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COSAS QUE SE SABEN Y ESTÁN ENTERRADAS

Estuvieron al menos veinte minutos haciendo papeleo, firmando acuerdos de confidencialidad que incrementaban la ansiedad de Eliza página a página. Otro cuarto de hora enfundándose torpemente los monos de protección especial —lo que elevó la ansiedad aún más—, y al fin se incorporaron a la procesión de figuras vestidas de blanco del sendero, como hormigas.

El doctor Amhali se detuvo en lo alto de la pendiente. Su voz les llegó débil, filtrada a través del respirador del mono.

—Antes de continuar —dijo—, debo recordarles que lo que están a punto de ver es información confidencial y altamente volátil. Mantenerla en secreto es primordial. El mundo no está preparado para ver esto y, sin duda, nosotros no estamos preparados para que se vea. ¿Lo entienden?

Eliza asintió con la cabeza. No tenía visión periférica, así que tuvo que girar el cuerpo para captar el asentimiento del doctor Chaudhary. Había varias figuras blancas tras él, y se dio cuenta de que carecían de rasgos distintivos. Si parpadeara, podría perder la noción de quién era el doctor Chaudhary. Se sintió como si acabara de entrar en una especie de purgatorio. La situación era profundamente irreal, y se lo pareció más aún cuando la zona restringida quedó a la vista. Bajando la colina desde la kasbah se llegaba a un perímetro de cuerda que rodeaba un grupo de tiendas de protección especial color amarillo limón. Se escuchaba el zumbido de unos grandes generadores achaparrados desde los que serpenteaban cables hacia el interior de las tiendas como cordones umbilicales. A su alrededor había personas arremolinadas, enfundadas de pies a cabeza en monos plásticos, que a aquella distancia les daban aspecto de larva.

Más lejos, patrullaban soldados. En el cielo volaban helicópteros.

El sol era despiadado, y Eliza sentía como si le estuvieran bombeando el aire de la máscara a través de una pajita. Torpe y rígida dentro del traje, empezó a descender cuidadosamente la colina. Su miedo, al igual que su sombra, se extendieron frente a ella.

¿Qué había en la fosa? ¿Qué había en las tiendas?

El doctor Amhali los guio hasta la más próxima y se detuvo otra vez.

—«Las bestias vienen a por vosotros» —citó—. Eso es lo que el ángel dijo —y Eliza tuvo la sensación de quedar reducida, en el transcurso de unos segundos, a los latidos de un corazón envuelto en plástico. Las bestias. Oh, dios, ¿aquí?—. Al parecer, ya están entre nosotros.

Entre nosotros, entre nosotros.

Y con una floritura de director de circo, apartó la portezuela de la tienda para dejar a la vista…

… las bestias.

Poco a poco Eliza se dio cuenta de que la palabra bestia abarcaba un espectro de criaturas extremadamente amplio. Animales, monstruos, demonios, incluso ensueños innombrables y tan terroríficos que podían detener el corazón de una niña pequeña.

Las que había en aquella tienda no pertenecían a la última categoría. Ni de lejos.

No eran sus monstruos, y mientras su corazón recuperaba algo parecido a un pulso normal, se reprendió a sí misma. Por supuesto que no lo eran. ¿En qué estaba pensando? O no estaba pensando. Sus monstruos existían en un vasto plano onírico, en un orden de magnitud completamente distinto.

¿Y a esto llamas bestias, Youssef?, podría haberle dicho, riendo con ahogado alivio. Tú no sabes lo que son las bestias.

Eliza no se rio. Susurró:

—Esfinges.

—¿Cómo dice? —preguntó el doctor Amhali.

—Tienen aspecto de esfinges —aclaró Eliza, elevando la voz pero sin alzar los ojos de ellas. Ya no tenía miedo. Se había desvanecido y había quedado sustituido por la fascinación—. De la mitología.

