a Jael o ayudarlo— tenía unas repercusiones mucho más profundas y trascendentales de lo que el emperador imaginaba.
Oh. Mucho más.
—Conseguirá sus armas —le aseguró Razgut—. Pero debemos actuar con cautela, mi señor. Este es un mundo libre, no un ejército a vuestras órdenes. Tenemos que conseguir que deseen darnos lo que necesitamos.
—Darme lo que yo necesito —le corrigió Jael.
—Oh, sí, vos —rectificó Razgut—. Todo para vos, mi señor. Vuestras armas, vuestra guerra, y los intocables stelian humillándose ante vos.
Los stelian. Serían el primer objetivo de Jael, y aquello era delicioso. Razgut ignoraba lo que había provocado el intenso odio del emperador hacia ellos, pero la razón no importaba; solo el resultado.
—Qué magnífico será ese día —sonrió de manera afectada, adulador. Contuvo una carcajada y la disfrutó en su interior porque, oh, sabía cosas, sí, y sí, era agradable ser quien las sabía. El único que las sabía.
Razgut había desvelado sus secretos una única vez, a alguien cuyo deseo de conocimiento lo había condenado a convertirse en la mula de un ángel tullido. Izîl. Razgut se sorprendió de lo mucho que añoraba al anciano mendigo. Había sido inteligente y bueno, y Razgut lo había destrozado. ¿Y qué había esperado el humano; algo por nada? De erudito a demente, de doctor a saqueador de tumbas; aquel había sido su destino. Pero había obtenido lo que quería, ¿no? Más conocimiento del que podría haberle facilitado incluso el propio Brimstone, porque ni siquiera el viejo diablo había sabido aquello. Razgut recordaba algo que nadie más evocaba.
El cataclismo.
Terrible y terrible y terrible para siempre.
No había sido olvidado por casualidad. Las mentes habían sido modificadas. Las habían vaciado. Unas manos habían entrado en ellas y habían arrancado el pasado. Pero ninguna mano había entrado en la de Razgut.
En Marruecos, Izîl, viejo loco, había tratado de contarle al ángel con ojos de fuego quién los acechaba. Akiva era su nombre y tenía sangre stelian, aunque no conocimientos stelian —aquello estaba claro—, así que no le escuchó.
—¡Puedo contarte cosas! —había gritado Izîl—. ¡Cosas secretas! Sobre tu propia especie. Razgut sabe historias…
Pero Akiva le había interrumpido, negándose a escuchar la palabra de un caído. ¡Como si supiera lo que significaba aquello! Caído. Lo había dicho como una blasfemia, pero no tenía ni idea.
—Igual que moho en los libros, así surgen los mitos en la historia —había dicho Izîl—. Tal vez deberías preguntarle a alguien que hubiera estado allí hace todos esos siglos. Tal vez deberías preguntarle a Razgut.
Pero no lo había hecho. Nadie le preguntaba jamás a Razgut.
¿Qué te ocurrió? ¿Por qué te hicieron esto?
¿Quién eres, en realidad?
Oh, oh y oh. Deberían haber preguntado.
Razgut le dijo a Jael:
—Persuadiremos a los humanos, no tema. Siempre hacen lo mismo; discusiones que no cesan. No pueden vivir sin ellas. Además, estos prepotentes jefes de Estado no importan. Esto es solo un espectáculo. Mientras ellos se miran unos a otros con sus marchitos rostros, el pueblo está trabajando a vuestro favor. Recuerde mis palabras. Ya habrá grupos incrementando sus arsenales, preparándose para entregároslos. Solo será cuestión de elección, mi señor, de quién preferís que os proporcione las armas.
—¿Y dónde están todos esos ofrecimientos? —saltó baba por los aires—. ¿Dónde?
—Paciencia, paciencia…
—¡Me aseguraste que sería venerado como un dios!
—Sí, bueno, sois un dios feo —le espetó Razgut sin mostrar la paciencia que aconsejaba—. Los ponéis nerviosos. Escupís cuando habláis, os ocultáis tras una máscara y los miráis fijamente como si fuerais a asesinarlos en sus camas. ¿Habéis pensado en utilizar el encanto? Facilitaría mi trabajo.
Jael le propinó otra patada. Esta vez fue una puñalada de dolor más intensa, y Razgut escupió sangre sobre el exquisito suelo de mármol. Mojó un dedo en ella y garabateó una obscenidad.