Mujeres gato. Dos, idénticas. Panteras con cabeza humana. Eliza franqueó la portezuela e inmediatamente sintió que el calor se atenuaba. La tienda estaba refrigerada con un ruidoso aparato de aire acondicionado, y las esfinges se encontraban sobre mesas metálicas, encima de unos cilindros de hielo seco. El pelaje de sus cuerpos felinos era suave y negro, y las alas —alas—, oscuras y con plumas.

Les habían seccionado la garganta y tenían el pecho ennegrecido por la sangre reseca.

El doctor Chaudhary adelantó a Eliza y se quitó el casco del mono especial.

—¡Doctor —exclamó el doctor Amhali de inmediato—, debo oponerme! —pero el doctor Chaudhary no pareció escucharle. Se aproximó a la esfinge más cercana. Su cabeza parecía pequeña y sin cuerpo sobre el traje, y su expresión rozaba el escepticismo.

Eliza se retiró el casco también, y el hedor la golpeó de inmediato —una forma mucho más pura del olor que había llegado arrastrado por el viento a lo alto de la colina—, pero pudo ver las criaturas con mayor claridad. Eliza se reunió con el doctor Chaudhary junto al cuerpo. Su escolta estaba inquieto, les advertía de los riesgos y las normativas, pero no les resultó difícil obviar su presencia, teniendo en cuenta lo que había delante de ellos.

—Cuénteme todo lo que sepa —dijo el doctor Chaudhary con profesionalidad. El doctor Amhali lo hizo, aunque no fue mucho. Los cuerpos, más de dos docenas, habían sido hallados en una fosa abierta. En resumen, aquello era todo.

—Esperaba poder calificar el asunto de fraude con facilidad —añadió el científico marroquí—, pero he descubierto que no me era posible. Admito que mi esperanza ahora es que usted pueda.

A modo de respuesta, el doctor Chaudhary únicamente levantó las cejas.

—¿Tienen todos este mismo aspecto? —preguntó Eliza.

—Ni remotamente —respondió el doctor Amhali, haciendo una rígida inclinación de cabeza hacia un lienzo de tela blanca elevado por un bulto mucho mayor que el de las esfinges.

¿Qué hay ahí debajo?, se preguntó Eliza. Pero el doctor Chaudhary asintió y devolvió su atención a las esfinges. Eliza se colocó junto a él, deslizó un dedo enguantado por una de las patas felinas, luego se inclinó sobre una de las oscuras alas. Levantó una pluma con un dedo y la examinó.

—Son de búho —dijo, sorprendida—. ¿Ve las fimbrias? —Eliza señaló el borde anterior de la pluma—. Estos ribetes son exclusivos del plumaje del búho. Es lo que les permite volar en silencio. Aparentemente son plumas de búho.

—No me parece que esto sean búhos —dijo el doctor Amhali.

¿Está seguro?, bromeó Eliza para sus adentros, porque había oído que los búhos en África tienen cabeza de mujer. Se sentía… fenomenal. El temor la había acompañado colina abajo. Al escuchar la palabra bestias, se había enrollado alrededor de su cuerpo, estrujándola —el sueño, la pesadilla, la persecución, la matanza—, y ahora había desaparecido, dejando alivio a su estela, y cansancio, y asombro. El asombro estaba en la parte de arriba: la bola superior del cucurucho de helado. Helado de pesadilla, pensó, aturdida.

Dale un lametón.

—Así es. No son búhos —coincidió el doctor Chaudhary, y probablemente solo alguien tan familiarizado como Eliza con sus tonos de voz podría haber detectado la frialdad del sarcasmo—. Al menos, no por completo.

Y lo que siguió fue una rápida inspección de cabeza a pies con el objeto de descartar un engaño.

—Busca suturas quirúrgicas —le indicó el doctor Chaudhary a Eliza, y ella obedeció, examinando los puntos donde los elementos dispares de la criatura coincidían: el cuello y la unión de las alas, principalmente. Eliza no compartía la esperanza del doctor Amhali; no quería encontrar suturas quirúrgicas. Si lo hacía, en primer lugar… ¿de dónde venían, o a quién pertenecían, las cabezas? Aquello sería una película de terror más que un trascendental descubrimiento científico. Y de todos modos, era un trabajo inútil. Ella sabía que las criaturas eran reales. Como sabía que los ángeles existían.

Aquellas cosas las sabía.

No, no las sabes, se dijo a sí misma. No funciona así. Primero te preguntas algo, luego reúnes datos y los estudias, y finalmente planteas una hipótesis y la analizas. Entonces tal vez empieces a saber algo.

Pero lo sabía, y tratar de fingir lo contrario era como gritar a un huracán.

Sé otras cosas también.

Y acto seguido, una de aquellas otras cosas… surgió. Fue como si un vidente volviera una carta del tarot en su mente y le mostrara aquel conocimiento, aquella certeza que había permanecido allí boca abajo… toda su vida. Más. Mucho más que toda su vida. Estaba allí, y era algo demasiado grande para asimilarlo de repente. Demasiado grande. Eliza respiró hondo, algo poco recomendable cuando se está junto a un cadáver, así que retrocedió tambaleante y tomó aire varias veces de manera rápida y resuelta para limpiar el miasma de muerte de sus pulmones.

—¿Estás bien? —le preguntó el doctor Chaudhary.

—Sí —dijo ella, luchando por ocultar su nerviosismo. Por nada quería que el doctor pensara que era una remilgada y no podía soportar aquello, y por nada, por nada, quería que deseara haberse llevado a Morgan Toth en vez de a ella, así que retomó el trabajo, ignorando con decisión la… carta del tarot… que yacía ahora boca arriba en su mente.

Existe otro universo.

Aquello era lo que Eliza sabía. En la universidad, había eludido de modo clamoroso la Física en favor de la Biología, de modo que su conocimiento sobre la teoría de cuerdas era básico, sin embargo sabía que existía un argumento convincente sobre los universos paralelos, científicamente hablando. Desconocía el argumento, pero de todas maneras no importaba. Había otro universo. Eliza no tenía que demostrarlo.

Qué carajo. La prueba estaba justo allí, muerta a sus pies. Y la prueba estaba en Roma, viva. Y…

Lo recordó con hilaridad.

—Deberían tratarlo como una invasión extraterrestre —había dicho Morgan, y aquel pequeño don nadie había dado en el clavo. Era una invasión extraterrestre. Solo que los extraterrestres tenían aspecto de ángeles y bestias y no procedían del «espacio exterior» sino de un universo paralelo. Con una alegría cada vez mayor, se imaginó planteando aquella teoría a los dos doctores que tenía al lado —Ey, ¿sabéis lo que creo?—, y fue más o menos en aquel momento cuando se dio cuenta de que lo que creía hilaridad era en realidad pánico.

No provocado por las bestias, o el hedor, o el calor, ni siquiera por el cansancio, y tampoco por la idea de otro universo. Era por saberlo. Por sentirlo dentro de ella: su certeza y profundidad enterradas en su interior, como monstruos en una fosa. Solo que los monstruos estaban muertos y no podían hacer daño a nadie. Aquel conocimiento podía desgarrarla.

Arrebatarle la cordura, en todo caso.

Había sucedido en su familia.

—Tienes el don —le había dicho su madre cuando era muy pequeña y estaba tumbada en la cama de un hospital, llena de tubos y rodeada de máquinas que lanzaban pitidos. Era la primera vez que su corazón se había vuelto loco y se había convertido en un amasijo de músculo fibrilante, algo que estuvo a punto de matarla. Su madre no la había abrazado, ni siquiera en aquella ocasión. Simplemente se había arrodillado junto a ella con las manos en actitud de plegaria y fervor en la mirada… y envidia. Siempre, después de aquello, envidia.

—Tú velarás por nosotros. Nos guiarás a todos.

Pero Eliza no estaba guiando a nadie a ningún sitio. El «don» era una maldición. Lo había sabido incluso entonces. La historia de su familia estaba salpicada de locura, y ella no tenía ninguna intención de convertirse en la última de una serie de «profetas» encerrados en manicomios que vociferaban sobre el apocalipsis y lamían las paredes. Había trabajado muy duro para reprimir su «don» y ser quien quería ser, y lo había logrado. ¿De fugitiva adolescente a becaria en la Fundación Nacional de Ciencias e inminente doctora? Había triunfado de manera brutal en todos los aspectos excepto en uno. El sueño. Se presentaba cuando le apetecía, demasiado grande para enterrarlo, más poderoso que ella. Más poderoso que todo.