Jael sacudió la cabeza con repulsión y se dirigió a grandes zancadas hacia la mesa donde habían dispuesto unos tentempiés. Se sirvió una copa de vino y empezó a caminar de un lado a otro.
—Estamos tardando demasiado tiempo —dijo con rencor en la voz—. No he venido a soportar rituales y cánticos. He venido a por armas.
Razgut fingió un suspiro y empezó a arrastrarse lenta y laboriosamente hacia la puerta.
—Estupendo. Iré yo mismo a hablar con ellos. En cualquier caso, será más rápido. Pronuncia el latín de manera espantosa, emperador.
Jael hizo una seña a la pareja de Dominantes que montaban guardia en la puerta, y Razgut no paró de reír mientras lo agarraban por las axilas y lo arrastraban hasta dejarlo caer con fuerza a los pies de Jael. Se carcajeó de su broma.
—¡Imaginad sus caras! —gritó, limpiándose una lágrima de uno de sus bellos y oscuros ojos—. ¡Oh, imaginad que el Papa entrara justo ahora y viera la pareja que formamos en todo su esplendor! «¿Estos son ángeles?», chillaría, aferrándose el corazón. «Oh, entonces, en el nombre de Dios, ¿qué son las bestias?» —se retorcía y temblaba de risa.
A Jael no le pareció gracioso.
—Nosotros no somos una pareja —dijo con voz fría y susurrante—. Y que te quede claro, cosa. Como me traiciones…
Razgut le interrumpió.
—¿Qué? ¿Qué me haría, querido emperador? —alzó los ojos hacia Jael y sostuvo su mirada. Con firmeza, con absoluta tranquilidad—. Míreme. Mire dentro de mí y conózcame. Soy Razgut Tres Veces Caído, el más Desgraciado de los Ángeles. No podéis arrebatarme nada que no me hayan arrebatado ya, ni hacerme nada que no me hayan hecho ya.
—Aún no te han matado —respondió Jael, inquebrantable.
Aquello hizo sonreír a Razgut. Sus dientes asomaron perfectos en su horrible rostro, y la grieta de su mente llenó sus ojos de locura. Con falsedad burlona, juntó las manos y suplicó.
—Eso no, mi señor. Oh, golpeadme, atormentadme, pero por favor, oh, por favor, ¡no me concedáis paz!
Unos espasmos de furia contrajeron el rostro partido en dos de Jael, y apretó la mandíbula con tal fuerza que la cicatriz se le quedó blanquecina mientras el resto de su cara se tornaba carmesí. En aquel momento, tuvo que entenderlo. Fue lo que Razgut imaginó, aún riendo, mientras Jael le golpeaba con las punteras reforzadas de acero de sus zapatos, pariendo dolor tras dolor, una familia entera, una dinastía de sufrimiento. Aquel fue el momento en el que Jael tuvo que darse cuenta, por fin, de que no tenía el control. No podía matar a Razgut; lo necesitaba. Para interpretar los idiomas humanos, sí, pero más que eso: para interpretar a los humanos, para comprender su historia, su política, su psicología e idear una estrategia y una retórica que les agradara.
Podía golpearlo, oh, sí, y Razgut cantaría nanas al dolor durante toda la noche y lo consolaría como si fuera un montón de bebés en sus brazos, y por la mañana contaría sus moratones, y enumeraría sus rencores y sus penas, y seguiría sonriendo, y seguiría sabiendo todas las cosas que nadie recordaba, las cosas que jamás deberían haberse olvidado, y la razón —oh, dioses estrella, la razón maravillosa y terrible— por la que Jael debería dejar tranquilos a los stelian.
—Soy Razgut Tres Veces Caído, el Más Desgraciado de los Ángeles —cantó en un mosaico de lenguas humanas, pasando del latín al árabe y luego al hebreo y vuelta a empezar, dejando escapar gruñidos mientras recibía patadas—. ¡Y sé lo que es el miedo! Claro que sí, y también sé lo que son las bestias. Vos creéis saberlo, pero no es así. Aunque lo sabréis, oh, lo sabréis, oh, lo sabréis. Os conseguiré vuestras armas y lo haré rápido, y reiré cuando me matéis igual que río cuando me golpeáis, y escucharéis el eco de mi risa al final de todo y sabréis que yo podría haberos detenido. Que podría habéroslo dicho.
No hagáis eso, oh, no, eso no. O todo el mundo morirá.
—Y podría haberlo hecho —añadió en seráfico—, si hubierais sido más amable con este pobre tullido.