Pero en aquel momento se estaban despertando en su interior más cosas, nuevas certezas que no le pertenecían, y aquello la aterraba. Se tambaleó varias veces. Estaba cada vez más mareada y empezaba a sospechar que, al mantenerse desvelada para contener el sueño, había debilitado algo dentro de ella. Tomó aire y lo soltó, y se dijo a sí misma que podía controlar su mente igual que controlaba sus músculos.

—Eliza, ¿estás segura de que te encuentras bien? Si necesitas un poco de aire fresco, por favor…

—No, no. Estoy bien —forzó una sonrisa y se inclinó de nuevo sobre la esfinge que tenía delante.

Descubrieron que no podían satisfacer la esperanza del doctor Amhali. Llegaron a la conclusión de que no había suturas que encontrar, ni tampoco etiquetas de «fabricado por Frankenstein» convenientemente cosidas en la parte posterior de los cuellos. Sin embargo, había algo.

Eliza mantuvo largo rato la mano muerta de una de las esfinges sobre la suya enguantada, mirando fijamente la marca, antes de hablar.

—¿Había visto esto?

De la actitud silenciosa del doctor Amhali dedujo que sí, y que tal vez había estado esperando a que ellos lo descubrieran. El doctor Chaudhary parpadeó varias veces, concentrado en la marca, haciendo la misma conexión que Eliza.

—La chica del puente —dijo.

La chica del puente: la belleza de pelo azul que se había enfrentado a unos ángeles en Praga con las manos en alto y unos ojos color añil tatuados en las palmas. Habían aparecido en la portada de la revista Time, y desde entonces se habían convertido en sinónimo del demonio. A los niños les gustaba dibujárselos con bolígrafo para hacer de malos. Eran el nuevo 666.

—¿Empiezan a comprender lo que esto significa? —preguntó el doctor Amhali con gran intensidad—. ¿Ven cómo lo interpretará el mundo? Los ángeles aterrizaron en Roma; es magnífico para los cristianos, ¿no? Ángeles en Roma, advirtiendo de la llegada de bestias y guerras, mientras aquí, en un país musulmán, desenterramos… demonios. ¿Cuál creen que será la reacción?

Eliza comprendía la postura del doctor Amhali y notó su miedo. Al mundo le bastaba una provocación mucho menor que unos «demonios» de carne y hueso para volverse loco. Aun así, aquellas criaturas despertaron asombro en ella, y se sintió incapaz de desear que fueran falsas.

En cualquier caso, aquellas preocupaciones correspondían a los gobiernos y diplomáticos, a los policías y militares, no a los científicos. Su tarea eran los cuerpos que tenían delante: el aspecto físico y nada más. Había mucho que hacer: recoger y clasificar muestras de tejidos, así como tomar y anotar exhaustivas medidas y fotografías como referencia de cada cuerpo. Pero primero optaron por una visión de conjunto del trabajo que tenían por delante.

—¿Todos los cuerpos tienen las marcas? —preguntó el doctor Chaudhary al doctor Amhali.

—Todos excepto uno —contestó el doctor Amhali, y Eliza reflexionó sobre aquel dato, aunque la criatura que vieron a continuación (el enorme bulto bajo el lienzo blanco) sí las tenía, igual que los cuerpos de la siguiente tienda, y de la siguiente, de modo que Eliza lo olvidó. Bastante era tratar de asimilar lo que estaba viendo —y oliendo— cuerpo a cuerpo. Se sentía asqueada y abrumada, acechada en todo momento por el pánico (la presencia de las cosas que se saben y están enterradas), y la asedió también una peculiar tristeza. Recorrer una tienda tras otra de aquel modo, ver aquel despliegue de criaturas sobrenaturales, era como acudir a una exposición carnavalesca en la que todos los seres estuvieran muertos.

Todos eran amalgamas aleatorias de partes de animales reconocibles, y se encontraban en sucesivos estados de descomposición. A mayor profundidad en la fosa, más tiempo llevaban muertos, lo que sugería que habían sido asesinados uno a uno a lo largo de un período de tiempo, y no todos a la vez. Lo que quiera que hubiera sucedido allí no había sido una masacre.

Y entonces llegaron a la última tienda, apartada en el extremo más alejado de la fosa.

—Este estaba enterrado en solitario —dijo el doctor Amhali, levantándoles la portezuela—. En una tumba poco profunda.

Eliza entró, y al ver aquella «pieza» final en la colección de muertos, la tristeza la atenazó con más fuerza que antes. Aquel era el que no tenía marcas en las palmas. Había sido enterrado aparentemente con cierto cuidado —no había sido arrojado a la pestilente fosa, sino que lo habían colocado y cubierto con tierra y grava—. Su carne había quedado cubierta por un polvo grisáceo que le daba aspecto de escultura.

Tal vez por eso pensó de inmediato que era hermoso. Porque no parecía real. Era como una obra de arte. Casi podría haber llorado por él, lo que no tenía ningún sentido. Si los otros resultaban «monstruosos» de varias maneras, él era el más «demoníaco» o «diabólico»: rasgos en su mayoría humanos a los que se añadían unos largos cuernos negros, pezuñas hendidas y unas alas de murciélago que estaban estiradas en el suelo a ambos lados del cuerpo; tenían al menos tres metros y medio de envergadura y los extremos doblados contra los laterales de la tienda.

Sin embargo, no le pareció demoníaco. Como los ángeles no le habían parecido «angelicales».

¿Qué sucedió aquí?, pensó en silencio. A ella no le correspondía descubrirlo, pero no pudo evitar preguntárselo. Los interrogantes surgieron en desbandada, como pájaros asustados. ¿Quién mató a estas criaturas y por qué? ¿Y qué estaban haciendo en Marruecos, en medio de la nada? ¿Y… cómo se llamaban?

Parte de su mente le decía que aquella reacción ante monstruos muertos —preguntarse por sus nombres— no era la adecuada, pero aquel último cuerpo en especial, con sus delicados rasgos, la empujó a querer saberlo. Tenía el extremo de un cuerno roto, un simple detalle, y Eliza se preguntó cómo habría sucedido. A partir de allí el recorrido hasta preguntarse todo lo demás fue fácil: ¿cómo había sido su vida y por qué estaba muerto?

Los hombres estaban hablando, y escuchó cómo el doctor Amhali le explicaba al doctor Chaudhary que daba la impresión de que las criaturas hubieran estado viviendo en la kasbah durante algún tiempo, y que la hubieran desocupado hacía tan solo dos días.

—Algunos nómadas presenciaron su partida —dijo el doctor Amhali.

—Un momento —exclamó Eliza—. ¿Se ha avistado alguno vivo? ¿Cuántos?

—No lo sabemos. Los testigos estaban histéricos. Docenas, dijeron.

Docenas. Eliza quería verlos. Quería verlos vivitos y coleando.

—Bueno, ¿adónde fueron? ¿Los han encontrado?

El doctor Amhali respondió con tono irónico.

—Se marcharon por allí —y señaló hacia… arriba—. Y no, no los hemos encontrado.

Según los testigos, los «demonios» habían volado hacia la cordillera del Atlas, aunque no se había encontrado ninguna evidencia que lo confirmara. De no ser por los monstruosos cadáveres putrefactos que demostraban la veracidad de la historia, habría sido considerado algo ridículo. Como existía la prueba, los helicópteros seguían rastreando las montañas, y se habían enviado agentes en todoterreno y dromedario a localizar cualquier tribu bereber y pastor que pudiera haber visto algo.

Eliza salió de la tienda con los doctores. No los encontrarán, pensó, mirando hacia las montañas, cuyas cumbres nevadas ofrecían una incongruente imagen en medio del calor. Hay otro universo, y ahí es donde se han marchado.